Cada
día me cuesta más trabajo incorporarme a la rutina después de las
vacaciones. La semana pasada, a caballo entre las procesiones en Sevilla y el
viaje a Valencia, me ha dejado sin muchas ganas de retomar el pulso de la
realidad cotidiana. Desgraciadamente, el despertador no entiende de Viernes Santos
ni de otras fiestas de guardar, así que el lunes estaba esperando el momento
propicio, a primerísima hora de la mañana, para cacarear, a su manera, desde la
mesilla de noche. Luego, el coche, de camino al trabajo y de vuelta a casa, ha
sacado a relucir mi lado menos tolerante y me ha hecho enfurecer ante las
maniobras temerarias o poco consideradas de otros conductores que,
habitualmente, suelo pasar por alto, como norma general.
Y es que hay días para ver el vaso
medio lleno y otras en las que, por más que te cueste, no te queda otra que
rellenarlo tú mismo a base de paciencia, voluntad y buenos propósitos.
Reconozco que ver las fotografías de tres cometas sobrevolando la playa de la
Malvarrosa me ha ayudado bastante. Volar cometas es algo sencillo y que puede
hacer cualquiera, pero hay que buscar un lugar adecuado y contar con la
complicidad del viento. Por eso requiere algo de destreza y sosiego al mismo
tiempo. Pero, si te centras en la tarea, al cabo de un rato no piensas en otra
cosa que en evitar que el viento racheado haga caer tu cometa al suelo.
Hoy ya es miércoles, y dentro de un
rato, me calzaré las zapatillas de deporte y saldré a correr al parque, para no
perder la costumbre. Es algo que debería haber hecho el lunes, pero la lluvia
me brindó la excusa perfecta para quedarme en casa y dar de mano un día más (y
van catorce). También es algo que me da una pereza terrible hacer, pero que tiene
unos efectos inestimables sobre mi estado de salud y, también, sobre mi estado
de ánimo; que me hace disfrutar de los ratos de ociosidad en mucha mayor medida
y me reconcilia con la naturaleza por no haber hecho, en el pasado, un uso más
frecuente de los dones que me ha brindado.
El domingo por la noche, mi hija
pequeña me preguntaba porque al día siguiente tenía que ser lunes; y le
contesté, como otras veces, que la razón de ser de los lunes es que los precede
el domingo. O, dicho de otra manera, los lunes no serían lo que son sino fuera
porque suceden al fin de semana, que suele estar plagado de las cosas que más
nos gusta hacer: levantarnos tarde, preparar una comida especial, descorchar
una botella de vino, ir al cine o salir a dar un paseo por el centro de la
ciudad; en definitiva, de las cosas que no hacemos a diario. Por eso, sí no
existieran el lunes y el martes y el miércoles, tampoco el fin de semana nos
resultaría tan satisfactorio. Naturalmente, mi explicación, como las demás
veces, no la convenció en absoluto ni a mí mismo me servía de mucho consuelo cuando,
unas horas más tarde, ese gallo mecánico que tengo en la mesilla de noche me
dijo, a su manera, que estaba a punto de empezar el primero de los días de la
semana que le iba a dar sentido a las vacaciones y, de paso, al fin de semana próximo.
1 comentarios:
Me encanta leerte...
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