Hace meses que la cuestión nacionalista ha
invadido los medios de comunicación y las tertulias radiofónicas, de manera que
es prácticamente imposible no desayunarse a diario con un editorial, un titular
o un artículo de prensa que hable del desafío soberanista, de las elecciones
plebiscitarias o de la ruptura de la legalidad constitucional.
Siempre he defendido la pluralidad y la
diversidad, y me he indignado con aquellos que, víctimas de su propio papanatismo
chauvinista, despreciaban lo que no conocían, llamaban despectivamente polacos
a los catalanes y exhibían banderas españolas en los partidos en los que su
equipo se enfrentaba con el Barça, so pretexto de que ‘los otros’ no se sentían
españoles, como si así fuera más fácil identificarse con una bandera que otros
ondean al viento para oponerla a la de tu equipo.
No obstante, supongo que igual que las mentes
abiertas al diálogo se enriquecen con el debate constructivo, las misivas sin
más contenido que el sedimento de los propios prejuicios generan respuestas
igualmente reduccionistas, huérfanas de argumentos y tan visceralmente
estériles como las del interlocutor más intransigente. Y así, últimamente,
hemos asistido a sonoras pitadas al himno nacional en competiciones
futbolísticas auspiciadas por la monarquía española (que, digo yo, que la mejor
manera de expresar tal rechazo sería no participando en ellas o no asistiendo al
partido en caso de que el equipo de uno llegase a clasificarse para la final), retiradas
de bustos del monarca del salón de plenos de un ayuntamiento y otras manifestaciones
que todavía hay quien defiende como ejercicio legítimo de la libertad de
expresión, que, ya puestos, también podríamos hacer extensiva a la quema de
banderas, tan denostada otrora. Es más, en las competiciones en las que
participe Alemania, llegado el caso, podría pitarse durante el izado de
banderas como rechazo a la canciller; e, igualmente, debiera retirarse de los
edificios públicos la bandera de la Unión Europea, como muestra de descontento
hacia las políticas de austeridad y, de paso, revisar la omnipresencia de los
símbolos de la Unión en nuestras ciudades e instituciones oficiales.
Y, en este punto del debate acalorado y en medio
del ruido mediático y la confusión general, llegamos a la proclamación de otro
derecho fundamental pero, sorprendentemente, no recogido hasta ahora en ninguna
de las constituciones que han jalonado nuestra convulsa historia constitucional
ni, que yo sepa, en ninguna otra de las de nuestro entorno geopolítico: el
derecho a decidir. Y, yo me pregunto, el derecho a decidir ¿qué?
Hace algunos años, mí mujer y yo, estando recién
casados, nos fuimos de vacaciones a Gerona. Nos alojamos en Besalú, visitamos
las Islas Medas, el Monasterio de Sant Pere de Rodes, el Hayedo d’en Jordá,
Cadaqués, Ampurias, Perelada y recorrimos el Ampurdán de un extremo al otro.
Fue un viaje precioso, que recordaré siempre, en todas partes nos trataron con
amabilidad y en todo momento me sentí como en mi propia casa.
Consiguientemente, solo la idea de que, en el futuro, para estudiar allí, mis
hijas tuvieran que solicitar un visado, o que para ir a trabajar a Gerona,
estuviesen obligadas a solicitar previamente un permiso de trabajo, o que
pudieran ser consideradas extranjeras en situación irregular por haberse
desplazado hasta ese lugar sin haberlo obtenido primero, y que, eventualmente,
se les pudiera expulsar por ello de ese territorio o que, de lo contrario, un
gobierno ‘nacional’ pudiera negarles la asistencia sanitaria o el acceso a la
educación, me entristece profundamente.
Porque, seamos claros, cuando hablamos de derecho
a decidir, no solo, ni siquiera principalmente, estamos hablando de
autodeterminación y autogobierno (que, por otro lado, convendría pensar primero
en manos de quien se pone, teniendo en cuenta que algunos de sus adalides son
algo más que sospechosos de haberse lucrado ilícitamente durante lustros de
autogobierno limitado) sino de exclusión, entendida como la posibilidad de
privar a otros de la libertad de entrar, permanecer o salir libremente de un
territorio, y, consiguientemente, de privación del estatus de ciudadanía y de
negación de derechos que un Estado soberano solo reconoce plenamente a sus nacionales.
Y se da la circunstancia, en la que nadie parece haber reparado hasta ahora, de
que los titulares de esas libertades, ahora cuestionadas desde ese
aparentemente inocuo derecho a decidir, somos los demás, es decir, aquellos que
no estaríamos nunca llamados a participar en un plebiscito de esas
características.
Así pues, paradójicamente, resulta que los
derechos a circular libremente por el territorio del Estado, de residencia y,
sobre todo, a la igualdad y a disfrutar en cualquier lugar de los mismos
derechos y libertades que el resto de ciudadanos, son los derechos y libertades
que, en realidad, están en cuestión, por mucho que el debate, envenenado y contaminado
por intereses espurios, se haya disfrazado de otra cosa.
Y es por eso que no puedo estar de acuerdo, y no
solo con el establecimiento de otra frontera, sino que me niego a que alguien
pueda coartar mi libertad sin contar conmigo y convertirme en un extranjero en
una tierra que siento como propia; y me indigna que nadie sea capaz de ver
tampoco que detrás del ruido mediático, del debate acalorado y de las soflamas
independentistas, lo que subyace es la desigualdad entre los territorios y,
consiguientemente, entre las personas que los habitan, y una profunda
insolidaridad de quienes son titulares de la riqueza y no quieren compartirla,
y también de los que consideran que, excluyendo a los otros, verán mejorar sus
condiciones de vida y serán así más libres. Ese sentimiento, que percibo a
diario en el ámbito del derecho de extranjería, preside por igual el
pensamiento de los candidatos conservadores y de los ideólogos de la izquierda
nacionalista y es el principal obstáculo para la convivencia en cualquier lugar
del mundo, porque genera desigualdad, alimenta el miedo a ser excluido y, al
final, puede ser el origen del odio y el resentimiento que, en otras latitudes,
nutre, desde occidente, las filas del fundamentalismo.
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