Desde hace un par de días, la cocina de nuestra
casa se ha convertido en una improvisada herrería, en la que mi hija menor y
yo, como dos afanados herreros elfos, trabajamos sin descanso en la fabricación
de las espadas legendarias de Kirito,
el protagonista de la serie Sword Art
Online. En realidad, hace semanas que mi hija venía pidiéndome que fuésemos
a comprar listones de madera para fabricarlas, aunque las labores de pintura
han retrasado el arranque de los trabajos hasta el martes pasado.
Recuerdo que, de niño, yo también tuve una espada
de madera, que me regaló un compañero de clase cuyo tío tenía una serrería por
la que pasábamos de vez en cuando a la salida del colegio. También me acuerdo de
que el aserradero ocupaba una nave de gran tamaño que estaba llena de tableros
y listones, del olor de la madera recién cortada y del suelo tapizado de serrín
y de los recortes arrumbados aquí y allí, que yo recogía para llevármelos a
casa, sin hacer caso de las protestas de Mamá, que veía con preocupación cómo
debajo de mi cama se acumulaban trozos de chapa, varillas y tablas de distintas
longitudes, hechuras y grosores.
Por aquel entonces, triunfaba entre nosotros una
serie de televisión que se llamaba Arturo
de Bretaña, de la que yo le hablaba con frecuencia a mí amigo, que grabó
ese nombre en la cruceta antes de regalármela. Así que, sí, aun prescindiendo
de personajes y elementos clásicos del ciclo artúrico, el protagonista de la
Serie era el rey Arturo, mi espada
debía ser una réplica de la legendaria Excalibur
(la que corta el acero); mientras que las espadas de Kirito se llaman Elucidator (que
significaría algo así como esclarecedora) y Dark
repulser.
Personalmente, habría preferido que se llamarán Narsil (en quenya Luna-Sol) y Andúril (Llama del Oeste), pero entiendo
que mi hija se identifique más con el joven preadolescente Kirito que con el heredero de Isildur,
cuyas vicisitudes hasta recuperar el trono de Gondor estamos recordando estos días de la mano de Peter Jackson.
Por otra parte, hoy que se cumple el setenta
aniversario del lanzamiento de la bomba atómica sobre la ciudad de Hiroshima, un episodio aterrador de la
historia de la humanidad, aunque el hombre haya demostrado históricamente su
capacidad para dañar a sus semejantes a sangre fría y cuerpo a cuerpo, sin
dejarse intimidar por la sangre ni estremecerse ante el dolor ajenos. Aun así,
la deshumanización de la guerra, entendida como la posibilidad de matar a
distancia y de hacerlo masivamente, o de fabricar drones capaces de tomar la
decisión de matar independientemente de cualquier control humano (LAWS Sistemas de Armas Autónomos Letales),
de cuyas consecuencias ya están advirtiéndonos voces tan autorizadas como la de
Stephen Hawking, nos coloca ante un
escenario nuevo y desconocido, fuera del ámbito de la ciencia ficción, y ante
un dilema ético y la necesidad de revisar el derecho de guerra y las
convenciones internacionales sobre la materia (no en vano la ONU ha convocado
hace poco un encuentro internacional sobre el uso bélico de estas máquinas).
A propósito de esto, he leído hoy en el periódico
que, que se sepa, solo uno de los militares que participaron en la misión sobre
Hiroshima, el capitán Claude Eatherly, fue capaz de pedir
perdón a las víctimas de aquella masacre y no encontró para su comportamiento
una justificación suficiente en el leal servicio a la patria y la obediencia
debida a sus superiores, negándose a ser considerado un héroe, sumiéndose por
ello en una profunda depresión y siendo internado en un psiquiátrico.
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