La verdad es que esto de envejecer es una mierda, se mire por donde se mire. En primer lugar, porque siempre me he cuestionado eso de que el tiempo nos haga más sabios. Básicamente porque desde muy jovencito me di cuenta de que había a mi alrededor muchas personas mayores que no descollaban por su sabiduría, que dicen que es algo que solemos confundir con la inteligencia. Pero es que tampoco las personas mayores me han parecido nunca más inteligentes que los jóvenes y, a lo largo de mi vida, he conocido mastuerzos de distintas generaciones. Pero es que, además de no acumular saberes, cada día me cuesta más subir las escaleras, y eso es un hecho tangible que no precisa compararse con nadie que no sea uno mismo hace cinco, diez o quince años.
Luego están las cosas que sabes que ya
no podrás hacer y la constatación de la inutilidad de muchas de las que has
hecho, la pérdida de oportunidades y la sospecha de que, en algún momento, si
no te apartas tú, alguien podría apartarte del camino, con cierta deferencia o
de un empujón, si te resistes demasiado.
Ahí está Joe Biden para dar testimonio
de que la carrera presidencial, cómo otras muchas carreras, no es para viejos.
Y de que chochear en público es mucho peor que mentir desaforadamente.
El otro día, en la jubilación de una
amiga y excompañera de mi antiguo trabajo, me enteré de que a mis otros
excompañeros, más o menos de la misma quinta, les llaman los dinosaurios, lo
que a mí me coloca en la antesala del Mesozoico, ya que soy algo más joven,
pero, al fin y al cabo, temo que, dentro de poco, pueda encontrarme al borde de
la extinción.
Y es que, a cierta edad, ya has vivido
todos tus grandes amores, vas tarde si no has hecho algunos amigos fiables y va
a ser difícil que tengas más hijos o que, si los tuvieras, llegarás a verlos
crecer lo suficiente para saber que ya no te necesitan. Yo que aspiraba a
poblar el mundo de pequeños dinosaurios antes de saber que un meteorito iba a
acabar conmigo y los de mi especie.
En una reciente entrevista radiofónica,
Juan José Millás comparaba su vida con una carrera de caballos, en la que el
jinete no cambia, pero el caballo, a medida que avanza, se va transformando, y
en la que nosotros somos los jinetes cabalgando a lomos de cuerpos mortales que
van mutando lenta pero inexorablemente a medida que envejecemos.
El símil me parece precioso, pero al
mismo tiempo, cuando pienso en ello, no dejo de verme a mí mismo subido a los
distintos caballos que tuve ocasión de montar durante mi corta experiencia como
jinete en la escuela de equitación a la que estuve yendo con mis hijas cuando
eran pequeñas. Algunos eran magníficos alazanes, pero también había yeguas
viejas, jamelgos de la estirpe de Rocinante y alguna potra salvaje. Así que no
puedo dejar de pensar sobre qué clase de montura estoy cabalgando en este
momento y cuántos caballos me habrán adelantado ya en lo que llevamos de
carrera.
Con todo, lo peor no es eso, sino que,
tal como yo lo veo, la vida es una carrera de obstáculos tipo Gran National, en la que unos cuantos
jinetes nos hemos desafiado para ver cuál de nuestros caballos era el más
rápido. El problema es que el caballo se va haciendo viejo y cada vez le
resulta más difícil saltar los setos que nos van saliendo al encuentro.
He leído que la primera carrera de
obstáculos, precursora del Gran National,
se celebró en 1803, a campo abierto, cuando unos jóvenes oficiales se desafiaron
a correr en plena noche, vistiendo pijamas y gorros de dormir encima de sus
uniformes.
Por mi parte, yo hace tiempo que me puse
el pijama encima del uniforme. De hecho, desde que se implantó el teletrabajo,
los días que puedo quedarme en casa, cada vez tardo más en quitarme el pijama,
cosa que al principio hacía antes de ponerme a trabajar, luego empecé a fichar
antes de vestirme y, algunos días, voy enlazando una tarea con otra y, cuando
me doy cuenta de que es hora de ponerme el uniforme para ir al juzgado, todavía
estoy en pantuflas y sin afeitar, con lo que cabe la posibilidad de que alguno
de esos días, en vez de ponerme el pijama encima del uniforme, termine
poniéndome la toga encima del pijama, me suba en la bicicleta y acabe
tropezando con un seto o al subir al estrado, antes de empezar a chochear en
medio de mi alegato o proponer como prueba de mi sapiencia una escama del
saurio en el que me habré convertido.