Este verano he leído la ‘Guía para viajeros inocentes’ de Mark Twain. Es un relato de sus andanzas
por Europa y Oriente Próximo con un grupo de compatriotas escrito en tono
humorístico y con la visión de un viajero del otro mundo, que no se deja
impresionar fácilmente y, a veces, evoca los paisajes y las costumbres de su
tierra natal para comparar con ellos los lugares y las gentes a las que va
descubriendo, tanto para bien como para mal.
Su singladura por el Atlántico y
el Mediterráneo transcurre en una época en la que no eran frecuentes los viajes
organizados. Además, viaja en un barco de vapor que tarda semanas en arribar a
las costas de Europa; en ocasiones no puede desembarcar en los puertos en los
que va haciendo escala por causa de la cuarentena; los paisajes que describe están
huérfanos de carreteras y de automóviles y el medio más rápido con el que
cuenta para sus desplazamientos en tierra es el tren, impulsado por una
locomotora también de vapor. Así que, cuando llega a Palestina, no tiene más
remedio que trasladarse a caballo por el desierto. Sus compañeros de viaje, y
el mismo, van armados y, para protegerse del sol en tales parajes, tienen que
usar sombrillas forradas de tela verde y unas primitivas gafas con protección
lateral y vidrios del mismo color. Abomina de los guías, a los que sus amigos,
incapaces de aprenderse los nombres locales, llaman siempre ‘Ferguson’ y que sacan de sus casillas,
fingiéndose unos patanes que, después de dejarse ilustrar sobre la vida y obra
de cualquier personaje histórico que vivió hace cuatro siglos, terminan
preguntándole sí está muerto.
A su paso, se encuentra ciudades,
catedrales y jardines que parecen haber escapado de las láminas de sus libros
escolares para materializarse maravillosamente ante sus ojos incrédulos; pero
también suciedad, miseria, hambre y enfermedad. A pesar de todo, de vez en
cuando, no puede evitar sentirse maravillado por la visión de un lago que
resplandece a la luz del crepúsculo, o por
difusos palacios de piedra flotando a la luz de la luna sobre los canales de
una ciudad construida sobre las aguas, por ciudades blancas brillando resplandecientes
bajo el sol del desierto u otras abrasadas por la furia de un volcán; o por el
legado de civilizaciones que se negaron a extinguirse sin dejar constancia de
su paso por la tierra.
No cabe duda de que el turismo
ha cambiado radicalmente desde la época en la que Mark Twain escribió el relato de su viaje, que se prolongó durante
seis meses. Actualmente los viajes organizados se ofrecen a precios moderados a
cualquier ciudadano de un país civilizado y un avión puede dejarte en cuestión
de horas en casi cualquier lugar del mundo. Pero viajar, según a que sitios,
también se ha vuelto peligroso, y la comodidad y seguridad que nos ofrecen
hoteles y agencias de viajes tiene como contrapartida privarnos de una
experiencia más incómoda pero también, probablemente, más intensa.
Por otro lado, los turistas se
han vuelto demasiado numerosos. Invaden con sus móviles y sus palos de selfie calles y plazas, con sus segways colonizan los carriles bici, los
hoteles y apartamentos turísticos en los que se alojan no dejan de crecer a un
ritmo vertiginoso y convivir con ellos a diario en determinados enclaves no
resulta siempre fácil ni cómodo; sobre todo si no son respetuosos con el medio
ambiente ni tienen consideración hacia los que vivimos en esas mismas ciudades,
no porque las hayamos elegido como destino turístico, sino porque trabajamos o
tenemos en ellas nuestras casas.
Hasta ahí estamos todos de
acuerdo. Ahora bien, mientras terminamos de cambiar nuestro ‘modelo productivo’, es lo cierto que el
turismo proporciona importantes réditos a nuestra economía y que de él vive un
porcentaje no desdeñable de la clase trabajadora de este país. Por eso no deja
de llamarme la atención esa especie de furia que se ha apoderado de
determinados grupos que han decidido declarar la guerra al turismo especulativo
y de rostro inhumano, como si los turistas fueran una especie de raza alienígena
que ha venido a esquilmar nuestros recursos y raptar a nuestras mujeres.
Claro que detrás de las cadenas hoteleras y de los
turoperadores hay un sector empresarial enriqueciéndose (también se enriquecen
los que alquilan apartamentos en el centro, sin necesidad de ser magnates del
mundo empresarial), pero como lo hay en la construcción o existe en el ámbito
de las comunicaciones o en el textil, por poner solo algunos ejemplos. Así pues,
sin perjuicio de que haya que poner coto a sus excesos, eso no significa que
haya que declararles la guerra también. Ahora bien, detrás de estas soflamas me
parece reconocer aquella vieja, y nueva, consigna que podría resumirse en la
frase de ‘América para los americanos’.
Y no deja de ser curioso que consignas de ese estilo estén calando tan
profundamente en algunas mentalidades, tan diversas, por cierto, desde el punto
de vista ideológico. La idea que inspiró el Brexit
o que alimenta a la ultraderecha en Francia es un poco la misma, discriminar al extranjero, impedirle la
entrada en el país, cerrar las fronteras, porque viene a colonizarnos, a
privarnos de nuestra identidad cultural y a quedarse con nuestros recursos;
aunque aquí se adereza con la necesidad de plantarle cara al sistema de
producción capitalista.
En mi opinión, no hay nada como salir del ‘país’ para liberarse de buena parte de
esos complejos. Porque, en cuanto se rebasa la línea fronteriza, cualquier
ciudadano de pro se convierte en un extranjero. Se nos pone la misma cara de
despiste cuando nos hablan en un idioma que no comprendemos, caminamos por la
calle mirando las paredes de los monumentos que vamos encontrando a nuestro
paso, invadiendo el carril bici con nuestros aparatosos sombreros y haciéndonos
selfies extremos, no por lo aparatoso del precipicio, sino por la posibilidad
real de ser arrollado por una bicicleta. Además, si viajamos a países pobres,
eso nos hace valorar mejor las comodidades que nos ofrece el hecho de vivir en
el primer mundo y, de paso, nos convierte en víctimas potenciales de algún
energúmeno con ganas de atacar el autobús turístico o el camello en el que nos
desplazamos pacíficamente; y si nos trasladamos a un país superdesarrollado,
nos volvemos más comprensivos con los que vinieron a nuestras ciudades a buscar
trabajo o establecerse por cuenta propia o, sencillamente, tirando de sus
ahorros, trataron de hacernos una visita de cortesía porque, curiosamente,
nuestro país, nuestra ciudad, les parecía un lugar agradable que merecía la
pena visitar.
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