jueves, 22 de noviembre de 2018

En el nombre de nuestros hijos


            Nuestros hábitos nos están volviendo más tontos. Parece que el coeficiente intelectual de las nuevas generaciones ha estado reduciéndose progresivamente a gran velocidad, hasta el punto de que cada generación pierde la friolera de siete puntos respecto de la anterior. Y este cambio de tendencia (durante la primera mitad del siglo XX, y hasta 1975, las puntuaciones medias de cociente intelectual habrían aumentado de forma paulatina) se ha acentuado especialmente a partir de los noventa, sobre todo en los países desarrollados.
Para ilustrar esto con un ejemplo, según un estudio reciente, ejercicios de matemáticas o ciencias que, en 1994, podía resolver el 25 por ciento de alumnos examinados, hoy solo sería capaz de resolverlos un 5 por ciento.
Parece ser que las variaciones en el cociente intelectual están ligadas al desarrollo tecnológico y se deben principalmente a factores ambientales, como la disminución del tiempo de lectura, los cambios en el sistema educativo o la nutrición.
Nada de esto es demasiado sorprendente, si uno se para a pensarlo con un poco de detenimiento. La lectura es un hábito que solo se adquiere leyendo. Y las posibilidades de que un joven se dedique a leer se reducen exponencialmente a medida que, cada vez a edades más tempranas, se les proporcionan dispositivos capaces de captar su atención durante horas. Siempre que paso por delante de una juguetería pienso que se trata de un negocio en vías de extinción, porque los niños dejan de jugar cada vez más temprano. De forma que los juguetes tradicionales tienen cada día una vida más corta y se ven reemplazados rapidísimamente por consolas de videojuegos, en las que los escenarios de las aventuras están diseñados con tal lujo de detalles que anulan la imaginación de los niños y en los que la acción está dirigida desde el primer momento hacia un objetivo concreto, que hace imposible salirse del guión.
Y, ¿qué decir del sistema educativo? En nuestro país, los alumnos de secundaria van pasando de curso sin necesidad de hacer los deberes, realizar un solo trabajo o superar prueba alguna de aptitud. No se les puede poner un cero, aunque no demuestren tener el más mínimo conocimiento de la materia de la que se les examina. En centros ‘supuestamente’ bilingües, pueden llegar al bachillerato sin tener ni las nociones más elementales de un idioma que no sea su lengua materna. Pueden pasar a primero de bachiller y obtener el título de enseñanza secundaria con dos asignaturas suspensas. Y, tras la última reforma educativa ‘por ley’ también se les concede el título de bachillerato con una asignatura suspendida. Lo que, como podría haber previsto el más tonto de los pedagogos, les anima a abandonar desde el minuto uno aquellas disciplinas que les resultan más difíciles o les obligarían a esforzarse para obtener un aprobado.
De resultas de todo lo anterior, cuando llegan a la universidad, adolecen de falta de conocimientos en matemáticas elementales, no saben redactar correctamente un texto, no han desarrollado un pensamiento abstracto y tienen dificultades para asimilar los conocimientos que necesitarían para obtener una cualificación acorde con los estudios que cursan.
Pero, con todo, esto no es lo peor. Observan un comportamiento en el aula pueril y desconsiderado. No se molestan en tomar apuntes (dudo que muchos de ellos sean capaces de hacerlo), les piden a sus profesores que les faciliten las transparencias que utilizan en clase (para no tener que estudiar un manual o recurrir a unos buenos apuntes) o sacan fotografías con sus móviles de lo que hay escrito en la pizarra, y, durante la clase, hacen uso, sin rubor, de teléfonos, tablets u ordenadores para meterse en redes sociales, reproducir videos o seguir retransmisiones deportivas.
Y lo de la nutrición daría para otra entrada. Pero, baste con decir que muchos jóvenes no se alimentan correctamente. No toman legumbres, ni verduras, ni pescado. Abusan de los alimentos precocinados, de la bollería industrial, de las pizzas y de las hamburguesas. A todo lo cual se suma la ausencia de una rutina del sueño que les impide descansar lo que necesitarían, provocada por la costumbre de llevarse el móvil a la cama, tenerlo encendido toda la noche y dormirse a horas intempestivas con independencia del día de la semana.
            Por todo esto, cuando escucho machaconamente aquello de que nos encontramos ante la generación mejor preparada de nuestra historia, y de que muchos de nuestros jóvenes tendrán que marcharse al extranjero para encontrar un trabajo porque en España no encuentran oportunidades y los trabajos que se les ofrecen están poco cualificados y peor retribuidos, me dan ganas de poner al personaje responsable de estas soflamas en manos de alguno de los flamantes profesionales formados en nuestro sistema educativo, para que le lleve la contabilidad, defienda sus intereses delante de un tribunal, le instale la red wi-fi o le saque una muela.
            Nuestros jóvenes no son peores ni muy distintos de cómo éramos nosotros a su edad, pero lo que les estamos haciendo es un crimen contra la humanidad que, si nadie lo remedia, lastrará irremediablemente sus posibilidades de abrirse paso en el futuro y les condenará a una existencia, no sólo peor que la de sus padres, sino amenazada constantemente por la pobreza, las enfermedades, la incertidumbre y el miedo.

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