Nuestros
hábitos nos están volviendo más tontos. Parece que el coeficiente intelectual
de las nuevas generaciones ha estado reduciéndose progresivamente a gran
velocidad, hasta el punto de que cada generación pierde la friolera de siete
puntos respecto de la anterior. Y este cambio de tendencia (durante la primera
mitad del siglo XX, y hasta 1975, las puntuaciones medias de cociente
intelectual habrían aumentado de forma paulatina) se ha acentuado especialmente
a partir de los noventa, sobre todo en los países desarrollados.
Para ilustrar esto
con un ejemplo, según un estudio reciente, ejercicios de matemáticas o ciencias
que, en 1994, podía resolver el 25 por ciento de alumnos examinados, hoy solo
sería capaz de resolverlos un 5 por ciento.
Parece ser que las
variaciones en el cociente intelectual están ligadas al desarrollo tecnológico
y se deben principalmente a factores ambientales, como la disminución del
tiempo de lectura, los cambios en el sistema educativo o la nutrición.
Nada de esto es
demasiado sorprendente, si uno se para a pensarlo con un poco de detenimiento. La
lectura es un hábito que solo se adquiere leyendo. Y las posibilidades de que
un joven se dedique a leer se reducen exponencialmente a medida que, cada vez a
edades más tempranas, se les proporcionan dispositivos capaces de captar su
atención durante horas. Siempre que paso por delante de una juguetería pienso
que se trata de un negocio en vías de extinción, porque los niños dejan de
jugar cada vez más temprano. De forma que los juguetes tradicionales tienen
cada día una vida más corta y se ven reemplazados rapidísimamente por consolas
de videojuegos, en las que los escenarios de las aventuras están diseñados con
tal lujo de detalles que anulan la imaginación de los niños y en los que la
acción está dirigida desde el primer momento hacia un objetivo concreto, que
hace imposible salirse del guión.
Y, ¿qué decir del
sistema educativo? En nuestro país, los alumnos de secundaria van pasando de
curso sin necesidad de hacer los deberes, realizar un solo trabajo o superar
prueba alguna de aptitud. No se les puede poner un cero, aunque no demuestren
tener el más mínimo conocimiento de la materia de la que se les examina. En centros
‘supuestamente’ bilingües, pueden llegar al bachillerato sin tener ni las
nociones más elementales de un idioma que no sea su lengua materna. Pueden pasar
a primero de bachiller y obtener el título de enseñanza secundaria con dos
asignaturas suspensas. Y, tras la última reforma educativa ‘por ley’ también se
les concede el título de bachillerato con una asignatura suspendida. Lo que,
como podría haber previsto el más tonto de los pedagogos, les anima a abandonar
desde el minuto uno aquellas disciplinas que les resultan más difíciles o les
obligarían a esforzarse para obtener un aprobado.
De resultas de todo
lo anterior, cuando llegan a la universidad, adolecen de falta de conocimientos
en matemáticas elementales, no saben redactar correctamente un texto, no han
desarrollado un pensamiento abstracto y tienen dificultades para asimilar los conocimientos
que necesitarían para obtener una cualificación acorde con los estudios que
cursan.
Pero, con todo, esto
no es lo peor. Observan un comportamiento en el aula pueril y desconsiderado.
No se molestan en tomar apuntes (dudo que muchos de ellos sean capaces de
hacerlo), les piden a sus profesores que les faciliten las transparencias que
utilizan en clase (para no tener que estudiar un manual o recurrir a unos
buenos apuntes) o sacan fotografías con sus móviles de lo que hay escrito en la
pizarra, y, durante la clase, hacen uso, sin rubor, de teléfonos, tablets u
ordenadores para meterse en redes sociales, reproducir videos o seguir
retransmisiones deportivas.
Y lo de la nutrición
daría para otra entrada. Pero, baste con decir que muchos jóvenes no se
alimentan correctamente. No toman legumbres, ni verduras, ni pescado. Abusan de
los alimentos precocinados, de la bollería industrial, de las pizzas y de las
hamburguesas. A todo lo cual se suma la ausencia de una rutina del sueño que
les impide descansar lo que necesitarían, provocada por la costumbre de
llevarse el móvil a la cama, tenerlo encendido toda la noche y dormirse a horas
intempestivas con independencia del día de la semana.
Por
todo esto, cuando escucho machaconamente aquello de que nos encontramos ante la
generación mejor preparada de nuestra historia, y de que muchos de nuestros jóvenes
tendrán que marcharse al extranjero para encontrar un trabajo porque en España no
encuentran oportunidades y los trabajos que se les ofrecen están poco
cualificados y peor retribuidos, me dan ganas de poner al personaje responsable
de estas soflamas en manos de alguno de los flamantes profesionales formados en
nuestro sistema educativo, para que le lleve la contabilidad, defienda sus intereses
delante de un tribunal, le instale la red wi-fi o le saque una muela.
Nuestros
jóvenes no son peores ni muy distintos de cómo éramos nosotros a su edad, pero
lo que les estamos haciendo es un crimen contra la humanidad que, si nadie lo
remedia, lastrará irremediablemente sus posibilidades de abrirse paso en el
futuro y les condenará a una existencia, no sólo peor que la de sus padres,
sino amenazada constantemente por la pobreza, las enfermedades, la
incertidumbre y el miedo.
0 comentarios:
Publicar un comentario
Déjanos tu comentario