Hace
unos días, leía en la prensa el lío monumental en el que se había metido
Emmanuel Macron, el presidente de la República Francesa, por defender
públicamente la denostada figura del mariscal Pétain, en cuanto soldado
ejemplar durante la Primera Guerra Mundial y héroe de Verdún. Las reacciones a
estas declaraciones no se han hecho esperar, y es que la figura del militar
está indisolublemente ligada al gobierno de Vichy y al colaboracionismo con los
nazis.
Es
como si su modo de proceder durante la ocupación alemana hubiera borrado de un
plumazo su prestigio como militar y su comportamiento durante la primera gran
guerra europea. De forma que ya nadie quiere homenajear al soldado, cuya hoja
de servicios habría quedado irremediablemente manchada; y esa ignominia
obligaría a olvidar cualquier otro episodio de su vida, por muy relevante o
digno de reconocimiento que pudiera haber sido.
Que
conste que, con esta reflexión no pretendo condenar ni absolver a nadie. Cada
vez que veo una fotografía de Pétain vestido de uniforme, se me vienen a la
mente las escenas de la película Senderos
de Gloria, y el retrato abyecto que hace su director de los mandos
franceses involucrados en la trama cinematográfica. Así que no simpatizo mucho
con los generales y creo que, más bien, habría que homenajear a los soldados
que en Verdún, o en Somme, murieron por centenares de miles, y que, en el mejor
de los casos, solo tienen una cruz de madera en un prado de amapolas para
recordar su paso por el campo de batalla.
Otro
tanto ocurre, últimamente, con otros personajes de la vida pública. Woody Allen
se enfrenta en la actualidad al rechazo, entre otros, de sus compañeros de
profesión; de forma que muchos de los actores que, hasta hace poco, se peleaban
por salir en sus películas, ahora abominan del cineasta, o declaran que no
volverían a trabajar con él; tiene problemas para financiar sus proyectos y no le
ha quedado más remedio que tomarse unas vacaciones. No obstante, en este caso,
la cuestión es algo más peliaguda porque no hay una sentencia que le haya
condenado por la conducta de la que se le acusa y por la que muchos ya le han
sentenciado. Al menos, a Pétain le conmutaron la pena de muerte.
En el mundo en que vivimos, defender a alguien
que ha sido acusado públicamente o condenado por un tribunal o un jurado popular
(lo mismo da) dispara la suspicacia hacia el defensor y le convierte
automáticamente en sospechoso de colaboracionismo, de transigir con un
comportamiento inmoral, de amigo de maleantes y delincuentes, colaborador
necesario de crímenes y delitos, reales o imaginarios. Y, consiguientemente, le
hace correr el riesgo de ser discriminado, apartado, señalado, expulsado de la
comunidad de individuos honestos. Y es precisamente el miedo a que esto pueda
llegar a suceder lo que hace que casi todo el mundo tome distancia, mida sus
palabras y procure no salir en las fotografías con el que ha quedado
desacreditado públicamente.
Pero
sucede que siempre hay otras fotografías y películas que se hicieron cuando
todavía no había cundido la desconfianza. Y en ellas, junto al general o al
director de cine, cuando colaboraban con el invasor o ya su comportamiento pudiera
ser moralmente cuestionable, pueden aparecer retratados actores, periodistas,
políticos o una nación entera. Y también sucede que, a veces, sentimos la
necesidad de borrar cualquier recuerdo que pueda hacernos cómplices de una
ignominia que conocíamos de primera mano o que podríamos haber conocido si
hubiésemos querido hacerlo.
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