domingo, 16 de junio de 2024

Elogio de la alopecia

 

Soy calvo. No es que tenga entradas o haya empezado a clarear por la coronilla. Es que no tengo pelo en la cabeza, salvo una franja que va desde la nuca hasta las sienes, que es la zona que los jóvenes se afeitan cuando optan por el mullet a la hora de elegir corte de pelo, pero que a los calvos nos hace parecer señores mayores y que si se acompaña de un espeso bigote te convierte en una réplica de José Luis López Vázquez.

Empecé a perder pelo bastante joven, con lo cual, he tenido tiempo de acostumbrarme a mí fisonomía actual. Pero la verdad es que a nadie le hace gracia ver cada mañana en el espejo como se le ilumina la frente y se le aclaran las ideas. Es una broma cruel que no compensa el más elegante de los sombreros. Aunque es una buena excusa para usarlos sin temor a que se te chafe el peinado. El problema es que, en algún momento hay que descubrirse y mostrar tus credenciales.

Y la verdad es que a todo el mundo le gustan más los melenudos. Y el que diga lo contrario, miente. Pero, aunque puedas probar a peinarte hacia adelante o con raya al lado, disimulando así la desnudez de tu cuero cabelludo, lo normal es que no consigas engañar a nadie y, a lo mejor, hacer el ridículo, si al viento le da por chivarse de lo tuyo, que, probablemente, ya era un secreto a voces, del que sólo tú no habías querido enterarte.

Luego está lo de no llamar a las cosas por su nombre, o emplear diminutivos. Del estilo de estás calvito. Lo cual tendría un pase si tuvieras cinco años. Pero lo de personas fácilmente incompletas es  ya inasumible y me ha hecho pensar siempre en alguien a quien le faltara la nariz o alguna de las dos orejas. Aunque, a mí, que tengo una gran imaginación, me resulta fácil imaginar también todo tipo de deformidades. Y, en lugar de un ejército de inmaculados, cuando alguien habla de gente facialmente incompleta, se me aparece una cohorte de orcos de rostros deformados por la crueldad de Sauron.

Subterfugios aparte, el cine está lleno de ejemplos de la predilección de los guionistas de Hollywood por la gente greñuda a la hora de encarnar a un héroe. Mientras las filas de los villanos están repletas de gente fácilmente incompleta, empezando por Lord Voldemort (en este caso literalmente), pasando por Lex Luthor y terminando con Azog el Profanador.

Y frente a ellos invariablemente aparecen chicos de hirsuta cabellera como Clark Kent, Harry Potter o Thorin Escudo de Roble.

No obstante, si un calvo tratara de emular a alguno de ellos, como Supermán, metiéndose en una cabina telefónica para cambiarse de ropa, con toda probabilidad, terminaría atrapado en su interior y abandonado en un almacén subterráneo

Y después están los renegados. Toda esos hombres que están dispuestos a contratar los servicios de Turkish Airlines para hacerse un implante capilar o, ponerse en manos de Svenson para poner remedio a una de las lacras de nuestro tiempo. Pero, sin ser del todo conscienteade que, excepto si, por el mismo precio, se te incluya en un programa de protección de testigos y alguien te proporcione una nueva identidad, tus allegados y conocidos siempre sabrán de tu impostura y, cuando te miren, seguirán viendo al calvo que llevas dentro. Y es que de la calvicie no se recupera uno nunca y esa mata de pelo se siente como una prótesis con la que resulta difícil convivir, aunque cumpla perfectamente con su funcionalidad. Además, los sombreros ya no te sientan igual de bien y retomar tu relación con el acondicionador, el secador o la gomina se vuelve a ratos engorroso y te hace echar de menos la liberadora falta de pelo.

Porque, si amigos, los calvos somos hombres libres, que un día nos sacudimos el yugo de la esclavitud de las modas y peinados y de llevar el pelo perfecto. Pero no todo el mundo es capaz de mostrarse al mundo tal como es, sin flequillos ni greñas ocultando las fracciones, con la frente bien alta y las orejas ofreciendo resistencia al viento. Y es que, seamos honestos, el pelo tapa mucho y puede hacerte creer que te pareces más a Jason Momoa que a Antonio Resines.

Pero la verdad es que Sven el Terrible era un respetado jefe vikingo y su prole ha degenerado hasta convertirse en una tribu de calvorotas a los que un injerto de pelo no devolverá su reputación de antaño.

Los calvos de verdad no somos así. No renegamos de la herencia genética de nuestros antepasados y gracias a ello nos hemos convertido, por ejemplo , en formidables nadadores.

No obstante, seguimos siendo víctimas de nuestro estigma y se nos relega al escalafón de los malhechores y al papel de supervillanos, en este universo y en cualquier otro que se pueda imaginar. Y, si no, ahí están Grand Moff Tarkin, Darth Maul, y la Casa Harkonnen al completo, por poner solo un par de ejemplos.

Tal vez algún día se cuente nuestra verdadera historia y es que, aunque no todo el mundo lo sepa, Lex Luthor, cuando era un adolescente, salvó al joven Superman de la Kryptonita y, en agradecimiento, este destruyó su proyecto científico más prometedor, derramando 'accidentalmente' unos productos químicos cuyas emanaciones hicieron que Lex perdiera todo el pelo. Irónico, ¿verdad?

Y qué decir de Gollum, mi calvo favorito y el peor tratado por la historia, a pesar de ser el verdadero héroe de la trilogía de El Señor de los Anillos. Mató a Deagol accidentalmente, que además era un egoísta que no quiso regalarle a Smeagol el anillo, a pesar de que era su cumpleaños. Fue repudiado por los suyos y tuvo que refugiarse en las entrañas de la tierra hasta quedarse completamente calvo y olvidar su propio nombre. Y todo ese tiempo mantuvo a salvo el anillo, que Sauron no habría encontrado jamás sin la desafortunada intromisión de los Bolsón. Fue engañado y robado por Bilbo, un verdadero saqueador sin escrúpulos, y traicionado por Frodo, al que había sido leal hasta ese momento.  El hobbit seboso lo trataba como a un perro. Y, aún así, al final, salvo la vida de los dos y, de paso, a toda la Tierra Media, incluidos los melenudos jinetes de Rohan y el desgreñado rey de Gondor. Porque, vamos a ver, todos sabemos que Frodo era incapaz de destruir el anillo. Y, por eso, Gollum tuvo que sacrificarse, cortarle un dedo y arrojarse a los fuegos del Monte del Destino. Pero, claro, era calvo. Y eso, queridos hobbits, no se perdona.

Pues yo digo: larga vida a los calvos. Vivan Kojak, Shreck y el coronel Kutz y todos aquellos que fueron bendecidos con el don de la clarividencia y también fueron capaces de deslizarse sobre el filo de una navaja y sobrevivir al horror.

domingo, 2 de junio de 2024

Confinamiento climático

He leído en el periódico que, ante la subida sin precedentes de las temperaturas, algunos países del sudeste asiático han recomendado a sus ciudadanos que no salgan de casa. Además, hay estados que han suspendido las clases presenciales, han cerrado los colegios, y hasta han establecido días festivos o no laborables fuera del calendario oficial. Lo que, por otro lado, refuerza la idea de que lo del calentamiento global es un bulo propagado por una legión de vagos perro flautas que lo que no quieren es trabajar ni morir dignamente de un golpe de calor.

Pero gobiernos, tan poco sospechosos de favorecer el escaqueo climático de las clases trabajadoras como los de Irán o Filipinas, parece que han adoptado estas medidas con la finalidad de evitar que la población se exponga a los riesgos del calor extremo y también para reducir el consumo de agua y de electricidad. Aunque, paradójicamente, en Tailandia se ha registrado un incremento de la demanda de electricidad asociado al encierro masivo de la población, que es precisamente lo contrario de lo que se pretendía.

Sin embargo, en algunos países del Norte de Europa, la subida de temperatura les ha pillado tan de sorpresa que la gente no disponía en sus casas de sistemas de refrigeración eficaces. Y, prueba de ello es que, en 2018, un centenar de personas acudieron a un supermercado de Helsinki para pasar la noche, aprovechando que los propietarios ponían a disposición de la clientela sus instalaciones, que si disponían de aire acondicionado.

Así que cabe preguntarse si, para evitar recurrir a medidas de confinamiento, que podrían disparar el consumo energético, los gobiernos no deberían recurrir a medidas alternativas, como mantener abiertos centros comerciales, museos o bibliotecas.

Qué duda cabe de que este tipo de medida sería beneficiosa para la economía, en cuanto incrementaría el consumo, esperemos que de forma responsable. Por ejemplo, la gente, en lugar de comprar ventiladores y tumbarse en el sofá de sus casas a ver series de Netflix con el aire acondicionado funcionando a todo trapo, podría optar por irse al cine y contribuir de esta forma a aliviar la situación de la industria cinematográfica, siempre dependiente de las subvenciones públicas.

Y, en vez de una noche en blanco al año, podríamos disfrutar de un verano en blanco, pero no provocado por el insomnio. Y, de paso, sustituir las siempre tediosas clases on line por una enseñanza presencial en museos refrigerados, poniendo al alumnado en contacto directo con el arte, la historia y las ciencias naturales.

Por otra parte, las bibliotecas se convertirían en lugares de encuentro en los que los jóvenes entrarían en contacto con la literatura de una forma espontánea y estoy convencido de que, con el tiempo y también de manera espontánea, surgirían clubes de lectura y los autores acudirían a dar charlas y a firmar ejemplares de sus obras.

Eso si, es importante que tales espacios no dispongan de red wifi y establecer algún tipo de inhibidor que impida hacer uso de cualquier dispositivo, puesto que, de lo contrario, todo el mundo terminaría viendo tik tok y compartiendo selfies poniendo morritos delante del cuadro de las lanzas o del de la familia de Carlos V.

Por último, creo que es un error manifiesto prohibir el llenado de piscinas indiscriminadamente. Por el contrario, habría que financiar la construcción de piscinas públicas de dimensiones olímpicas, en las que los ciudadanos puedan ponerse en remojo, en lugar de tener el aire acondicionado trabajando veinticuatro siete y darse cinco duchas diarias. 

Además, ello fomentaría el ejercicio físico, al menos entre la chavalería, ayudaría a socializar, fomentaría los cuidados a las personas mayores, aunque solo sea para que no se ahoguen, y permitiría recuperar el Ágora como espacio para tratar asuntos de la comunidad.

Claro, que también cabe la alternativa de olvidarse de los museos y las bibliotecas, mandar a los empleados a teletrabajar a sus casas y subvencionar la instalación de aparatos de aire acondicionado, si, pero en tabernas y bares de copas (que siempre nos olvidamos de la hostelería y con el sol cayendo de pleno sobre las terrazas, los veladores ya no son una opción viable) y, de paso, eliminar el impuesto al consumo de bebidas alcohólicas. Y con eso y unos cuantos días festivos más al año pues ya tenemos encarrilado el consumo y la hostelería, a cambio de un repunte asumible de los casos de cirrosis hepática (total si nos vamos a morir igual, en el peor de los casos confinados en una residencia de mayores). Eso y construir muchos más hoteles, con piscinas, privadas. Y cuando los guiris salten de balcón en balcón, procurar que estén siempre llenas (de agua o de otros guiris igualmente empapados, en alcohol).

En cuanto a la población autóctona, que se refresque en las fuentes públicas, que están muy poco aprovechadas, salvo la de Cibeles y, antes, la de Canaletas.  Y qué vean los turistas que aquí sabemos gestionar cualquier crisis, incluso la climática, de forma imaginativa.

Y, además, como todos esos turistas no se van a atrever a salir a la calle y se van a quedar en su suit, salvo que decidan visitar la de al lado saltando hasta el balcón contiguo, ayudamos a combatir la turismofobia. Y los oriundos del lugar, pues a disfrutar de la jungla de asfalto recalentado, pasear a los perros y bañarse en las fuentes públicas. Pero, cuidado, a beber, a los bares, que si se les ocurre hacerlo de las fuentes, lo mismo se van de la barriga y tenemos una cohorte de pobres colapsando las urgencias, y a las redes sociales propagando bulos sobre un brote de disentería.

martes, 21 de mayo de 2024

Diversión con banderas

 

La 68ª edición del Festival de Eurovisión ha despertado un interés inusitado, pero por motivos ajenos a la naturaleza del evento en sí, que vive una nueva época de esplendor, después de haber transitado durante lustros por la parte baja de las audiencias.

En esta ocasión, sin embargo, el interés trae causa de la participación de Israel, muy cuestionada como consecuencia de la invasión de la Franja de Gaza tras el ataque terrorista perpetrado por Hamás, el 7 de octubre pasado. Teniendo en cuenta, además, que en las dos últimas ediciones del festival se ha excluido a Rusia por causa de haber invadido Ucrania.

Hay muchas cuestiones llamativas en torno a esta polémica y, probablemente, analizarlas una por una requeriría más tiempo y más detenimiento. Pero, por mí parte, no puedo resistirme a comentar algunas de ellas 

Lo primero que alguien podría preguntarse, a la vista de los acontecimientos de esta polémica edición, es si el estado de Israel ha secuestrado el Festival de Eurovisión, convirtiéndolo en un escaparate para sus propias reivindicaciones. Lo cierto es que, polémicas aparte, algo que tal vez sea necesario considerar es el hecho de que Moroccanoil, una marca de cosméticos israelí, sea uno de sus principales patrocinadores. Lo cual tiene, sin duda, su propio peso específico.

Pero, aun así, el papelón que ha jugado la Unión Europea de Radiodifusión (UER) en este asunto no tiene precedentes, ni próximos ni remotos. Y es que dejar participar a Israel en el festival después de haber vetado por segundo año consecutivo a Rusia, puede ser cuestionable, pero tratar por todos los medios de silenciar cualquier protesta o manifestación en contra de la acción militar que está llevando a cabo el estado hebreo en Gaza parece algo inaudito. Sobre todo teniendo en cuenta el historial de reivindicaciones de toda índole que Eurovisión lleva a las espaldas. Y, por otra parte, resulta francamente contradictorio con algunos de los objetivos de la propia UER, como por ejemplo el de "salvaguardar y mejorar la libertad de expresión e información, base de las sociedades democráticas", o "potenciar la información plural y la formación libre de opiniones", o "garantizar la diversidad cultural para promover valores de tolerancia y solidaridad".

Pues bien, a pesar de tales principios, desde el primer momento y, especialmente, desde que tuvo lugar la primera semifinal de la edición de este año, la UER ha hecho lo imposible por acallar hasta el más mínimo gesto de reproche a la acción militar de Israel en Gaza. Desde sustituir la sonora pitada y los abucheos registrados en el audio de la actuación de la cantante judía por aplausos enlatados, a prohibir la exhibición de cualquier símbolo que pudiera constituir una muestra de solidaridad con el pueblo palestino. Aun así, algunos participantes, además de expresar públicamente su rechazo a la ofensiva militar de Israel, se las ingeniaron para colar en sus actuaciones, guiños de apoyo a la población palestina, como en los colores de las uñas de la cantante portuguesa, el maquillaje de la representante de Irlanda (ambos censurados por la organización) o la superposición del color negro del vestido sobre su bandera nacional de la representante de Italia, que permitió ver por una ráfaga de segundo la bandera palestina en el escenario.

Otros fueron más explícitos, como el representante holandés, que por no morderse la lengua y no saber  mantener la boca cerrada, fue expulsado del certamen horas antes de que comenzase la final, so pretexto de que había una investigación en curso sobre una presunta amenaza a una cámara de la organización. Una motivación y ulterior decisión cuestionables y manifiestamente contrarias al principio de presunción de inocencia (todo sea dicho de paso).

Pero es que, además, parece ser que la delegación israelí se ha dedicado, durante días, a hostigar impunemente a miembros de las otras delegaciones nacionales que se habían expresado en contra de los intereses de Israel en el concurso televisivo. Todo ello bajo la mirada impasible de la UER, a pesar de las protestas de esas delegaciones (hasta dieciséis) e incluso la amenaza de algunos participantes de entre los favoritos de retirarse del evento, si no se tomaban medidas al respecto.

Con todo, la última edición del festival se celebró con la única ausencia de Países Bajos, y llegado el momento álgido de la retransmisión, cuando el voto popular podía decantar el resultado final en favor de Israel, la audiencia contuvo el aliento ante el televisor esperando durante tres interminables segundos para conocer el número de puntos que había cosechado su representante, que fueron muchos. Hasta auparla, provisionalmente, al primer puesto de la clasificación, aunque no suficientes para otorgarle el triunfo.

Es improbable que la movilización de la comunidad judía en Europa haya sido la única causa de tal apoyo expresado a través del voto popular. Y resulta más que plausible que una buena parte del voto emitido lo haya sido de simples ciudadanos europeos en respaldo explícito del estado de Israel. Igual que hace dos años Ucrania recibió un apoyo masivo de los eurofans que, esa vez sí, le permitió ganar aquella edición del festival.

De hecho, el gobierno israelí ha reconocido que habría financiado una campaña mediante la difusión de vídeos en los que la representante de Israel pedía el voto en varios idiomas, y ello después de haber realizado un minucioso estudio del público para su difusión.

No obstante, las razones que han movilizado a estos votantes eurovisivos siguen siendo para mí un misterio. Aunque las manifestaciones de algunos entusiastas en redes sociales, que se vanagloriaban de haberse gastado más de veinte euros en  el televoto, considerándolos los veinte euros mejor invertidos de su vida, podría explicar algunas cosas. Pero, al menos para mí, resulta incomprensible que alguien se tome tantas molestias en expresar su apoyo incondicional a un estado que ha mostrado su voluntad insobornable de culminar una ofensiva sin precedentes sobre la Franja de Gaza, llevándola hasta sus últimas consecuencias, arrasando el territorio palestino hasta sus cimientos, incluyendo infraestructuras básicas, escuelas y hospitales, cortando el suministro de agua, electricidad, alimentos y medicinas, y a una respuesta armada que, hasta el momento, ha matado a veintinueve palestinos por cada israelita asesinado por Hamás.

Claro que la cadena israelí KAN ha manifestado que la delegación de este país ha tenido que enfrentarse a "una inmensa presión y una muestra de odio sin precedentes, en particular de otras delegaciones y artistas, pública y colectivamente, únicamente por el simple hecho de que somos israelíes y que estábamos allí”.

Así las cosas, no es tan extraño que la organización del festival empezara prohibiendo la bandera palestina, luego la de cualquier país no participante, continuara con la bandera no binaria y al final terminará impidiendo la presencia hasta de la bandera de la propia Unión Europea. Y ello, supongo yo, tal como están las cosas, porque la exhibición de banderas de la Unión Europea acompañada de un coro de pitos y abucheos podría haber llevado a considerar a algunos la 68ª edición del festival de Eurovisión como una reedición de las concentraciones del partido nacionalsocialista en Núremberg y el siniestro anuncio de la inminente aprobación de una renovada legislación de pureza racial europea.

domingo, 28 de abril de 2024

Running on empty

 

Últimamente salgo a correr muy temprano, cuando apenas ha empezado a clarear y el parque está envuelto en un silencio brumoso que precede al canto de los pájaros. Me gusta particularmente ese momento del día, en el que todavía todo es posible y parece que, en un instante, puede suceder algo extraordinario. Así que, sin encender más que las luces imprescindibles, aun adormilado, trato de vestirme rápidamente y salgo de casa, casi a tientas y sin desayunar.

A esa hora de la mañana es más difícil coincidir con alguien y, escuchando al cuerpo y dejando que el pensamiento deambule errático entre los árboles, mucho más fácil encontrarse con uno mismo. Pero corres con el estómago vacío y, si además lo haces a un ritmo vivo, sabes que más pronto o más tarde te quedarás sin gasolina. Es como conducir en reserva, sabiendo a ciencia cierta que, si persistes en tu huida, en algún momento el coche se detendrá.

Todos hemos conducido alguna vez con el depósito de gasolina a punto de quedarse vacío. Bien porque pensábamos que nuestro destino quedaba a poca distancia, o porque teníamos prisa por llegar a algún lugar, o porque estábamos más pendientes de Google Maps que del indicador de combustible, buscando una ruta alternativa para evitar ese atasco en el que terminamos metidos de lleno, rascando el fondo del tanque y rezando al dios de las petroleras, para que la aparición de una gasolinera nos sacase del atolladero en el que habíamos terminado metidos, víctimas de nuestra dependencia de los combustibles fósiles.

Pero, cuando el invierno ya ha quedado atrás, esos días en que salgo a correr por el parque, hay algo que me empuja a seguir hacia adelante. A esa hora, con que hayas dormido seis horas, el cuerpo, todavía entumecido pero liberando de las ataduras del sueño y despojado también de ropajes superfluos, se siente ligero y, cuando el sol empieza a brillar entre los troncos de los árboles y las sombras se alargan sobre el camino de grava, el alma levita al encuentro de las primeras luces del alba. Y, por un momento, quieres creer que tus piernas, si confías en ellas, podrían llevarte hasta el fin del mundo.

Es después cuando la gravedad impone su ley, la euforia desaparece y hasta los corredores más acreditados enfrentan el muro. Aunque ese no es mi caso. Nunca, hasta ahora, ha venido a visitarme el tío del mazo. Siempre, aún en las tiradas más largas de mis tiempos de maratoniano, pude regresar de mi viaje sin haber claudicado a la fatiga. Pero, tal vez, en más de una ocasión, estuve paseando por el límite sin ser consciente de ello.

No sé si ha sido igual en la vida. A veces, vivimos a crédito, tomamos prestado un tiempo y una energía que nos parecen ilimitados y  que derrochamos con una mezcla de ingenuidad e inconsciencia, olvidándonos de parar a repostar en el camino. Otras veces, sencillamente, no podemos hacerlo. Y, en cualquier caso, la luz de la mañana nos invita a viajar lejos, sin mirar atrás más que, si acaso, para asegurarnos de que no estamos completamente solos, pero con la sensación constante de que, si nos detenemos, algo se nos podría escapar, algo que corre por delante de nosotros, que, en ocasiones, apenas llegamos a vislumbrar en la distancia, pero que nos pasamos la vida persiguiendo con denuedo. Cada uno de nosotros persigue una cosa distinta y algunos corremos sin estar seguros de lo que estamos persiguiendo. Pero nadie puede correr indefinidamente.

A veces, me pregunto si, mientras corro con el depósito vacío y cuando el aire frío hace que el cortavientos se me pegue al cuerpo, ese destino detrás del cual me he pasado media vida corriendo no se me aparecerá algún día en forma de muro infranqueable. Si será necesario experimentar el cansancio y la fatiga para saber que finalmente he llegado al extremo del camino. Pero creo que nunca he corrido pensando que podía toparme con una pared que no fuera capaz de franquear, ni huyendo de algo que viniera persiguiéndome, sino, si acaso, persiguiendo yo mis propias quimeras. No todo el mundo es tan afortunado. Y también pienso que esa es la mejor de todas las razones por las que uno puede salir de su casa sin desayunar o conducir con el depósito medio vacío y, dependiendo de lo que seamos capaces de soñar, también puede ser la más hermosa.

viernes, 5 de abril de 2024

En el parque

 

El parque al que voy a correr habitualmente es un frondoso vergel que, cuando ha estado lloviendo varios días seguidos y el sol se asoma de nuevo entre las nubes, luce en todo su esplendor, invitando a pasear por sus veredas y a detenerse junto a las zonas inundadas, en las que es fácil ver alguna garza de plumaje blanco explorando el fondo limoso con su pico en busca de alimento.

También, junto al estanque, he visto últimamente una pareja de gallinetas escurriéndose entre la vegetación de la orilla. Y, en alguna ocasión, he podido fotografiar una abubilla revoloteando entre los troncos delos árboles.

Además, ha proliferado una colonia de conejos que, cuando me acerco corriendo, se quedan inmóviles, mirándome con ojos inexpresivos, para salir disparados en el último momento y refugiarse en sus madrigueras ocultas entre la maleza.

Lo que no sabía es que en el parque también abundan los erizos y que incluso es posible tener un encuentro con culebras de buen tamaño, aunque alguna vez se me ha cruzado una pequeña en el camino.

Esto último lo he sabido por un colega de profesión que, el otro día, me dijo que suele verme corriendo por ese parque, que queda cerca de su casa, aunque yo no recordaba haberme cruzado con él fuera de los juzgados ni de otra guisa que no fuera vistiendo la toga.

Y todo esto me ha hecho pensar en la posibilidad de que, sin ser consciente de ello, otras personas y también otras criaturas pertenecientes al reino animal me hayan estado observando, mientras yo me afanaba en completar mi rutina de entrenamiento, ajeno al mundo circundante y a lo que se mueve en la espesura cuando avanzo entre los árboles batiendo la tierra al ritmo de mi zancada, sin ser consciente de que esa cadencia, reproducida por un golpeador, tiene la virtud, en otros planetas, de atraer gigantescos gusanos de arena.

Y tampoco he podido dejar de acordarme del 'Comegente', un vagabundo con antecedentes de esquizofrenia, que solía cazar a sus víctimas en un parque de la ciudad venezolana de Táriba, a 750 kilómetros de Caracas.

Este sujeto acechaba a sus presas,  con frecuencia amantes del running que se aventuraban inconscientemente en el parque, oculto en la espesura, arrojándoles una lanza de fabricación casera hecha a partir de un tubo metálico y, después de arrastrarlos hasta su cabaña, los descuartizaba y los cocinaba a fuego lento y se los comía, salvo los pies y la cabeza, que las enterraba en el jardín.

Afortunadamente, las personas que me encuentro en mi parque es poco probable que tengan antecedentes de canibalismo. Aunque no descarto que entre esa gente que tiene por costumbre hablar por el móvil usando auriculares pueda haber algún esquizofrénico. Y, por si acaso, antes de rebasarlos, procuro asegurarme de que no lleven ninguna jabalina oculta entre la ropa y, cuando paso por su lado, también les miro las orejas por si son de esos que no necesitan el móvil para hablar con otras personas a las que no puedo ver.

Lo de los animales ya es otra cuestión, porque la fauna que merodea por el parque suele ser inofensiva y, salvo la belicosa familia de ocas que vive en el estanque y algún perrazo con ganas de echarme una carrera, no he tenido ningún encuentro reseñable.

Claro que, si no he sido capaz de ver ningún erizo en todo este tiempo, también podría haber ignorado la presencia de un jabalí, cuya población ha aumentado mucho últimamente en la península. Y, por otra parte, ya se sabe que los confinamientos hacen proliferar la aparición de todo tipo de animales en las ciudades. Con lo cual, no digo yo que mi barrio se vaya a convertir en Anchorage, y que vaya a encontrarme con un oso Kodiak hurgando en el contenedor cuando baje a tirar la basura, pero igual un día de estos me tropiezo con un elefante.

Y esto lo digo porque el Primer Ministro de Botsuana, cansado de que los alemanes los aleccionen en cuanto a la protección de los 130.000 elefantes que viven en su territorio, y teniendo en cuenta además que a los germanos les encanta practicar la caza mayor en ese mismo territorio, ha decidido regalar a Alemania 20.000 ejemplares de este paquidermo.

Así que, considerando la afición de nuestro Jefe del Estado emérito a tropezarse por Botsuana persiguiendo paquidermos, y, por otro lado, el marcado signo animalista de algunas de las normas incorporadas recientemente a nuestro ordenamiento jurídico, lo mismo al Primer Ministro de ese país le da por regalarle a España unos cuantos miles de elefantes y seguro que, siendo Andalucía la comunidad en la que más inmigrantes extranjeros aloja el Gobierno central, la cuota de proboscidios susceptible de ser asignada a la comunidad autónoma, incrementa exponencialmente la probabilidad de que yo mismo termine tropezándome, a mí vez, con algún espécimen descarriado.

Así que, como no tengo licencia de armas, para prevenir males mayores, y después de varias semanas tomando apuntes viendo 'forjado a fuego', he optado por fabricarme un 'spetum', que es una especia de espada-lanza utilizada en el norte de Italia en el siglo XVI de acreditada utilidad contra las cargas de la caballería. Y, en cuanto haya conseguido que sea completamente funcional, voy a llevármela conmigo la próxima vez que salga a correr. Y lo mismo la pruebo si alguna oca se pone brava cuando pase corriendo por los alrededores del estanque. O, mejor, se la arrojo a alguno de esos ciclistas que se creen que el parque es una especie de velódromo al aire libre y van por esos senderos como jinetes enloquecidos. Así, cómo diciendo, eh, que la próxima vez le apunto al cuerpo, en vez de a la bicicleta. A ver si aprenden a respetar un poco y se van a hacer puñetas con sus maillots de colorines. Qué ya tenemos una edad. Qué, con la chichonera ridícula esa que llevas no te puedo acertar en la cabeza, que si no... Si, en la cabeza hueca esa que tienes sobre los hombros. Que yo si que la enterraba por ahí. 

Y, luego, pues así voy adiestrándome como cazador, por si me tropiezo con un elefante en el futuro. Y, ya,  si eso, cuando desextingan al mamut, pues lo mismo me hago un arco y, si la ley de bienestar animal no me lo impide, más de uno termina mordiendo el polvo.

Y, ya puestos, a ver si alguien consigue clonar al hombre de Flores, y ya tenemos media compañía del anillo dando tumbos por ahí. Qué a mí me gustaría ver un olifante tanto o más que al mismísimo Samsagaz Gamyi, pero abatir a uno de un flechazo te tiene que dar un subidón, que ríete tú de la caza furtiva en Botsuana, y, además, seguro que te hace subir tres niveles de golpe en cualquier juego de rol.

domingo, 24 de marzo de 2024

Inteligencia vegetal

 

He leído recientemente en el periódico un reportaje sobre el director del Laboratorio Internacional de Neurobiología Vegetal y profesor de la Universidad de Florencia, Stefano Mancuso, en el que este afamado botánico y neurobiólogo se confiesa devoto del reino vegetal y de las plantas, a las que considera extremadamente sensibles y dotadas de una inteligencia que, en muchos aspectos, podría considerarse superior a la humana.

Según este profesor, las plantas tienen memoria, son capaces de recordar impresiones del pasado, comunicarse entre sí y desarrollar estrategias de defensa. Por ejemplo, existe una planta capaz de cambiar de forma, dimensión y color, imitando las hojas de otras plantas, para adaptarse al medio y atraer o repeler a los animales. Y hay otras plantas en los desiertos de Namibia, que imitan las vetas y manchas de las piedras para adaptarse a  la aridez extrema y evitar ser devoradas por los depredadores.

Todo lo cual sugiere que tendrían que estar dotadas de algún tipo de visión gracias a unas células convexas de su epidermis foliar, que, de hecho, se han utilizado para hacer fotografías. Por su parte, la alverja ha logrado imitar a la perfección a la lenteja hasta volverse indistinguible de ella, con objeto de beneficiarse de las ventajas del cultivo humano.

A propósito de la inteligencia de las plantas de la que habla Mancuso, recuerdo que el programa de la asignatura de filosofía de tercero de BUP incluía un tema dedicado a la inteligencia animal y que, Chema, mi profesor del instituto, cuando lo abordaba en clase, nos decía algo así como “hoy vamos a hablar de la inteligencia animal, y no de la inteligencia, ¡animal!”. Pero, en lo que tiene que ver con la inteligencia de los animales que somos, Mancuso considera que, si los seres humanos aspiramos a sobrevivir, deberíamos imitar el comportamiento de las plantas, practicando el apoyo mutuo y la colaboración en lugar de la competencia. Quizá por ello, en el momento en que nos encontramos, habría que interpelar a los miembros de nuestra especie en términos más acuciantes.

Pero los miembros del reino vegetal tienen características específicas en cuanto a desarrollo y funcionamiento y, en particular, se caracterizan por su naturaleza inmóvil, pluricelular y eucariota, además de carecer de órganos y, consiguientemente, de cerebro; características que a algunos miembros del reino animal nos inducen a contemplarlas como un grupo de seres vivos supeditado a nuestras propias necesidades. Y ello a pesar de que  constituyen más del 80% de la biomasa del planeta y se han mostrado imprescindibles para nuestra supervivencia.

En particular, su inmovilidad las ha convertido en víctimas preferentes de la acción humana, dada la imposibilidad de poner raíces en polvorosa al ver (a través de las células convexas de su epidermis foliar) a un ser humano acercarse con un hacha. A cambio, hay especies de plantas resistentes al fuego, mientras, en caso de incendio, los animales no tenemos más remedio que fiarlo todo a la velocidad de nuestras patas.

Será por eso que, las veces en que el cine o la literatura las ha dotado de la capacidad de moverse, las plantas han utilizado esta habilidad en contra de los seres humanos. Y ello aún después de una larga deliberación. No hay más que recordar el ataque de los ents contra la fortaleza de Saruman y la ulterior destrucción de Isengard.

También recuerdo una película de Shyamalan en la que, cansado de la irresponsabilidad y comportamiento de los humanos, el reino vegetal decide tomar medidas más drásticas, induciéndoles a suicidarse, clavándose el objeto punzante que tengan más a mano en cualquiera de sus órganos vitales (eso nos pasa por tener órganos, no como las plantas, que han optado por un modelo descentralizado que les permite renunciar a partes importantes de su cuerpo sin que merme su funcionalidad) o golpeándose la cabeza contra una ventana como consecuencia del colapso de su sistema nervioso (¿a que ya no suena tan guay eso de tener un cerebro?).

Con lo cual, llegados a este punto, sólo se me ocurren dos alternativas. O transicionar hacia un estadio evolutivo que nos permita prescindir de algunos de nuestros rasgos distintivos a cambio de regenerar miembros y tejidos sin límite. O arriesgarnos a sucumbir víctimas de nuestra encarnizada competencia, clavándonos puñales los unos a los otros en nuestros órganos vitales o suicidándonos colectivamente, con o sin la asistencia del reino vegetal.

Y ante esta disyuntiva, sin necesidad de convocar un entcuentro, la cosa, para mí está bastante clara. En definitiva, se trata de elegír entre contaminar la atmósfera por no ser capaces de prescindir del uso de combustibles fósiles o regenerar el aire, atrapando CO2 y liberando oxígeno; morirse de sed o ser capaces de convocar al dios de la lluvia; convertir el planeta en un erial inhabitable o regenerar la biosfera y ofrecer cobijo a todas sus criaturas bajo un espeso manto verde y protector.

Pero creo que tal vez ya sea demasiado tarde y puede que esa decisión la tomáramos hace mucho tiempo, cuando nuestro cerebro empezó a funcionar de manera defectuosa, sin que nos diéramos cuenta de ello, y decidimos suicidarnos. Pero, en vez de una manera rápida, elegimos el envenenamiento porque se nos antojó una forma más dulce de morir. Y, ahora, el aire viciado por los tubos de escape de nuestros automóviles nos impide pensar con claridad y nubla nuestro entendimiento. Y ya sólo aspiramos a cerrar los ojos y dormir profundamente.

Tal vez, al despertar, la lluvia haya limpiado el aire, el agua recorra nuestros miembros regenerados por un vigor nuevo y sobre nuestras cabezas coronadas de flores el sol nos haga reverdecer en medio de la selva.

domingo, 10 de marzo de 2024

Golden brown

 

            El hallazgo de un tigre dorado en el Parque Nacional Kaziranga, al norte de la India ha desatado la inquietud entre los expertos por considerar que se trataría de una alteración genética ocasionada por un gen recesivo que vendría a poner de manifiesto los efectos de la endogamia sobre el declive de la especie.

            También me he enterado de que en los últimos años se han multiplicado los avistamientos en los bosques de bambú de las montañas Qinling, al sureste de la provincia china de Shaanxi (famosa por el hallazgo del tesoro arqueológico del ejército de guerreros y caballos de terracota). de osos panda de color marrón, en los que la coloración de sus manchas se debe igualmente a la existencia de un gen recesivo, cuya manifestación es debida a la presencia de la mutación en los dos progenitores.

            En el caso del tigre dorado, los expertos señalan que el crecimiento de la presión humana está amenazando a los tigres de Bengala en su hábitat natural y hablan de la necesidad de conectar mejor las poblaciones fragmentadas de estos felinos. Y no hace falta ser miembro de la comunidad científica para llegar a la conclusión de que la proliferación de osos pandas de pelaje marrón, probablemente, pone de manifiesto el mismo problema y señala en la dirección de un declive de la población causada también por la endogamia que, color del pelaje aparte, entraña una mayor probabilidad de enfermedades.

            Una tercera noticia me ha permitido saber que el mes pasado se produjo el primer avistamiento de un chacal dorado en España (aunque esta vez el color de su pelo es el habitual en su especie). Se trata de un cánido de origen asiático que se encuentra en proceso de expansión por Europa y cuenta con poblaciones permanentes al menos en veinte países europeos. El desplazamiento desde su hábitat originario podría deberse a los efectos del cambio climático y a la búsqueda de ecosistemas similares al originario, pero también a la reducción de su hábitat natural como consecuencia del cambio de los usos del suelo y, en particular, a la intensificación de la agricultura. En todo caso se trata de una especie colonizadora que tendrá que competir con la fauna autóctona y, en particular, con lobos y zorros. Y su asentamiento definitivo en España dependerá, entre otros factores, de las medidas que respecto del mismo se adopten en los otros países europeos en los que se ha detectado su presencia. Y, en particular, de si deciden protegerlo, cómo han optado por hacer en Alemania, o darles caza.

            No cabe duda de que la endogamia supone un problema grave para la biodiversidad y que el acorralamiento al que se somete a las especies animales que viven en libertad potencia los efectos de este problema. Tampoco me cabe duda de que si esas especies amenazadas por el hombre pudieran desplazarse libremente lo harían y esta amenaza desaparecería. Aunque resulta mucho más fácil para un cánido de hábitos nocturnos abandonar su hábitat natural y migrar hacia una Europa sin fronteras, que a un gran felino o a un úrsido de gran tamaño huir del Parque Nacional Kaziranga o de los bosques de bambú de las montañas Qinling.

            Por otro lado, no me quiero imaginar los efectos que provocaría el avistamiento de un tigre de Bengala en nuestro país, teniendo en cuenta la tendencia de alguna gente a confundir con cierta facilidad panteras negras con gatos asilvestrados y la proliferación de avistamientos de alien big cats en todo el mundo.

            Pero lo que parece claro es que el instinto de supervivencia obliga a cualquier especie animal, incluidos los humanos, a abandonar sus hábitats naturales en busca de un entorno menos hostil. Claro que, a priori, no es posible saber si ese nuevo entorno permitirá a la especie colonizadora aclimatarse o le resultará todavía menos habitable. Un año antes de que se avistara al primer chacal dorado vivo en España, se encontró el cadáver de otro que había sido atropellado cuando trataba de cruzar una carretera. Ambos eran individuos jóvenes que actúan como avanzadilla en la exploración de nuevos territorios y muchos de ellos no consiguen sobrevivir.

            Por otra parte, estos días he leído que un estudio publicado en la revista médica The Lancet el jueves pasado alerta de que la obesidad afecta a más de mil millones de personas en el mundo y que ya es la forma más común de malnutrición en la mayoría de países, tanto ricos como pobres, “con la notable excepción de los países del sur y sudeste de Asia y, para algunos grupos de edad y sexo, en el África subsahariana”.

            La lucha contra la malnutrición ha descuidado las consecuencias de una alimentación basada en productos ultraprocesados y baratos que tienen un efecto devastador sobre la salud de las personas, que no tiene un origen genético ni se manifiesta en el cambio de pigmentación, pero si en el sobrepeso, y que es consecuencia de una industria alimentaria que maximiza sus beneficios a costa de la salud de los consumidores más humildes.

            Es comprensible que las víctimas de la globalización intenten huir de un entorno que, además de no garantizarles la supervivencia, amenaza con deteriorar su salud y la de sus hijos de manera irreversible. Y, en ese viaje, necesariamente, los exploradores han de ser individuos jóvenes y audaces, dispuestos a arriesgar su vida en el intento de colonizar otros territorios, para facilitar la migración, en el futuro, de otros miembros de su especie.

En nuestra mano está protegerlos o darles caza. Pero, quizá, puesto que pertenecemos a su misma especie, nuestra propia supervivencia dependa de que seamos capaces de brindarles una oportunidad. De lo contrario, tal vez algún día, la endogamia, y a lo mejor también el consumo caprichoso de comida procesada, nos convierta en ejemplares de piel dorada pero en franco declive, y nos haga degenerar como individuos, enfermar y morir víctimas de nuestra propia decadencia.

De lo contrario, tal vez, algún día, dentro de mucho tiempo, en lugar de un ejército en formación de batalla, el suelo recuperado por los bosques ancestrales termine cobijando a varios metros de profundidad una comunidad de ejecutivos rollizos, orondos oficinistas y gamers rechonchos, mientras sobre sus cabezas los chacales tratan de sacar adelante una camada de jóvenes cachorros.

domingo, 25 de febrero de 2024

El impostor

 

En algún momento de su vida, todo el mundo puede pensar que es un impostor. Y, puede ser que sólo sufra el síndrome del mismo nombre. Pero también cabe la posibilidad de que, efectivamente, lo sea.

Al respecto, recuerdo la acalorada reacción de Amy Farrah Fowler, el personaje de la serie Big Bang Theory, cuando los dos científicos que les disputan a ella misma y a Sheldon Cooper el Nobel de física, confiesan, con una mezcla de burla y cinismo, que se sienten como unos impostores. A lo que ella replica indignada que alguien que es un impostor no puede tener el síndrome del impostor.

Así que supongo que esa es la cuestión, cuando nos sentimos un fraude, puede ser debido al síndrome o al hecho de que, sencillamente, lo seamos.

A veces, cuando voy corriendo por ahí con alguno de los cortavientos de los tres maratones en los que he participado, me siento un poco así. Primero porque, en esas tres ocasiones, apenas pude completar el recorrido en menos de cuatro horas, y además  hace ya tiempo que no corro distancias tan largas, y me da por pensar que cualquier corredor de los que me cruzo por el camino, si me pusiera a prueba, podría darme un buen repaso. Pero entonces me acuerdo de que el color del cortavientos cambia cada año. Así que, por el pigmento de los míos, se puede saber la edición de la carrera en la que participé y colocarme en el escalafón de los corredores veteranos. Esos que han conocido tiempos mejores y a los que el dolor de las rodillas les recuerda quienes son en realidad.

Otras veces, cuando llevo puesta la toga y se me acerca algún ciudadano de a pie preguntándome respetuosamente por la sala de vistas en la que celebra tal o cual juzgado de lo penal, pienso que es posible que esa persona, a la que probablemente alguien ha traído hasta allí contra su voluntad, me considere un experto en leyes digno de consideración, cuando, en realidad, la mayor parte del tiempo, tengo la sensación de que cualquier ciudadano que supiera expresarse correctamente podría exponer su causa ante un tribunal y conseguir que se le hiciera justicia, sin necesidad de contar con la intermediación de tipos como yo, a los que un entramado de normas ha convertido en una especie de gurús de un ordenamiento arcano y, en ocasiones, tan tenebroso como la tela de la que está hecha mi toga.

Pero la mayor de todas mis imposturas es la de subirme a un escenario y colocarme bajo los focos, aparentando formar parte de una banda, para tocar una línea de bajo sencillísima que, no obstante, me ha costado semanas ejecutar sin cometer ningún error. Aunque sé que, durante la actuación, en algún momento, meteré la pata.

Y luego están las conversaciones con amigos y conocidos, en los que uno trata de dar la impresión de que es un tipo respetuoso, cultivado e inteligente, que no se deja llevar por los instintos ni las pasiones. Pero temiendo que un día me pille con la guardia baja y mi subconsciente se asome al exterior y me haga quedar como un ordinario o un patán. (Ay Hyde, no te ofendas. Me caes bien, pero tu franqueza no siempre es bien percibida por los Jekyll de este mundo).

Y es que, en mayor o menor medida, todos somos unos impostores. Y este mundo una farsa o un baile de máscaras en el que cada cual representa su papel lo mejor que sabe y puede.

Todos tenemos una o varias máscaras que usamos a diario por diferentes motivos. En mi caso, tengo tres cortavientos de colores con los que protegerme del aire invernal y, de paso, mandar un mensaje a quien podría tener la tentación de juzgar mi técnica como corredor o mi ritmo de carrera. También me pongo una toga entre cuyos pliegues se disimulan, no siempre con éxito, los puntos débiles de una defensa que, a veces, flaquea y otras duda de los argumentos que la sustentan. Y, para subirme al escenario he adoptado múltiples indumentarias que distrajeran al auditorio de las carencias del músico que, en esos momentos, aparento ser y que no soy en realidad.

Pero, a veces, también sucede que tras la máscara se esconde un rostro que creemos que podría repeler a la mayoría de los que osaran mirarlo de frente. Y, entonces, pensamos que tal vez lo mejor sea ocultarlo detrás de un antifaz para poder acercarse a los demás sin experimentar el rechazo que provoca el miedo. Tal vez entonces la impostura cobra un significado distinto, al intentar ocultar nuestra fragilidad, la materia sensible de la que estamos hechos, la piel que recubre un cuerpo mortal y vulnerable.

Hay que ser muy valiente para mostrar el rostro en la batalla. Siempre parece mejor idea ocultarlo tras la visera, aun arriesgándose a perder visión y, en la refriega, confundir amigos y enemigos. Pero también para evitar ser desfigurado y tener nuevos motivos para recurrir a una máscara.

Si, el mundo está lleno de impostores. Pero, probablemente, cada uno tiene sus motivos para haberse convertido en un impostor. Y, a veces, es el hecho de no creernos merecedores de ocupar un lugar en ese mundo, de considerarnos unos intrusos en nuestra propia existencia, unos extraños entre nuestros semejantes, alguien que no ha sido invitado a la fiesta, lo que nos convierte en simuladores y también puede convertir nuestra vida en un simulacro.

Así que, discrepo Amy Farrah Fowler, un impostor sí puede tener el síndrome del impostor, aunque su impostura no deje ver a primera vista las razones que le hicieron esconderse detrás de una máscara.