Más
tarde o más temprano, la verdad se abre camino. Y, cuando eso sucede, solo hay
una cosa que denigra más, sí cabe, a los autores de una fechoría, de un
comportamiento indigno o de un crimen, y es el vano intento de ocultar lo
evidente. La inútil resistencia a que la luz, que se cuela hasta el último
rincón, deje de mostrar hasta la última evidencia de ese hecho ignominioso, enseñando
lo que nadie se imaginaba, lo que algunos ya intuían o lo que era un secreto a
voces. Y es que todo el mundo puede equivocarse, pasarse de listo, meter la
mano en la caja, cometer un delito o encubrirlo, pero, con todo, al final del
camino, cuando ya todas las cartas están sobre la mesa, boca arriba, al
negligente, al tramposo, al delincuente, al criminal, les queda una última
oportunidad, no para redimirse, pero sí para asumir las consecuencias de sus
actos. Ese es el primer paso, necesario aunque no suficiente, para, luego,
pedir perdón sinceramente y quizá, al final, obtener clemencia.
Se
puede haber distraído cremas de una tienda en un centro comercial, falseado un
currículum, obtenido una titulación universitaria sin ir a clase ni superar una
sola prueba de aptitud, ocultado dinero al fisco, blanqueado capitales,
malversado caudales públicos, prevaricado, cobrado sistemáticamente comisiones
para adjudicar contratos también públicos, financiado ilegalmente un partido
político durante lustros, e incluso no haber querido enterarse durante todo ese
tiempo de lo que estaba pasando alrededor de uno; pero cuando las cámaras de
seguridad dan fe de lo ocurrido, cuando los sumarios se acumulan encima de la
mesa, cuando los autores se encuentran en prisión preventiva desde hace meses,
o años, y cuando los fallos judiciales se multiplican abundando en la
constatación de los hechos, negar esos hechos convierte a sus autores, no en
unos sinvergüenzas (ya lo eran antes de que empezaran a acumularse las evidencias),
sino en unos cínicos.
Aunque,
bien pensado, este tipo de comportamiento empieza a resultar extrañamente
familiar. Los deportistas acusados de doparse, agotarán hasta la última
instancia antes de reconocer que ganaron carreras o conquistaron trofeos a
partir de una ventaja ilícita. Cuando un estudiante sea sorprendido in fraganti
copiando en un examen, negará la mayor. Sí un desempleado percibe prestaciones
simulando una relación laboral, aunque quedé acreditado que no había centro de
trabajo, que no se desarrolló actividad alguna, que no se percibió un salario,
dirá que fue víctima de un engaño, pero que él no ha engañado a nadie. Sí un
individuo depravado es acusado de violación, dirá que la víctima no expresó, de
manera inequívoca, su falta de consentimiento.
Y
esa negativa sistemática a reconocer los hechos, esa proclamación a ultranza de
la propia inocencia, aunque las presunciones hayan dejado de serlo y las
pruebas en contra del reo sean abrumadoras, impide que se pueda pedir perdón,
sencillamente y dejando aparte la falta de arrepentimiento, porque no hay nada
por lo que disculparse. Todo son interpretaciones, palabras sacadas de
contexto, tergiversaciones de los hechos, campañas mediáticas, conspiraciones,
linchamientos. Y, entre tanto ruido, es imposible escuchar un simple ‘me
equivoqué’, o ‘lo siento’, un reconocimiento de la propia responsabilidad,
aunque sea con la boca pequeña.
Y
es que, para reconocer esos hechos que sabemos que no merecen reconocimiento
alguno, para aparecer ante la opinión pública o, en general, ante los demás, y
también ante uno mismo, sin máscara, despojado de la presunción de inocencia,
de los laureles de una victoria conseguida en buena lid, de los ropajes de un
prócer de la patria, de la indumentaria propia de un ciudadano honrado, y
vestir la de un reo convicto y confeso, hace falta una especie de dignidad que,
a veces, se da entre algunos delincuentes, y la honestidad de reconocer que se
fue autor de un comportamiento errado o, precisamente, deshonesto.
Pero
el valor necesario para dar ese paso adelante y la honestidad, que muchas veces
no es más que una forma de valor, no son, frecuentemente, cualidades
compartidas y, desde luego, es difícil encontrarlas entre quienes no se han
caracterizado por observar un comportamiento ejemplar. Entre estos últimos es más
frecuente el engaño, la simulación y el encubrimiento, a los que se suma la vana
esperanza de que, algún día, las faltas caigan en el olvido y se perdonen los
delitos sin necesidad de reconocer los hechos ni, mucho menos, pedir disculpas
por el comportamiento observado.
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