No
es fácil aguantar a pie firme cuando vienen mal dadas. Lo que apetece es
quitarse de en medio, esperar que remita el temporal, darse media vuelta y
salir corriendo y, si acaso, mirar hacia atrás y murmurar entre dientes algo en
descargo de uno mismo, antes de abandonar el campo de batalla, el ring o la
tribuna, que solo puedan escuchar los más allegados y, si no hay más remedio,
los más cercanos testigos de la derrota.
Y
es que la derrota es un plato amargo, y da lo mismo que se sirva frío o
caliente, a la hora del desayudo, de la comida o de la cena. Nadie quiere
perder, pero todo el que juega sabe que puede hacerlo; debiera ser consciente
de que alguna vez perderá, al principio o al final, o a mitad de la partida.
Puedes vender cara tu derrota, pero, cuando termine la cuenta, no serás tú el
que permanezca en pie y el resultado será inapelable.
Aun
así, siempre puede uno retirarse ordenadamente, sin perder los papeles, sin
ceder terreno si no es obligado por las circunstancias, sin bajar la guardia ni
la cabeza, sin cerrar los ojos ni negarse a escuchar los abucheos. Duele,
porque la lluvia de golpes arrecia y siempre hay quien aprovecha para escupir
en la dirección del viento, para tomarse cumplida venganza de un agravio
pasado, mostrar su desdén o regodearse en la suerte adversa del enemigo caído.
Cuando suspendí el
segundo ejercicio de la última convocatoria de las oposiciones a juez a la que
me presenté, después de cuatro años de preparación, tuve que ir a trabajar al
día siguiente. No tenía muchas ganas, porque sabía que mi aventura había
terminado y mi futuro profesional se me antojaba incierto. Cuando cesé como
director provincial, tuve que quedarme dos largos meses, en un despachito, sin
expectativa alguna de ocupar otro puesto ni a corto ni a medio plazo, rodeado
de empleados que, ya siendo director, me habían mostrado su hostilidad, que
ahora lo hacían abiertamente, que no me saludaban cuando se cruzaban conmigo
por el pasillo o en la escalera. Y son solo dos ejemplos. No es fácil perder y
difícil lidiar con las consecuencias de la derrota.
Quedarse
hasta el final de la partida, aguantar en el campo cuando se va por debajo en
el marcador y el tiempo juega en contra de uno, no tirar la toalla y esperar el
veredicto de los jueces, seguir corriendo cuando ya no se puede ganar, cuesta
mucho y, cuando todo ha acabado, es difícil encontrar consuelo. Pero, a la
mañana siguiente, cuándo van pasando las horas, aunque todavía el humo escape
dolorosamente de las cenizas, con el transcurso de los días, a veces, de las
semanas, los meses o los años, también
se recuerda a los que supieron mantener la dignidad en las horas más amargas.
A
la arrogancia del vencedor siempre se puede oponer la dignidad de los vencidos.
Permanecer de pie esperando el golpe postrero es siempre mejor que caer de
bruces alcanzado por la espalda mientras se huía desordenadamente.
Además, cuando declinan
los imperios, cuando caen las ciudades después de un asedio prolongado, cuando
los ejércitos abandonan el campo de batalla, los que se quedan atrás para
sofocar las llamas, guardar la retaguardia o tratar de contener a la horda
invasora, merecen siempre un reconocimiento, aunque su sacrificio haya sido en
vano.
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