viernes, 27 de agosto de 2021

El Expreso de Leningrado y la Flecha de Jarrow

 

            Este verano, por primera vez en mucho tiempo, he estado siguiendo las olimpiadas, si bien de forma dispersa y sin andar muy pendiente de los horarios de retransmisión de las distintas competiciones. Cuando por la mañana me levantaba de la cama y antes de desayunar, al volver de la playa con el bañador todavía mojado o a la hora de comer si hacía mucho calor para quedarse en la terraza, ponía la televisión y me pasaba un rato viendo distraídamente el desarrollo de cualquier evento, que lo mismo podía ser un partido de waterpolo femenino, que una competición de gimnasia deportiva o un combate de boxeo.

            En los veranos de mi infancia y también de mi adolescencia, solía interesarme por el desarrollo de los juegos olímpicos y otras competiciones deportivas y, a falta de una propuesta más interesante, podía pasarme toda la tarde siguiendo una retrasmisión en blanco y negro de los campeonatos del mundo de natación o del campeonato de Europa de atletismo en pista cubierta. En aquella época ponía mayor interés y acababa familiarizándome con el nombre de los competidores y sabiendo qué potencias dominaban en cada disciplina.

El recuerdo más remoto que tengo data de las olimpiadas de Montreal de 1976, que siempre quedará asociado en mi memoria a la imagen de una niña de gesto serio, casi enfurruñado, una jovencísima gimnasta rumana llamada Nadia Comăneci; y también a la piragua del equipo español de K4, deslizándose como un cuchillo sobre el agua cristalina de un lago canadiense sin nombre para conseguir la medalla de plata en un final apretadísimo, sólo superada en la última palada por la tripulación de la entonces todopoderosa CCCP.

            De aquellos años me acuerdo de nombres míticos como Vladímir Sálnikov, un poderoso nadador soviético, al que apodaban el ‘Expreso de Leningrado’, que en la prueba de 1.500 metros libres le sacaba media piscina al segundo clasificado, o Rafael Escalas, que en esa distancia durante las olimpiadas de Moscú de 1980, conquistaron la medalla de oro y un meritorio sexto puesto, respectivamente. También recuerdo gimnastas como Yuri Korolev, Li Ning (último portador de la antorcha en las olimpiadas de Pekín de 2008) o Fei Tong, capaces de acrobacias imposibles levitando sobre el caballo con arcos, de hipnotizar a la audiencia con sus evoluciones a una sola mano en la barra fija o de parar el tiempo en el ejercicio de anillas.

            Pero, de todos esos eventos, el que me dejó más huella fue la final atlética de 1.500 metros de la olimpiada de Los Ángeles de 1984, en la que José Manuel Abascal, con un cambio de ritmo demoledor a 400 metros de la meta, consiguió la medalla de bronce, superado tan sólo por los corredores británicos Stephen Cram (la ‘Flecha de Jarrow’) y el legendario Sebastian Coe. En aquella final también participó Steve Ovett, otro atleta británico legendario y el máximo rival de Coe sobre la pista. Después de ver aquella carrera, y mucho antes de que se estrenara Carros de Fuego, me quedé fascinado por la estética del atletismo, las formas elegantes de los mediofondistas ingleses y el extenuante sabor de la gloria conquistada dolorosamente sobre el tartán por aquellos atletas extraordinarios.

            Por aquel entonces mi padre decía que las olimpiadas eran un circo en el que los participantes, en lugar de exhibir cuerpos atléticos, no eran más que un hatajo de seres deformados por la práctica abusiva de una disciplina que les había llevado a desarrollarse de forma antinatural. Y que, para ilustrar sus afirmaciones, ponía como ejemplo a los corpulentos lanzadores de peso, los patilargos saltadores de altura o las nadadoras de la Alemania del Este.

De estas últimas, no sé porqué, me viene a la mente Ulrike Richter, una nadadora portentosa, que, en mi memoria y con independencia del estilo y de la distancia, aparece siempre en las calles centrales de la piscina, con su cuerpo de valkiria propulsándose a toda velocidad y obligando a sus competidoras a debatirse infructuosamente en la estela que iba dejando a su paso; que, cuando después de completar el último largo, tocaba el muro, se daba la vuelta y se quitaba el gorro y las gafas, con el agua a la altura de los hombros, mostraba un rostro aniñado y una sonrisa angelical.

            A pesar de la visión alternativa que me mostró mi padre sobre los deportistas olímpicos y aún a riesgo de desarrollar desmesuradamente los músculos dorsales de mi espalda, mucho tiempo después de dejar de ver las olimpiadas, quise mejorar mi estilo cómo bañista apuntándome a un curso de natación en horario nocturno en una piscina cubierta que no quedaba demasiado lejos de mi casa. Aunque, al poco tiempo y viendo que, pese a mis esfuerzos, no conseguía emular al Expreso de Leningrado, terminé guardando mi gorro de goma y el bañador de competición en el fondo de un cajón, y no volví a visitar una piscina hasta que decidimos llevar a mis hijas para que desde niñas aprendieran a nadar. Tampoco en su caso, la experiencia duró demasiado, a pesar de que ellas no podían sentirse intimidadas por figuras comparables a Vladimir Salnikov, cómo las portentosas nadadoras de la República Democrática Alemana, a las que, por otro lado, sólo se parecían en la forma de sonreir cuando las recogía cada tarde después de terminar la clase y venían corriendo a mi encuentro dando saltitos con sus bañadores de lycra y sus gorros de colorines.

            Algún tiempo después de salir de la piscina, las apuntamos a clases de gimnasia rítmica, disciplina que se les daba bastante bien y en la que conquistaron varias medallas, fruto de su participación en campeonatos infantiles. Me acuerdo de la elegancia natural con la que se movía mi hija mayor, de su gesto concentrado durante el ejercicio, y de la extraordinaria elasticidad de mi hija pequeña y su sonrisa mellada sujetando la medalla y enseñándosela a la cámara fotográfica de su orgulloso padre. Y algo más tarde los tres aprendimos a montar a caballo y a jugar al horseball. Pero, en todos los casos, pasado un tiempo, perdieron interés y terminaron arrumbando sus bonitos mallots de gimnasia y también las botas y los cascos de equitación, que reposan en algún otro cajón junto con los gorros de silicona y las gafas de natación.

            Supongo que su interés por estas actividades duró el tiempo en que les pareció algo divertido, un juego al que les apetecía jugar. Y es que, probablemente, el juego es la mejor manera de iniciarse en cualquier actividad deportiva. Por el contrario, a veces, cuando la diversión deja paso a la obsesión por ganar y el afán competitivo se lleva demasiado lejos, los resultados que se consiguen son lo contrario de los que se supone que debe reportarnos una actividad física saludable.

            No obstante, recientemente he leído un consejo para no aburrirse de hacer ejercicio y claudicar ante el sacrificio que supone vencer nuestra tendencia natural a la holganza. Consistiría en regocijarse ante la capacidad que tiene nuestro cuerpo para hacer cosas extraordinarias y aparentemente tan sencillas como saltar, correr o nadar. Y la verdad es que ver las evoluciones en la pista, en el tapiz o en la piscina de aquellos hombres y mujeres jóvenes impulsados por una energía y una fuerza casi sobrenaturales, me producía verdadero asombro. También me acuerdo de que, en aquella época, quería parecerme a ellos, imitarlos, ser como ellos.

Pero tuvo que pasar mucho tiempo para que un día, antes del amanecer, yo empezase otra vez a correr trabajosamente. La semana anterior me había puesto a prueba lanzándome a recorrer desbocadamente una distancia que no excedería de los 800 metros. Cuando le había dado una vuelta al parque que hay enfrente de mi casa, el corazón se me salía del pecho y, probablemente, mi aspecto distaba mucho del de un elegante mediofondista inglés. Aquella experiencia no fue divertida ni satisfactoria a ningún nivel, pero me hizo acordarme de la primera vez que intenté hacer deporte después de dejar el instituto. Le dije a mi madre que me despertara temprano, me puse un pantalón corto y una camiseta y salí a correr por el barrio, que a esa hora parecía desolado. Estaba nublado, hacía frío y corría deprisa para entrar cuanto antes en calor. Me cansé de recorrer las calles solitarias teniendo que pararme en cada semáforo, así que terminé transitando por una zona despoblada, en la que los árboles flanqueaban una carretera secundaria. Pasé junto a un viejo que llevaba un atijo en la mano, y caminaba despaciosamente acompañado por un perro pequeño y cascarrabias. Al llegar a su altura, el perro ladró furiosamente y se vino detrás de mí un trecho. Volví a casa al cabo de un rato, no muy cansado pero tampoco demasiado satisfecho con la experiencia y, aun así, con la intención de repetir al día siguiente, pero me faltó la voluntad.

Tardé todavía más en recobrar esa voluntad, y si lo hice fue después de encontrar mis propias razones para correr, que ya no tienen que ver con el juego, pero tal vez sí con el hecho de que, cuando corro y he superado los primeros kilómetros, dejándome llevar por la inercia del camino aprendido, de vez en cuando, tal vez no muy a menudo, el leve asombro de la ingravidez reconquistada se sobrepone a la fatiga y todavía es capaz de hacer que quiera correr más lejos, batir la tierra con más fuerza en cada zancada, tratar de volar más alto, como la Flecha de Jarrow.

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