domingo, 20 de febrero de 2022

Dismorfia

 

Dicen que para compensar una mala crítica necesitamos recibir al menos cinco valoraciones positivas. El problema es que cualquiera que tenga que salir al mundo para mostrar sus capacidades está más expuesto a las críticas que a las alabanzas, especialmente cuando los detractores se multiplican como consecuencia de la visibilidad que proporcionan las redes sociales. Paradójicamente, las críticas más descarnadas provienen de gente que tiene una escasa consideración de sí misma y que trata de aliviar su malestar arremetiendo contra quien aparentemente ha triunfado donde ellos fracasaron.

No obstante, es mucho peor no valorarse uno mismo que no ser valorado por los demás, porque, al fin y al cabo, que los demás consideren que uno es un haragán o que no se esfuerza lo suficiente o que se deja llevar por la corriente chapoteando de forma indolente en el mar de la mediocridad, no tiene porqué dañar la autoestima, sobre todo si uno sabe que esa imagen que los demás tienen de él no se corresponde con la realidad o, sencillamente, lo que piensen los demás le trae sin cuidado.

A propósito de esto, hace poco se ha acuñado un nuevo término para definir una afección que impide a quien la padece valorar sus propios logros profesionales y que puede desembocar en un estado de ánimo que combina a partes iguales el síndrome del impostor, la sensación de estar quemado en el trabajo e incluso los ataques de ansiedad. Se conoce como ‘dismorfia de la productividad’ y puede afectar a personas con una trayectoria laboral aparentemente exitosa pero incapaces de saborear su propio éxito.

Y es que, sin duda, el juez más implacable es el que, en vez de con una toga, se viste con nuestra propia piel y no tiene ningún escrúpulo en despellejarnos para investirse de esa dignidad. Y de ese juzgador no es fácil escapar porque conoce nuestra historia y nuestras debilidades y además puede mostrarse implacable en su veredicto.

Por otro lado, en Estados Unidos se está viviendo un fenómeno inédito que se ha llamado ‘la gran dimisión’. Y es que, pasados los momentos más críticos de la pandemia, en ese país un número ingente de trabajadores ha decidido abandonar voluntariamente sus empleos para iniciar una nueva trayectoria profesional, huyendo con frecuencia de trabajos extenuantes y también frecuentemente mal retribuidos, que no obstante les impedían canalizar su tiempo y su energía en cualquier otra dirección. Algo que los confinamientos decretados por las autoridades han puesto de manifiesto como una especie de súbita revelación.

Se podría pensar que esa decisión de abandonar el puesto de trabajo podría ser un remedio radical pero a la par eficaz para la dismorfia de la productividad. Si alguien no se siente realizado en su trabajo, si se considera un impostor o se ha vuelto incapaz de valorar su propia trayectoria profesional, puede liberarse de su frustración huyendo de ese empleo alienante y empezando de nuevo en otro lugar. Pero la cuestión es que también puede haber decenas de miles de personas que hayan tomado esa misma decisión, dejando vacantes trabajos igualmente extenuantes, que pueden ser los únicos disponibles para el resto de dimisionarios.

No cabe duda de que somos algo más que el trabajo que desempeñamos, aunque esa actividad que puede resultar tan poco estimulante ocupa más tiempo que cualquier otra de las que realizamos diariamente. Pero la cruda realidad es que hay muchas posibilidades de que ese trabajo capaz de motivarnos lo suficiente no esté vacante o todavía no exista, con lo cual también cabe la posibilidad de que no nos quede más remedio que seguir dedicando una gran parte de nuestro tiempo a una actividad profesional que no nos apasione.

Por eso es necesario encontrar el equilibrio entre lo que nos gusta y lo que necesitamos. Porque, después de todo, a nadie le gustan los madrugones, ni los atascos, ni los jefes, ni las órdenes, los cuadrantes o los objetivos, pero hay que convivir con ellos, cómo en otras épocas ha sido necesario convivir con la climatología adversa, con un medio hostil o con otros depredadores.

Porque, al final, el trabajo es trabajo. Y si nos pagan por trabajar, debe ser porque si no nos pagaran no dedicaríamos ni un minuto de nuestro valioso tiempo a esa actividad. También es posible que no haya muchos trabajos diferentes del que uno tiene que pueda desempeñar con solvencia. Pero si hay distintas formas de afrontar ese trabajo y tal vez ahí sea donde radique la diferencia, dado que con frecuencia la forma en que nos enfrentamos a nuestros quehaceres cotidianos puede hacer de ellos algo odioso y frustrante o, por el contrario, llevadero e incluso satisfactorio. Así que, aunque no siempre, después de todo muchas veces está en nosotros la posibilidad de superar la dismorfia sin necesidad de dimitir de nuestras obligaciones.

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