Dicen que para compensar una mala crítica
necesitamos recibir al menos cinco valoraciones positivas. El problema es que
cualquiera que tenga que salir al mundo para mostrar sus capacidades está más
expuesto a las críticas que a las alabanzas, especialmente cuando los
detractores se multiplican como consecuencia de la visibilidad que proporcionan
las redes sociales. Paradójicamente, las críticas más descarnadas provienen de
gente que tiene una escasa consideración de sí misma y que trata de aliviar su
malestar arremetiendo contra quien aparentemente ha triunfado donde ellos
fracasaron.
No obstante, es mucho peor no valorarse
uno mismo que no ser valorado por los demás, porque, al fin y al cabo, que los
demás consideren que uno es un haragán o que no se esfuerza lo suficiente o que
se deja llevar por la corriente chapoteando de forma indolente en el mar de la
mediocridad, no tiene porqué dañar la autoestima, sobre todo si uno sabe que
esa imagen que los demás tienen de él no se corresponde con la realidad o, sencillamente,
lo que piensen los demás le trae sin cuidado.
A propósito de esto, hace poco se ha
acuñado un nuevo término para definir una afección que impide a quien la padece
valorar sus propios logros profesionales y que puede desembocar en un estado de
ánimo que combina a partes iguales el síndrome del impostor, la sensación de
estar quemado en el trabajo e incluso los ataques de ansiedad. Se conoce como
‘dismorfia de la productividad’ y puede afectar a personas con una trayectoria
laboral aparentemente exitosa pero incapaces de saborear su propio éxito.
Y es que, sin duda, el juez más implacable
es el que, en vez de con una toga, se viste con nuestra propia piel y no tiene
ningún escrúpulo en despellejarnos para investirse de esa dignidad. Y de ese
juzgador no es fácil escapar porque conoce nuestra historia y nuestras
debilidades y además puede mostrarse implacable en su veredicto.
Por otro lado, en Estados Unidos se está
viviendo un fenómeno inédito que se ha llamado ‘la gran dimisión’. Y es que,
pasados los momentos más críticos de la pandemia, en ese país un número ingente
de trabajadores ha decidido abandonar voluntariamente sus empleos para iniciar
una nueva trayectoria profesional, huyendo con frecuencia de trabajos
extenuantes y también frecuentemente mal retribuidos, que no obstante les
impedían canalizar su tiempo y su energía en cualquier otra dirección. Algo que
los confinamientos decretados por las autoridades han puesto de manifiesto como
una especie de súbita revelación.
Se podría pensar que esa decisión de abandonar
el puesto de trabajo podría ser un remedio radical pero a la par eficaz para la
dismorfia de la productividad. Si alguien no se siente realizado en su trabajo,
si se considera un impostor o se ha vuelto incapaz de valorar su propia
trayectoria profesional, puede liberarse de su frustración huyendo de ese
empleo alienante y empezando de nuevo en otro lugar. Pero la cuestión es que también
puede haber decenas de miles de personas que hayan tomado esa misma decisión, dejando
vacantes trabajos igualmente extenuantes, que pueden ser los únicos disponibles
para el resto de dimisionarios.
No cabe duda de que somos algo más que el
trabajo que desempeñamos, aunque esa actividad que puede resultar tan poco
estimulante ocupa más tiempo que cualquier otra de las que realizamos diariamente.
Pero la cruda realidad es que hay muchas posibilidades de que ese trabajo capaz
de motivarnos lo suficiente no esté vacante o todavía no exista, con lo cual
también cabe la posibilidad de que no nos quede más remedio que seguir
dedicando una gran parte de nuestro tiempo a una actividad profesional que no
nos apasione.
Por eso es necesario encontrar el
equilibrio entre lo que nos gusta y lo que necesitamos. Porque, después de
todo, a nadie le gustan los madrugones, ni los atascos, ni los jefes, ni las órdenes,
los cuadrantes o los objetivos, pero hay que convivir con ellos, cómo en otras
épocas ha sido necesario convivir con la climatología adversa, con un medio
hostil o con otros depredadores.
Porque, al final, el trabajo es trabajo. Y
si nos pagan por trabajar, debe ser porque si no nos pagaran no dedicaríamos ni
un minuto de nuestro valioso tiempo a esa actividad. También es posible que no
haya muchos trabajos diferentes del que uno tiene que pueda desempeñar con solvencia.
Pero si hay distintas formas de afrontar ese trabajo y tal vez ahí sea donde
radique la diferencia, dado que con frecuencia la forma en que nos enfrentamos
a nuestros quehaceres cotidianos puede hacer de ellos algo odioso y frustrante
o, por el contrario, llevadero e incluso satisfactorio. Así que, aunque no
siempre, después de todo muchas veces está en nosotros la posibilidad de
superar la dismorfia sin necesidad de dimitir de nuestras obligaciones.
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