Después
de concentrar durante semanas un enorme contingente de tropas en la frontera
con su vecino, hace dos semanas que Rusia lanzó una ofensiva sobre Ucrania,
apresurándose a calificar como ‘operación
militar especial’ lo que, vulnerando todas las normas de derecho
internacional que regulan el uso de la fuerza, constituye una invasión en toda
regla de un estado soberano, a pesar de los esfuerzos diplomáticos por
encontrarle amparo en algún artículo de la Carta de Naciones Unidas.
Se llame como se llame, la acción armada ha
sido condenada por la comunidad internacional, y tan solo ha obtenido el apoyo
de Bielorrusia, Corea del Norte, Siria y Eritrea.
No
obstante, esta falta de adhesiones a la causa rusa no ha disuadido a Putin de
culminar sus planes so pretexto del riesgo que supone para su país un eventual
ingreso de Ucrania en la OTAN. Lo cierto es que cuesta trabajo entender que
Ucrania no cejase en su empeño por integrarse en esta organización, aun a
riesgo de sufrir la invasión de su territorio. Aunque, vistas las cosas desde
la perspectiva actual, tal vez la ratificación del Tratado del Atlántico Norte
podría verse como la estrategia más útil para disuadir a su vecino ruso de
traspasar sus fronteras.
Después
de especular mucho sobre la posibilidad de que Rusia se atreviese a dar el
paso, durante algunos días el mundo ha contenido el aliento, temiendo que el
ejército ruso pasase como un rodillo sobre Ucrania. Pero la ofensiva no se ha
desarrollado conforme se preveía inicialmente, con una secuencia de bombardeos
de gran intensidad y corta duración seguida de una invasión de fuerzas
acorazadas; sino con un despliegue terrestre de tropas que ha puesto cerco a
las principales ciudades y avanza a una velocidad mucho menor de la esperada
hacia la capital. Lo que probablemente tiene mucho que ver con el aspecto
mediático del conflicto y la necesidad de salvaguardar una imagen de
contención.
Y,
mientras se multiplican las sanciones y medidas de carácter económico, también
se suceden en una cascada creciente las amenazas del Kermlin dirigidas incluso
a países como Suecia o Finlandia por si se les ocurriera a ellos también
solicitar su ingreso en la OTAN y, al propio tiempo, Europa tiembla de miedo
ante la posibilidad de que la interrupción del suministro de gas la haga
tiritar también de frío.
Con
todo, lo que más llama la atención son algunas de las reacciones al conflicto,
desde la política de apertura de fronteras, ahora que los refugiados son de
piel blanca, pelo rubio y ojos azules, a las manifestaciones multitudinarias
frente a la tradicional indiferencia ante las consecuencias de otros conflictos
que no hace mucho tiempo desgarraron países y produjeron un éxodo masivo de su
población, que a día de hoy permanece confinada en vergonzosos campamentos de
refugiados o ha sido abandonada a su suerte en algún lugar sin nombre al otro
lado de nuestras fronteras.
Pero,
transcurridos unos días, los efectos de aislar a la economía rusa empiezan a
pasar factura también a los países occidentales. Así, entre otros daños
colaterales al conflicto, la flota pesquera tiene que quedarse amarrada en
puerto por la subida del coste del gasoil, el precio de los cereales se dispara
y la caída de las exportaciones golpea a los diversos sectores productivos. Además
se anuncia una subida generalizada de los precios y los más precavidos empiezan
a almacenar aceite de girasol y otros productos ante un eventual
desabastecimiento de bienes de primera necesidad, todo lo cual empieza a
hacernos conscientes del precio de la solidaridad, cuando no basta con
desprenderse de la ropa usada o los juguetes viejos.
Y
en mitad de la refriega, el Alto representante de la Unión Europea para Asuntos
Exteriores y Política de Seguridad incendia twitter al tener la ocurrencia de
pedir a la ciudadanía que reduzca el uso de la calefacción en sus casas, dada
la dependencia que tiene Europa occidental del gas ruso. Ahora bien, frente a
esta petición, los ciudadanos se han manifestado con rotundidad en el sentido
de que no están dispuestos a ducharse con agua templada ni a reducir un solo
grado la temperatura de sus confortables hogares. Hasta ahí podíamos llegar y
hasta ahí llega la solidaridad de occidente con el pueblo ucraniano, al que
ahora que el viento frío que viene del este empieza a colarse por las rendijas
de las ventanas de nuestras casas, tal vez empecemos a ver con menos simpatía y
a esta guerra desgraciada tal vez como una guerra demasiado lejana.
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