Últimamente hemos estado viendo en casa una serie de televisión que narra con buenas dosis de humor las peripecias de los compañeros de trabajo de una oficina. Las situaciones que se producen pueden ser de lo más absurdo y al mismo tiempo hilarante, pero aún así los guionistas demuestran conocer bastante bien los pequeños acontecimientos que jalonan la vida de quienes comparten ese espacio físico que es la oficina (de hecho, la serie se titula así, the office), y todo el que haya trabajado en una es fácil que se sienta familiarizado con algunas de las cosas que suceden en un lugar de limitadas dimensiones pero en el que se puede llegar a pasar un considerable número de horas al cabo de la semana.
Yo
mismo he sido oficinista durante mucho tiempo, uno de esos empleados de cuello
blanco poco o nada familiarizado con el trabajo manual al que todo el mundo se
imagina sentado en una mesa frente a la pantalla de un ordenador, tramitando
expedientes, imprimiendo documentos o introduciendo guarismos en una base de
datos, en ese ámbito compartido en el que la jerarquía no existe o se encuentra
matizada por el hecho de que si hay algún jefe en la mesa de al lado no es un
jefe en el sentido estricto de la palabra, ya que de lo contrario tendría un
despacho que le permitiría tomar la distancia suficiente respecto de sus
subordinados.
Trabajar
en una oficina es un poco como ir al colegio. Hay compañeros que trabajan mucho
y otros que trabajan menos, incluso los hay que no trabajan nada, gente lista y
gente menos avispada, graciosos, pelotas, chivatos y muchísimos repetidores. De
hecho, esa es la gran diferencia entre una clase y una oficina, que hay
compañeros que parece que lleven allí toda la vida y que, por muy listos que
sean, no consiguen pasar de curso.
Cuando aterrizas en una
oficina por primera vez es como tu primer día de clase. Conoces al jefe, que
suele ser bastante más mayor que tú y que, algunas veces, podría pasar por un
viejo profesor o profesora, te presentan a tus compañeros y te dicen la mesa en
la que puedes sentarte.
No
sé cuándo me convertí en un repetidor. Pero un buen día dejé de ser el nuevo y
empecé a darme cuenta de que llevaba demasiado tiempo en la misma clase. Así
que supongo que, en algún momento de mi trayectoria profesional dejé de progresar
adecuadamente. Aun así, cada cierto tiempo, cambio de clase, pero últimamente al
entrar por la puerta del aula y ver las caras de mis nuevos compañeros, empiezo
a sospechar que tengo el aspecto de un alumno que ha repetido algún curso
anterior. Sin embargo, cuando la cuestión comienza a volverse verdaderamente peliaguda
es cuando empiezas a tener una edad cercana a la del maestro o incluso cuando
el maestro parece más joven que tú.
En mi dilatada experiencia como oficinista he
visto y me ha contado cosas dignas de aparecer en esa serie de televisión, como
concursos culinarios de tortillas de patatas con sujeción a unas bases con
arreglo a las cuales el jurado tenía que analizar desde el punto de sal hasta
el emplatado, pasando por otra media docena de aspectos a valorar; imposiciones
de bandas elaboradas con el papel de la máquina de calcular al empleado o
empleada de la semana; concursos de belleza organizados por las compañeras de
trabajo en las que se valoraba el atractivo de sus compañeros varones, ajenos a
un certamen al que nadie les había convocado, con una lista oficial en la que
aparecían clasificados los finalistas y que estuvo circulando durante días de
mesa en mesa; partidas de trivial pursuit
que se jugaban con un tablero artesanal de tamaño minúsculo que pudiera
esconderse en el cajón de la mesa si al jefe se le ocurría darse una vuelta; juegos
de mímica para adivinar películas; acertijos encriptados en aplicaciones y
bases de datos; oficinas tomadas por los ratones o que aparecían el lunes con los
papeles flotando sobre un palmo de agua; otras oficinas inteligentes en las que
los empleados que se quedaban a trabajar por la tarde tenían que levantarse
regularmente de su silla y ponerse a manotear y dar saltos para que volviera a
encenderse la luz; yonkis que utilizaban el servicio abierto para chutarse
durante el horario de atención al público; o empleados esquizofrénicos a los
que les daba por desnudarse en el lugar de trabajo cuando dejaban de tomar su
medicación.
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