viernes, 4 de febrero de 2022

La oficina

             Últimamente hemos estado viendo en casa una serie de televisión que narra con buenas dosis de humor las peripecias de los compañeros de trabajo de una oficina. Las situaciones que se producen pueden ser de lo más absurdo y al mismo tiempo hilarante, pero aún así los guionistas demuestran conocer bastante bien los pequeños acontecimientos que jalonan la vida de quienes comparten ese espacio físico que es la oficina (de hecho, la serie se titula así, the office), y todo el que haya trabajado en una es fácil que se sienta familiarizado con algunas de las cosas que suceden en un lugar de limitadas dimensiones pero en el que se puede llegar a pasar un considerable número de horas al cabo de la semana.

            Yo mismo he sido oficinista durante mucho tiempo, uno de esos empleados de cuello blanco poco o nada familiarizado con el trabajo manual al que todo el mundo se imagina sentado en una mesa frente a la pantalla de un ordenador, tramitando expedientes, imprimiendo documentos o introduciendo guarismos en una base de datos, en ese ámbito compartido en el que la jerarquía no existe o se encuentra matizada por el hecho de que si hay algún jefe en la mesa de al lado no es un jefe en el sentido estricto de la palabra, ya que de lo contrario tendría un despacho que le permitiría tomar la distancia suficiente respecto de sus subordinados.

            Trabajar en una oficina es un poco como ir al colegio. Hay compañeros que trabajan mucho y otros que trabajan menos, incluso los hay que no trabajan nada, gente lista y gente menos avispada, graciosos, pelotas, chivatos y muchísimos repetidores. De hecho, esa es la gran diferencia entre una clase y una oficina, que hay compañeros que parece que lleven allí toda la vida y que, por muy listos que sean, no consiguen pasar de curso.

Cuando aterrizas en una oficina por primera vez es como tu primer día de clase. Conoces al jefe, que suele ser bastante más mayor que tú y que, algunas veces, podría pasar por un viejo profesor o profesora, te presentan a tus compañeros y te dicen la mesa en la que puedes sentarte.

            No sé cuándo me convertí en un repetidor. Pero un buen día dejé de ser el nuevo y empecé a darme cuenta de que llevaba demasiado tiempo en la misma clase. Así que supongo que, en algún momento de mi trayectoria profesional dejé de progresar adecuadamente. Aun así, cada cierto tiempo, cambio de clase, pero últimamente al entrar por la puerta del aula y ver las caras de mis nuevos compañeros, empiezo a sospechar que tengo el aspecto de un alumno que ha repetido algún curso anterior. Sin embargo, cuando la cuestión comienza a volverse verdaderamente peliaguda es cuando empiezas a tener una edad cercana a la del maestro o incluso cuando el maestro parece más joven que tú.

             En mi dilatada experiencia como oficinista he visto y me ha contado cosas dignas de aparecer en esa serie de televisión, como concursos culinarios de tortillas de patatas con sujeción a unas bases con arreglo a las cuales el jurado tenía que analizar desde el punto de sal hasta el emplatado, pasando por otra media docena de aspectos a valorar; imposiciones de bandas elaboradas con el papel de la máquina de calcular al empleado o empleada de la semana; concursos de belleza organizados por las compañeras de trabajo en las que se valoraba el atractivo de sus compañeros varones, ajenos a un certamen al que nadie les había convocado, con una lista oficial en la que aparecían clasificados los finalistas y que estuvo circulando durante días de mesa en mesa; partidas de trivial pursuit que se jugaban con un tablero artesanal de tamaño minúsculo que pudiera esconderse en el cajón de la mesa si al jefe se le ocurría darse una vuelta; juegos de mímica para adivinar películas; acertijos encriptados en aplicaciones y bases de datos; oficinas tomadas por los ratones o que aparecían el lunes con los papeles flotando sobre un palmo de agua; otras oficinas inteligentes en las que los empleados que se quedaban a trabajar por la tarde tenían que levantarse regularmente de su silla y ponerse a manotear y dar saltos para que volviera a encenderse la luz; yonkis que utilizaban el servicio abierto para chutarse durante el horario de atención al público; o empleados esquizofrénicos a los que les daba por desnudarse en el lugar de trabajo cuando dejaban de tomar su medicación.

            Supongo que, con el tiempo, todo eso ha ido cambiando. Y a medida que he ido repitiendo cursos el espacio de trabajo ha terminado siendo poco más que eso. Pero todavía recuerdo con cierta nostalgia el tiempo en que era algo más, y creo que seguiré recordando a algunos de mis compañeros, como se recuerda a algunos compañeros de clase, a los amigos que lo habrían sido en cualquier otra parte pero que por puro azar estaban sentados en la mesa de al lado de la que estaba libre tu primer día de clase.

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