viernes, 18 de marzo de 2016

Intolerancia


La semana pasada, dentro de las actividades programadas durante la ‘semana cultural’, acudieron al Instituto donde dan clase mis hijas, representantes de una asociación de bisexuales, transexuales, gays y lesbianas  a dar una charla sobre la tolerancia, sin gran entusiasmo por parte de los alumnos asistentes, a los que los diversos talleres programados para ese día, habían dejado algo frustrados y cuya actitud denotaba, a esas alturas de la jornada, un cierto cansancio.

Esa misma semana, por otra parte, hubo sus más y sus menos, entre los compañeros de clase de mi hija mayor, a la hora de elegir la música que querían escuchar en el aula, durante otro de los talleres; que algunas alumnas resolvieron abalanzándose sobre el equipo informático y abrazando el teclado, mientras, por los altavoces, sonaban, uno tras otro, algunos de los temas más representativos del reggaetón, disuadiendo así a sus compañeros de cualquier intento de cambiar de sintonía.

Y es que, cuando hablamos de tolerancia, lo hacemos, normalmente, para referirnos a rasgos ostensibles que nos diferencian como individuos o identifican a un grupo frente a otro, normalmente mayoritario. De forma que es este el que ‘tolera’ la diferencia, lo cual ya, en sí, entraña un prejuicio, por que presupone que ese rasgo debe ser 'tolerado', a pesar de que se sale de la norma social general o, incluso, puede ser contrario a ella.

Esto es así hasta el punto de que, a veces, a la minoría que se diferencia del resto por ese rasgo concreto, le resulta mucho más difícil concebir que ella tenga que tolerar el pensamiento mayoritario o las convicciones de los integrantes de esa mayoría de la que tienen el legítimo derecho de querer diferenciarse. Sobre todo porque esas convicciones, al ser mayoritariamente compartidas por el grupo social dominante, no requieren, para imponerse, de la tolerancia de esa minoría.

Sin embargo, la tolerancia bien entendida, desde mi punto de vista, consiste más bien en respetar lo que, coincida o no con el parecer dominante en una sociedad o tiempo concreto, es sencillamente diferente o entra en contradicción con lo que nosotros, individualmente o como miembros de un grupo, podamos creer o pensar libremente.

A propósito de esto, la semana pasada, la prensa se hacía eco del juicio a la portavoz del gobierno municipal madrileño, por un incidente acaecido hace cinco años en la capilla de la Universidad Complutense, en la que algunos estudiantes irrumpieron en actitud poco respetuosa y proclamando consignas con las que pretendían, supuestamente, mostrar su disconformidad con la presencia de un templo en el campus de una institución pública aconfesional; y, en días sucesivos, he podido leer y escuchar en distintos medios de comunicación opiniones contrarias al enjuiciamiento de esa conducta.

Yo, por mi parte, puedo entender a quienes muestran su malestar por el hecho de que, en Semana Santa, las calles de su ciudad se llenen de procesiones que les impiden transitar libremente sin toparse con una fila interminable de nazarenos; comparto además la opinión de que, en un centro público, no debe haber símbolos religiosos, ni capillas, sinagogas o mezquitas; y puedo estar de acuerdo, incluso, en que el Código Penal no es el instrumento idóneo para tipificar ciertos comportamientos; pero de ahí a pretender que gritar determinadas consignas o mostrar otras actitudes que violentarían a cualquiera si se exhibieran en su propio ámbito privado o social, no tiene por qué ofender el sentimiento religioso de los congregados en un templo para rezar, equiparar este comportamiento con el legítimo ejercicio de la libertad de expresión o entender que, en realidad y en este caso particular, no se está juzgando a personas concretas, sino a una generación, me parece no solo equivocado sino, manifiestamente irresponsable, por qué, pretendiéndolo o no, justifica actitudes que son la más pura expresión de la intolerancia.

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