La semana pasada, dentro de las
actividades programadas durante la ‘semana cultural’, acudieron al Instituto
donde dan clase mis hijas, representantes de una asociación de bisexuales,
transexuales, gays y lesbianas a dar una charla sobre la tolerancia, sin
gran entusiasmo por parte de los alumnos asistentes, a los que los diversos
talleres programados para ese día, habían dejado algo frustrados y cuya actitud
denotaba, a esas alturas de la jornada, un cierto cansancio.
Esa misma semana, por otra parte,
hubo sus más y sus menos, entre los compañeros de clase de mi hija mayor, a la
hora de elegir la música que querían escuchar en el aula, durante otro de los
talleres; que algunas alumnas resolvieron abalanzándose sobre el equipo informático
y abrazando el teclado, mientras, por los altavoces, sonaban, uno tras otro,
algunos de los temas más representativos del reggaetón, disuadiendo así a sus
compañeros de cualquier intento de cambiar de sintonía.
Y es que, cuando hablamos de tolerancia,
lo hacemos, normalmente, para referirnos a rasgos ostensibles que nos
diferencian como individuos o identifican a un grupo frente a otro, normalmente
mayoritario. De forma que es este el que ‘tolera’ la diferencia, lo cual ya, en
sí, entraña un prejuicio, por que presupone que ese rasgo debe ser 'tolerado',
a pesar de que se sale de la norma social general o, incluso, puede ser
contrario a ella.
Esto es así hasta el punto de que,
a veces, a la minoría que se diferencia del resto por ese rasgo concreto, le
resulta mucho más difícil concebir que ella tenga que tolerar el pensamiento
mayoritario o las convicciones de los integrantes de esa mayoría de la que
tienen el legítimo derecho de querer diferenciarse. Sobre todo porque esas
convicciones, al ser mayoritariamente compartidas por el grupo social
dominante, no requieren, para imponerse, de la tolerancia de esa minoría.
Sin embargo, la tolerancia bien
entendida, desde mi punto de vista, consiste más bien en respetar lo que,
coincida o no con el parecer dominante en una sociedad o tiempo concreto, es
sencillamente diferente o entra en contradicción con lo que nosotros, individualmente
o como miembros de un grupo, podamos creer o pensar libremente.
A propósito de esto, la semana
pasada, la prensa se hacía eco del juicio a la portavoz del gobierno municipal
madrileño, por un incidente acaecido hace cinco años en la capilla de la
Universidad Complutense, en la que algunos estudiantes irrumpieron en actitud
poco respetuosa y proclamando consignas con las que pretendían, supuestamente,
mostrar su disconformidad con la presencia de un templo en el campus de una
institución pública aconfesional; y, en días sucesivos, he podido leer y
escuchar en distintos medios de comunicación opiniones contrarias al
enjuiciamiento de esa conducta.
Yo, por mi parte, puedo entender a
quienes muestran su malestar por el hecho de que, en Semana Santa, las calles
de su ciudad se llenen de procesiones que les impiden transitar libremente sin
toparse con una fila interminable de nazarenos; comparto además la opinión de
que, en un centro público, no debe haber símbolos religiosos, ni capillas, sinagogas
o mezquitas; y puedo estar de acuerdo, incluso, en que el Código Penal no es el
instrumento idóneo para tipificar ciertos comportamientos; pero de ahí a
pretender que gritar determinadas consignas o mostrar otras actitudes que
violentarían a cualquiera si se exhibieran en su propio ámbito privado o
social, no tiene por qué ofender el sentimiento religioso de los congregados en
un templo para rezar, equiparar este comportamiento con el legítimo ejercicio
de la libertad de expresión o entender que, en realidad y en este caso
particular, no se está juzgando a personas concretas, sino a una generación, me
parece no solo equivocado sino, manifiestamente irresponsable, por qué,
pretendiéndolo o no, justifica actitudes que son la más pura expresión de la intolerancia.
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