viernes, 18 de marzo de 2016

Vida social de un maratoniano


Faltan menos de tres semanas para que se dispute el Maratón de Sevilla 2016, así que estos días ando apurando mi preparación y deseando que llegue la semana de la carrera para poder aflojar un poco el ritmo de entrenamiento, que me tiene día sí y día también hollando los senderos del parque que está cerca de casa o recorriendo el cauce del río en busca del último puente, el que marca el límite de mis tiradas largas, los domingos por la mañana.

El domingo pasado se disputó el medio maratón Isla de la Cartuja, así que había menos corredores de los habituales, transitando por la orilla arriba y abajo, cuando se acerca la fecha de alguna competición. Sin embargo, para compensar la escasez de atletas, en el río se disputaba una competición de remo, así que esa mañana el cauce se llenó de embarcaciones transitando entre las balizas que señalaban los límites de la regata.

Me gustaría haber hecho alguna foto de los remeros en pleno esfuerzo y la luz del sol reverberando sobre el agua, pero he comprobado que sí me detengo para sacar el móvil y buscar un encuadre creativo, a veces, luego me cuesta coger de nuevo el ritmo, como si mis piernas se sintieran estafadas cuando las obligo a ponerse en movimiento otra vez, después de haberme detenido sin un motivo que me obligara a hacerlo. Así que me lleva un buen rato recuperar la sincronía del movimiento y esa sensación de progresión equilibrada que puedo tardar varios kilómetros en conseguir desde que salgo de casa por la mañana temprano, sobre todo cuando empiezo a notar la acumulación de días de entrenamiento.

Cuando salgo a correr, suelo cruzarme con otros corredores, cuyo número varía en función de la hora del día, del día de la semana o de que, como el domingo pasado, a esa misma hora se esté disputando alguna carrera popular. No obstante, es una actividad que, la mayor parte del tiempo, se lleva a cabo en solitario, solo excepcionalmente, acompañado, y todavía resulta mucho menos habitual que se practique en grupo.

Además, al corredor que se encuentra en el camino suele percibírsele como un competidor potencial, así que es inevitable valorar su forma de correr, el ritmo de su zancada o la velocidad a la que se desplaza; y, a veces, uno sucumbe a la tentación de medirse a ese adversario potencial en una hipotética competición, cuando se pone a tiro. Recuerdo que, una vez, iba corriendo por el parque, cuando me alcanzó un corredor que venía por detrás pero con un ritmo más vivo que el mío; sin embargo, cuando estuvo a mi altura, en lugar de rebasarme, se emparejo conmigo y estuvimos corriendo juntos durante varios kilómetros, hasta que nos separamos para tomar el camino de regreso a nuestras respectivas casas, sin dejar de despedirnos como dos amigos que hubieran salido juntos a correr. Pero, por lo general, no suele ser así, y a lo largo del recorrido se establece una especie de jerarquía que aconseja no hacer alardes y dejar pasar a los más rápidos, aunque las sensaciones puedan ser engañosas y las ventajas, muchas veces, efímeras.

A veces, al cruzarme con otros corredores, nos limitamos a mirarnos, respetuosamente, pero también valorando intensidad y esfuerzo, observando de soslayo el gesto y la actitud. Y, en ocasiones, sin saber muy bien porqué, esos corredores me saludan, levantando la mano o diciendo una palabra que apenas logro entender. Cuando eso sucede, suelen ser corredores de cualidades parejas a las mías, por edad, ritmo o complexión; con lo que me imagino que detrás de ese saludo hay un reconocimiento recíproco, una muestra de respeto y también cierta empatía. Pero eso, tampoco suele ser muy habitual, aunque en cierta ocasión me encontré con un corredor veterano particularmente cortés, que corría en dirección opuesta a la mía, con el que me cruzaba regularmente en cada vuelta que le daba al parque, y que, en cada ocasión, me daba las buenas tardes al tiempo me obsequiaba con una sonrisa.

Supongo que todo ese establecimiento de jerarquías, el mutuo reconocimiento, los desafíos ocasionales, el respeto recíproco y los saludos protocolarios forman parte de la peculiar vida social de los corredores puros, esos que, en lugar de apuntarnos a un gimnasio, jugar al tenis o participar en una pachanga con los amigos cuando llega el fin de semana, optamos por correr decenas de kilómetros a la semana a solas con nuestros pensamientos, sin más recompensa que una ducha caliente cuando regresamos a casa cansados y sudorosos, a veces doloridos pero casi siempre contentos. Así que, el día veintiuno, cuando nos juntemos trece mil para recorrer los cuarenta y dos kilómetros del próximo maratón, esto va a ser una fiesta y, además, al final, me han dicho que nos van a dar una medalla.

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