Faltan menos de tres semanas para que se dispute el
Maratón de Sevilla 2016, así que estos días ando apurando mi preparación y
deseando que llegue la semana de la carrera para poder aflojar un poco el ritmo
de entrenamiento, que me tiene día sí y día también hollando los senderos del
parque que está cerca de casa o recorriendo el cauce del río en busca del
último puente, el que marca el límite de mis tiradas largas, los domingos por
la mañana.
El domingo pasado se disputó el medio maratón Isla
de la Cartuja, así que había menos corredores de los habituales, transitando
por la orilla arriba y abajo, cuando se acerca la fecha de alguna competición.
Sin embargo, para compensar la escasez de atletas, en el río se disputaba una
competición de remo, así que esa mañana el cauce se llenó de embarcaciones
transitando entre las balizas que señalaban los límites de la regata.
Me gustaría haber hecho alguna foto de los remeros
en pleno esfuerzo y la luz del sol reverberando sobre el agua, pero he
comprobado que sí me detengo para sacar el móvil y buscar un encuadre creativo,
a veces, luego me cuesta coger de nuevo el ritmo, como si mis piernas se
sintieran estafadas cuando las obligo a ponerse en movimiento otra vez, después
de haberme detenido sin un motivo que me obligara a hacerlo. Así que me lleva
un buen rato recuperar la sincronía del movimiento y esa sensación de progresión
equilibrada que puedo tardar varios kilómetros en conseguir desde que salgo de
casa por la mañana temprano, sobre todo cuando empiezo a notar la acumulación
de días de entrenamiento.
Cuando salgo a correr, suelo cruzarme con otros
corredores, cuyo número varía en función de la hora del día, del día de la
semana o de que, como el domingo pasado, a esa misma hora se esté disputando
alguna carrera popular. No obstante, es una actividad que, la mayor parte del
tiempo, se lleva a cabo en solitario, solo excepcionalmente, acompañado, y
todavía resulta mucho menos habitual que se practique en grupo.
Además, al corredor que se encuentra en el camino
suele percibírsele como un competidor potencial, así que es inevitable valorar
su forma de correr, el ritmo de su zancada o la velocidad a la que se desplaza;
y, a veces, uno sucumbe a la tentación de medirse a ese adversario potencial en
una hipotética competición, cuando se pone a tiro. Recuerdo que, una vez, iba
corriendo por el parque, cuando me alcanzó un corredor que venía por detrás
pero con un ritmo más vivo que el mío; sin embargo, cuando estuvo a mi altura,
en lugar de rebasarme, se emparejo conmigo y estuvimos corriendo juntos durante
varios kilómetros, hasta que nos separamos para tomar el camino de regreso a
nuestras respectivas casas, sin dejar de despedirnos como dos amigos que
hubieran salido juntos a correr. Pero, por lo general, no suele ser así, y a lo
largo del recorrido se establece una especie de jerarquía que aconseja no hacer
alardes y dejar pasar a los más rápidos, aunque las sensaciones puedan ser
engañosas y las ventajas, muchas veces, efímeras.
A veces, al cruzarme con otros corredores, nos
limitamos a mirarnos, respetuosamente, pero también valorando intensidad y
esfuerzo, observando de soslayo el gesto y la actitud. Y, en ocasiones, sin
saber muy bien porqué, esos corredores me saludan, levantando la mano o
diciendo una palabra que apenas logro entender. Cuando eso sucede, suelen ser
corredores de cualidades parejas a las mías, por edad, ritmo o complexión; con
lo que me imagino que detrás de ese saludo hay un reconocimiento recíproco, una
muestra de respeto y también cierta empatía. Pero eso, tampoco suele ser muy
habitual, aunque en cierta ocasión me encontré con un corredor veterano
particularmente cortés, que corría en dirección opuesta a la mía, con el que me
cruzaba regularmente en cada vuelta que le daba al parque, y que, en cada
ocasión, me daba las buenas tardes al tiempo me obsequiaba con una sonrisa.
Supongo que todo ese establecimiento de jerarquías,
el mutuo reconocimiento, los desafíos ocasionales, el respeto recíproco y los
saludos protocolarios forman parte de la peculiar vida social de los corredores
puros, esos que, en lugar de apuntarnos a un gimnasio, jugar al tenis o
participar en una pachanga con los amigos cuando llega el fin de semana,
optamos por correr decenas de kilómetros a la semana a solas con nuestros
pensamientos, sin más recompensa que una ducha caliente cuando regresamos a
casa cansados y sudorosos, a veces doloridos pero casi siempre contentos. Así
que, el día veintiuno, cuando nos juntemos trece mil para recorrer los cuarenta
y dos kilómetros del próximo maratón, esto va a ser una fiesta y, además, al
final, me han dicho que nos van a dar una medalla.
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