viernes, 18 de marzo de 2016

Navegando por mares tempestuosos (II)


Ayer, mi hija mayor llegó a casa indignada por lo que consideraba un comportamiento arbitrario por parte una de sus profesoras a la hora de calificar los trabajos de clase, sin tener en cuenta sí estos se habían presentado o no dentro del plazo establecido para ello, u otorgando putos adicionales sobre la nota de examen por realizar una actividad voluntaria, aunque el alumno en cuestión no hubiera hecho los deberes para ese día.

Otras veces, a final de curso, ha tenido la sensación de que se empleaba un rasero distinto, premiando sin justificación aparente a compañeros que sistemáticamente no hacían los deberes y habían obtenido en los exámenes bajas calificaciones, al tiempo que se le escamoteaba medio punto en la calificación final de una asignatura, aun teniendo la mejor nota media de la clase.

Y otro tanto sucede frecuentemente con los trabajos en grupo, cuando, habiéndose echado a la espalda el grueso de la tarea, una participación desigual, a veces nula, de sus compañeros se ve enmascarada con la nota común, que no distingue ni valora la contribución real de cada uno a la consecución del resultado; teniendo que soportar además malas contestaciones de los compañeros cuando, en alguna ocasión, les ha recriminado su falta de colaboración.

Al respecto, tanto su madre como yo la hemos animado a hablar con sus profesores y exponerles, de buena manera, sus quejas frente a lo que considera, y consideramos, que es injusto; aunque reconozco que yo mismo no recuerdo haberme dirigido a un profesor para expresarle mi disconformidad con una calificación o manifestarle mi desacuerdo con un comportamiento que pudiera considerar errático o, en el mejor de los casos, poco justificado.

Por mi parte, tanto en el colegio como en el instituto, siempre tuve un respeto reverencial hacia la inmensa mayoría de mis profesores y, además, he de decir que no me enfrente a grandes desafueros. Pero lo cierto es que, ya en la facultad, fui testigo de comportamientos arbitrarios que eran consentidos por alumnos y, sobre todo, por una Universidad que toleraba, por ejemplo, que sus profesores e, incluso, algún catedrático, se ausentaran de clase en cuanto empezaba la temporada taurina, vendieran apuntes mal encuadernados en sus departamentos, patrocinasen publicaciones de las que eran coautores en encuadernaciones de lujo y a precios prohibitivos para un estudiante medio, o asignaran suspensos y aprobados sin criterio alguno bajo la mirada impasible de sus colegas.

Y, en estas ocasiones, tengo que reconocer que no tuve la osadía de enfrentarme a tamaños atropellos y procure adaptarme a la situación para no salir mal parado, consciente de que esa era una lucha desigual, en la que tenía más que perder que ganar. Así que, aunque dejé de asistir a sus clases, acudí al departamento de aquel profesor a comprar unos apuntes cochambrosos de instituciones del Derecho Romano; me negué a comprar aquel Código Penal de gran formato y encuadernado en piel, pero me hice con las fotocopias que, por un módico precio, facilitaba una copistería situada enfrente del Rectorado (hasta que el catedrático en cuestión hizo acto de presencia en la misma acompañado de un notario que diera fe de que se estaba vulnerando sus derechos como coautor de la publicación); aprobé por la mínima Derecho Penal de segundo y cuarto curso, sin esforzarme más de lo imprescindible, sabiendo que todo dependía de que mi examen cayera a uno u otro lado de una línea roja pintada en el suelo; y me 'beneficié' del hecho de que las corridas de abono de la Maestranza fueran incompatibles con el horario de clase de Derecho Financiero, con lo cual mi estudio del sistema tributario español quedó reducido al IRPF y algunas nociones sobre el IVA.

Y es que no es fácil defender lo que es justo sin arriesgar algo en el empeño; y la verdad es que la mayoría de nosotros, sólo cuando nos concierne personalmente y no siempre, nos atrevemos a exponer en voz alta nuestras reivindicaciones.

En esta ocasión, confío en que la reivindicación de mi hija llegue a buen puerto y que, siendo capaz de exponer ordenadamente su punto de vista, pueda conseguir que sus profesores la escuchen y consideren su pretensión de que, en lo sucesivo, se le dispense un tratamiento más equitativo. En otro caso, creo que la experiencia le servirá para ser consciente de que este mundo no siempre nos trata como nos merecemos y tampoco podemos esperar ingenuamente que todo el mundo nos dé nuestro sitio; y también la persuada de que, cuando eso no sucede, es necesario mantener la cabeza fría, saber sopesar la situación y esperar el momento oportuno, y, también, llegado el momento, reclamar lo que legítimamente nos pertenece.

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