Ayer, mi hija mayor llegó a casa
indignada por lo que consideraba un comportamiento arbitrario por parte una de
sus profesoras a la hora de calificar los trabajos de clase, sin tener en
cuenta sí estos se habían presentado o no dentro del plazo establecido para
ello, u otorgando putos adicionales sobre la nota de examen por realizar una
actividad voluntaria, aunque el alumno en cuestión no hubiera hecho los deberes
para ese día.
Otras veces, a final de curso, ha
tenido la sensación de que se empleaba un rasero distinto, premiando sin
justificación aparente a compañeros que sistemáticamente no hacían los deberes
y habían obtenido en los exámenes bajas calificaciones, al tiempo que se le
escamoteaba medio punto en la calificación final de una asignatura, aun teniendo
la mejor nota media de la clase.
Y otro tanto sucede frecuentemente
con los trabajos en grupo, cuando, habiéndose echado a la espalda el grueso de
la tarea, una participación desigual, a veces nula, de sus compañeros se ve
enmascarada con la nota común, que no distingue ni valora la contribución real
de cada uno a la consecución del resultado; teniendo que soportar además malas
contestaciones de los compañeros cuando, en alguna ocasión, les ha recriminado
su falta de colaboración.
Al respecto, tanto su madre como
yo la hemos animado a hablar con sus profesores y exponerles, de buena manera,
sus quejas frente a lo que considera, y consideramos, que es injusto; aunque
reconozco que yo mismo no recuerdo haberme dirigido a un profesor para
expresarle mi disconformidad con una calificación o manifestarle mi desacuerdo
con un comportamiento que pudiera considerar errático o, en el mejor de los
casos, poco justificado.
Por mi parte, tanto en el colegio
como en el instituto, siempre tuve un respeto reverencial hacia la inmensa
mayoría de mis profesores y, además, he de decir que no me enfrente a grandes
desafueros. Pero lo cierto es que, ya en la facultad, fui testigo de
comportamientos arbitrarios que eran consentidos por alumnos y, sobre todo, por
una Universidad que toleraba, por ejemplo, que sus profesores e, incluso, algún
catedrático, se ausentaran de clase en cuanto empezaba la temporada taurina,
vendieran apuntes mal encuadernados en sus departamentos, patrocinasen
publicaciones de las que eran coautores en encuadernaciones de lujo y a precios
prohibitivos para un estudiante medio, o asignaran suspensos y aprobados sin
criterio alguno bajo la mirada impasible de sus colegas.
Y, en estas ocasiones, tengo que
reconocer que no tuve la osadía de enfrentarme a tamaños atropellos y procure
adaptarme a la situación para no salir mal parado, consciente de que esa era
una lucha desigual, en la que tenía más que perder que ganar. Así que, aunque
dejé de asistir a sus clases, acudí al departamento de aquel profesor a comprar
unos apuntes cochambrosos de instituciones del Derecho Romano; me negué a
comprar aquel Código Penal de gran formato y encuadernado en piel, pero me hice
con las fotocopias que, por un módico precio, facilitaba una copistería situada
enfrente del Rectorado (hasta que el catedrático en cuestión hizo acto de
presencia en la misma acompañado de un notario que diera fe de que se estaba
vulnerando sus derechos como coautor de la publicación); aprobé por la mínima
Derecho Penal de segundo y cuarto curso, sin esforzarme más de lo
imprescindible, sabiendo que todo dependía de que mi examen cayera a uno u otro
lado de una línea roja pintada en el suelo; y me 'beneficié' del hecho de que
las corridas de abono de la Maestranza fueran incompatibles con el horario de
clase de Derecho Financiero, con lo cual mi estudio del sistema tributario
español quedó reducido al IRPF y algunas nociones sobre el IVA.
Y es que no es fácil defender lo
que es justo sin arriesgar algo en el empeño; y la verdad es que la mayoría de
nosotros, sólo cuando nos concierne personalmente y no siempre, nos atrevemos a
exponer en voz alta nuestras reivindicaciones.
En esta ocasión, confío en que la
reivindicación de mi hija llegue a buen puerto y que, siendo capaz de exponer
ordenadamente su punto de vista, pueda conseguir que sus profesores la escuchen
y consideren su pretensión de que, en lo sucesivo, se le dispense un tratamiento
más equitativo. En otro caso, creo que la experiencia le servirá para ser
consciente de que este mundo no siempre nos trata como nos merecemos y tampoco
podemos esperar ingenuamente que todo el mundo nos dé nuestro sitio; y también
la persuada de que, cuando eso no sucede, es necesario mantener la cabeza fría,
saber sopesar la situación y esperar el momento oportuno, y, también, llegado
el momento, reclamar lo que legítimamente nos pertenece.
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