viernes, 18 de marzo de 2016

El arte de la oratoria


Ayer, mi hija mayor me comentaba las dificultades de un alumno de su clase para exponer ante sus compañeros un trabajo sin trabarse en la exposición y bloquearse hasta el punto de tener que ser sustituido por otro de los integrantes del grupo que lo había elaborado.
La oratoria no es una disciplina sencilla. Hablar en público y hacerlo de forma convincente no resulta fácil, al menos para la mayoría, con independencia de la edad. Pero todavía resulta mucho más difícil cuando se es joven y no se ha superado el miedo escénico, y la sensación de estar siendo observado y analizado por un auditorio que no nos inspira suficiente confianza o la posibilidad de que esas personas se formen una opinión de nosotros poco favorable nos amedrenta hasta el punto de hacernos perder el vigor y provocar que nos tiemble la voz.
En mi época de colegial y bachiller, recuerdo que, para hablar en público, tenía que hacer un esfuerzo enorme y que, antes de tomar la palabra, me invadía con frecuencia un malestar físico que se traducía en una fuerte presión en el estómago y en que me temblaran las manos y, ocasionalmente, la cabeza; por no hablar de mi facilidad para mudar de color, muchas veces sin ser siquiera consciente de ello.
Con el tiempo, conseguí superar el miedo escénico y puedo expresarme en público de forma coherente sin que me tiemblen las piernas; aunque, cada vez que lo hago, una pequeña inquietud se apodera de mí, y así ha sido desde que recuerdo, a pesar de los exámenes orales, por muchos alegatos que hiciera en el estrado cuando ejercía como letrado, o aun habiendo impartido clase en la Universidad, o comparecido en diversos foros, comisiones, grupos de trabajo y haber tenido, incluso, alguna intervención radiofónica.
También ayer, durante el tiempo del recreo, mi hija mayor salió en defensa de su hermana, a la que unas compañeras chinchonas, le habían quitado su gorro de lana, tirándolo al suelo. Y, por lo que me han contado las dos, su resolución, su gesto decidido y el tono imperativo que empleó para recriminarlas, dejó boquiabierto a todo el que presenció la escena e hizo que esas mismas compañeras, al volver a clase, pidieran disculpas a mi hija pequeña por haberla molestado con sus chanzas.
Y, hay que reconocer que, sí es difícil hablar en público, resulta mucho más complicado hacerlo para decir algo que sabemos que no va a ser bien recibido por nuestros interlocutores, bien porque nos encontramos ante un auditorio hostil o porque no se trata de lanzar una arenga sino de recriminar un comportamiento o de afear una actitud.
Tomar la palabra en esas ocasiones, y hacerlo de manera mesurada, sin perder el temple, pero tampoco los papeles, y, sobre todo, diciendo lo que sentimos que tenemos la obligación de decir aunque sepamos de antemano que pocos, o ninguno, comparte nuestro discurso, exponiéndonos a recibir una mala contestación o un abucheo, demuestra que dominamos, verdaderamente, el arte de la oratoria y, aún más, que hemos perdido el miedo y somos capaces de hablar cuando, realmente, tenemos algo que decir y no solo cuando lo hacemos sabiendo que contamos de antemano con el reconocimiento de nuestros interlocutores, para obtener una lisonja o contando, en el mejor de los casos, con la ovación cerrada de un auditorio rendido a nuestros pies.

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