Ayer, mi hija mayor me comentaba
las dificultades de un alumno de su clase para exponer ante sus compañeros un
trabajo sin trabarse en la exposición y bloquearse hasta el punto de tener que
ser sustituido por otro de los integrantes del grupo que lo había elaborado.
La oratoria no es una disciplina
sencilla. Hablar en público y hacerlo de forma convincente no resulta fácil, al
menos para la mayoría, con independencia de la edad. Pero todavía resulta mucho
más difícil cuando se es joven y no se ha superado el miedo escénico, y la
sensación de estar siendo observado y analizado por un auditorio que no nos
inspira suficiente confianza o la posibilidad de que esas personas se formen
una opinión de nosotros poco favorable nos amedrenta hasta el punto de hacernos
perder el vigor y provocar que nos tiemble la voz.
En mi época de colegial y
bachiller, recuerdo que, para hablar en público, tenía que hacer un esfuerzo
enorme y que, antes de tomar la palabra, me invadía con frecuencia un malestar
físico que se traducía en una fuerte presión en el estómago y en que me
temblaran las manos y, ocasionalmente, la cabeza; por no hablar de mi facilidad
para mudar de color, muchas veces sin ser siquiera consciente de ello.
Con el tiempo, conseguí superar el
miedo escénico y puedo expresarme en público de forma coherente sin que me
tiemblen las piernas; aunque, cada vez que lo hago, una pequeña inquietud se
apodera de mí, y así ha sido desde que recuerdo, a pesar de los exámenes
orales, por muchos alegatos que hiciera en el estrado cuando ejercía como
letrado, o aun habiendo impartido clase en la Universidad, o comparecido en
diversos foros, comisiones, grupos de trabajo y haber tenido, incluso, alguna
intervención radiofónica.
También ayer, durante el tiempo
del recreo, mi hija mayor salió en defensa de su hermana, a la que unas
compañeras chinchonas, le habían quitado su gorro de lana, tirándolo al suelo.
Y, por lo que me han contado las dos, su resolución, su gesto decidido y el
tono imperativo que empleó para recriminarlas, dejó boquiabierto a todo el que
presenció la escena e hizo que esas mismas compañeras, al volver a clase,
pidieran disculpas a mi hija pequeña por haberla molestado con sus chanzas.
Y, hay que reconocer que, sí es
difícil hablar en público, resulta mucho más complicado hacerlo para decir algo
que sabemos que no va a ser bien recibido por nuestros interlocutores, bien
porque nos encontramos ante un auditorio hostil o porque no se trata de lanzar
una arenga sino de recriminar un comportamiento o de afear una actitud.
Tomar la palabra en esas
ocasiones, y hacerlo de manera mesurada, sin perder el temple, pero tampoco los
papeles, y, sobre todo, diciendo lo que sentimos que tenemos la obligación de
decir aunque sepamos de antemano que pocos, o ninguno, comparte nuestro
discurso, exponiéndonos a recibir una mala contestación o un abucheo, demuestra
que dominamos, verdaderamente, el arte de la oratoria y, aún más, que hemos
perdido el miedo y somos capaces de hablar cuando, realmente, tenemos algo que
decir y no solo cuando lo hacemos sabiendo que contamos de antemano con el
reconocimiento de nuestros interlocutores, para obtener una lisonja o contando,
en el mejor de los casos, con la ovación cerrada de un auditorio rendido a
nuestros pies.
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