viernes, 18 de marzo de 2016

Navegando por mares tempestuosos


Últimamente, los estudios de las niñas no nos dejan muchas posibilidades de salir de casa los fines de semana. A veces, ni siquiera para dar un paseo el sábado o el domingo por la mañana; no digamos para hacer una escapada fuera de la ciudad. De este modo, la profusión de exámenes y los deberes, trabajos y tareas escolares en general, ocupan buena parte del tiempo libre de mis hijas, tanto de lunes a viernes como durante el fin de semana.

Así que, cuando termina el curso o se aproxima un periodo de vacaciones, todos esperamos ansiosamente que llegue la hora de cerrar cuadernos y carpetas y de guardar los libros, y acogemos jubilosamente el día en que, por fin, podemos marcharnos de viaje o hacer rápidamente el equipaje y plantarnos en la playa, aunque todavía haga frío para bañarse.

Cuando veo a mis hijas en sus cuartos, que antes eran de juego y ahora son de estudio, me acuerdo de las horas que, por mi parte, tuve que dedicar a estudiar, preparar exámenes y acometer labores escolares de diversa enjundia. Y recuerdo que fueron muchas, y que no me quedaba más remedio que aceptar esas tareas con resignación y ejecutarlas con mayor o menor entusiasmo. La mayor parte de las veces, ni siquiera me planteaba si eran más o menos útiles o relevantes, sólo sabía que tenía que hacerlas, so pena de ser amonestado por mis profesores y quedar en evidencia ante mis compañeros. Fue mucho más tarde, ya en la Universidad, cuando empecé a discriminar lo importante de lo accesorio y a asistir a clase en función del interés real de las asignaturas y la utilidad de las explicaciones de los profesores.

Y, hoy por hoy, no sé si sería capaz de volver a asistir a clase de manera regular para escuchar a personas, supuestamente, doctas en alguna materia. De hecho, no sé si hay alguna materia que me interese lo suficiente como para dedicarle una parte tan relevante de mi tiempo. Y lo mismo podría decir del estudio.

Eso sí, de un tiempo a esta parte, me ha dado por acometer empresas de otra índole, como aprender a montar a caballo o a tocar el bajo eléctrico. No obstante, ese aprendizaje está desvinculado de cualquier actividad académica en sentido estricto, de forma que sólo el verdadero interés por aprender y la posibilidad de divertirme haciéndolo, me anima a aplicarme a la tarea. Pero, ha tenido que pasar mucho tiempo para que esa elección libre fuera realmente posible, y por eso me pregunto cómo pude, entonces, sobrevivir a esa experiencia académica,  a la asistencia continuada a clase, a las montañas de deberes, a los exámenes finales y, algún tiempo después, a los temarios de oposición y a las promociones internas.

Y supongo que sobreviví encontrando un aliciente en el estudio, aún de aquellas materias que menos me interesaban. Tratando de acercarme sin prejuicios a las, aparentemente, más áridas, ya fueran el latín o la filosofía; interesándome por lo desconocido e indagando en lo que de misterioso había, para mí, en otras disciplinas, como la geografía o la geología; asombrándome ante el maravilloso mecanismo de la vida con la química y la biología y asomándome con curiosidad al universo aprovechando la oportunidad que me brindaban la física o la ciencia en general; o dejando volar mi imaginación, cuando ello era posible, a través de los paisajes y las aventuras dibujados en mi mente por la literatura o la historia; y jugando a descifrar códigos y aprender lenguajes de signos con las matemáticas (ojalá hubiera sido posible con la música).

Así pues, por sorprendente que pueda parecer, fue de esa manera como descubrí algunas de mis vocaciones, como por ejemplo, la biología, la historia del pensamiento o, finalmente, el derecho. De forma que, sí no llega a ser por esa larga singladura que me obligó a navegar, a veces a la deriva, entre las islas de vacaciones que jalonaban un mar tempestuoso, probablemente me habría resultado mucho más difícil conocer los vientos, familiarizarme con las mareas, y arribar a puerto para contar, ahora que soy un marinero experimentado, todas las peripecias que me acontecieron a lo largo de ese viaje a través del conocimiento y comprender mejor el mundo que me rodea y el sitio que ocupo en este lugar al que me ha conducido, finalmente, la marea.

Y, ¿sabéis otra cosa? A veces, añoro el mar tempestuoso, las dudas que me asaltaban aquellos días de clase en el instituto, y hasta la zozobra ante los exámenes, la incertidumbre por no saber lo que me depararía la mañana y la ingenua esperanza depositada en un futuro brumoso pero prometedor al mismo tiempo.

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