Terminó
la Semana Santa y, desde el lunes, hemos vuelto a la rutina de los madrugones,
a levantarnos antes de que salga el sol y quedarnos dormidos en la butaca a
partir de las once de la noche, porque, a base de intermedios cuya duración
aumenta progresivamente a medida que se acerca el desenlace, la televisión nos
impide terminar de ver las películas programadas entre semana e irnos a la cama
a una hora decente. Y, como consecuencia de ello, hay una serie de largometrajes
cuyo argumento me suena bastante, que, cuando empiezan, tengo la sensación de
haber visto antes, pero cuyo final no recuerdo en absoluto. Así que, cuando he
recobrado el hilo argumental, al tercer intermedio me vuelvo a quedar
adormilado y suelo perderme nuevamente el final. Con lo cual, la próxima vez
que las programen, aumentara en mi esa sensación de haberlas visto, recordare con
precisión el argumento y volveré a preguntarme que pasó durante los últimos
cinco minutos de metraje.
También
he vuelto a salir a correr de forma regular, ahora que no tengo excusas para
justificar mi inactividad, que se ha prolongado prácticamente durante cinco
semanas, y que el tiempo invita a hacer ejercicio al aire libre; y antes de que
la alergia primaveral me seque la nariz e irrite mis ojos, o el calor empiece a
hacer estragos entre los runners que no tenemos más remedio que salir a correr
por la tarde. Cuando eso sucede, me gustaría practicar el triatlón, para poder zambullirme
a mitad del recorrido y meter la cabeza bajo el agua durante un buen rato,
hasta que el polen que se acumula en mis vías respiratorias, enrojece mis
párpados y hace que un picor de lo más incómodo se instale en mi garganta y en mis
cuencas oculares, se haya disuelto y la congestión desaparezca por completo.
Y
nadie diría que, hace apenas un mes, completé mi segundo maratón, porque me
siento pesado y en baja forma, como si hubiera estado seis meses tirado en el
sofá comiendo hamburguesas y bebiendo refrescos de cola; lo que me hace pensar
que no hacer ejercicio de manera regular sea, probablemente, la mejor forma de
dejar de hacerlo en absoluto. Afortunadamente, cuando pienso en lo que me gusta
una buena carne asada acompañada de patatas fritas y en lo reconfortante que resulta combatir el calor con una cerveza fría,
me alegro de ser capaz de vencer esa inercia que me empuja hacia el sofá, susurrándome
que hace demasiado calor o demasiado frío o que hay demasiado polen en
suspensión y que, cerca de casa, no conozco ningún curso de agua cristalina lo
bastante profundo como para darse un baño cuando aprieta el calor a primera
hora de la tarde.
No
obstante, muy cerca de casa hay un solar en el que se levanta la estructura de
un edificio cuya construcción quedó interrumpida cuando la crisis inmobiliaria
irrumpió de golpe en el sector. Desde entonces, la lluvia ha inundado el
socavón que estaba destinado a convertirse en garaje y que se prolonga más allá
de esa estructura, creando una especie de poza profunda que mi imaginación,
durante meses, cada vez que pasaba corriendo por su lado al anochecer, ha ido poblando secretamente de reptiles.
Sin
embargo, la semana pasada, en una mañana radiante de esta recién estrenada primavera,
pude comprobar que el nivel del agua había descendido bastante, de forma que
los pilares de ese aparcamiento subacuático, que hasta ahora estaban casi
completamente sumergidos, asoman verticalmente sobre la superficie, como los pilares de un puente destruido, y, a su
alrededor, las paredes de tierra removida se han llenado de vegetación
silvestre, de arbustos y de juncos. Ese día, las ranas croaban rítmicamente y podía
verse algunos peces nadando muy cerca de la superficie, lo que tal vez se deba a la derivación de un arroyo que transcurre por allí cerca. Y, si no fuera por la
alambrada metálica que rodea el solar, todo invitaría a mojarse los pies y
lanzar piedras para romper la quietud verde del agua remansada.
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