sábado, 1 de febrero de 2014

La alegría y la ley

El otro día leí en el periódico una columna sobre la reciente y polémica sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, a propósito de la doctrina Parot. En ella, una periodista que hasta ese momento me había parecido comedida a la hora de expresar sus opiniones, señalaba al magistrado español como el 'cáncer' que, desde dentro del propio tribunal, se había encargado de hacer fracasar la posición española, que defendía la conformidad a Derecho de dicha doctrina y su encaje en el Convenio Europeo.
A los pocos días, supe que, mientras la mayoría se limitaba a tildar la sentencia de injusta, algunos miembros del ejecutivo habían apuntado responsabilidades en la misma dirección.
Sin entrar a valorar el fallo, por mi parte, he de decir que no me ha sorprendido y que, desde que supe que la cuestión se había llevado al Tribunal Europeo, me lo esperaba.
En la facultad tuve ocasión de analizar otras sentencias del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, y reconozco que fui el primero en cuestionarme algunos de sus pronunciamientos; como, por ejemplo, aquel en virtud del cual uno de los estados firmantes del convenio dejara de conceder la extradición a Estados Unidos de un joven ario, convicto y confeso de un delito de cierta gravedad, por el riesgo que entrañaba, según el Tribunal, compartir la reclusión en un establecimiento de dicho país con presos de raza negra y tendencias presuntamente homosexuales.
Con todo y con eso, lo que me  resulta inverosímil es que alguien pueda señalar con el dedo a un jurista que se supone de reconocido prestigio y que está llamado a ejercer su función con absoluta imparcialidad, como responsable último de un fallo unánime de condena al estado español.
Salvando las distancias, en el ejercicio de mi cometido  como servidor público me he encontrado con relativa frecuencia en la tesitura de aplicar normas que, para lo bueno y para lo malo, no siempre me parecieron justas ni equitativas; pero, en todo caso, he tratado de hacerlo con imparcialidad y respetando ese concepto abstracto que se conoce como interés general. En este sentido, nunca he comprendido ni respetado a quienes trataban de justificar una actuación particular atendiendo a las circunstancias del caso concreto y apelando a sensibilidades tan subjetivas como intangibles.

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