sábado, 1 de febrero de 2014

Seguridad Social y Estado del Bienestar.

         Hoy mi reflexión va sobre el sistema de Seguridad Social, como pieza clave del Estado del Bienestar, a propósito del curso que estuve impartiendo la semana pasada en mi antiguo organismo. Estudiando el origen de la Seguridad Social y el fundamento constitucional de nuestro sistema en España, me di cuenta de que todo estaba ahí. Lo que había que hacer  y lo que no debía haberse hecho nunca. El sistema se basa en un principio esencial, el de proporcionar prestaciones suficientes y periódicamente actualizadas ante situaciones de necesidad; y, como tal sistema, pretende superar a los seguros sociales, entendidos como mera fórmula de aseguramiento que, a semejanza del seguro privado, atiende exclusivamente a la cobertura de determinados riesgos profesionales. Así, el sistema de Seguridad abarca la asistencia sanitaria y, en su formulación más ambiciosa, podría comprender incluso el sistema educativo.
         El fundamento ideológico del Estado del Bienestar es sencillo, se trata de salvaguardar el principio constitucional de igualdad, que garantice, por un lado, igualdad de oportunidades para el ciudadano con independencia de su extracción social, básicamente, asegurándole el acceso al sistema educativo y la posibilidad de formarse hasta alcanzar, en su caso, el nivel académico superior. Por otra parte, se trata de evitar que la sobreveniencia de una contingencia pueda condenar sin remedio a quienes dependen de su capacidad laboral para asegurarse la subsistencia.
         Naturalmente, el sistema necesita financiarse, y, siendo un verdadero sistema omnicomprensivo, que no atiende meramente al esfuerzo contributivo, no puede sostenerse exclusivamente a partir de la cotización de empresarios y trabajadores. Y aquí entra en juego la segunda pieza de su fundamentación teórica, un sistema tributario basado en el principio de progresividad, que haga posible que contribuya en mayor medida quien más tiene. La progresividad tiene como contrapartida la asignación equitativa del gasto, que garantiza que perciba más del sistema quien dispone de menos recursos. Por último, esa asignación equitativa del gasto ha de inspirarse en los principios de economía y eficiencia, evitando situaciones de despilfarro.
         Sencillo, ¿verdad? Bueno, pues esto es todo lo que habría que hacer para garantizar la efectiva igualdad de los ciudadanos y de los grupos en que se integran, removiendo los obstáculos que la dificulten o impidan, que es el mandato fundamental que la Constitución dirige a los Poderes Públicos. Lo que no habría que hacer es fácil de extraer a partir de una simple deducción. Si el sistema no garantiza el acceso a la educación, o proporciona una educación deficiente, o no permite que alumnos aventajados concluyan su formación, condenándolos a la ociosidad o al desempleo; u, orillando el principio de progresividad, hace recaer sobre las espaldas de los más desfavorecidos la financiación de las prestaciones y, en general, de los servicios públicos; o, finalmente, en lugar de atender a la consecución del resultado con la mayor economía de medios, otorga becas, subvenciones y subsidios a quienes no acreditan ni justifican ser merecedores de ellas; o, sencillamente, incurre en un despilfarro puro y duro a costa de un endeudamiento excesivo y fiándolo todo al crédito, se vulnera el principio de igualdad, se priva al sistema de los recursos que necesita para subsistir y se termina en manos de acreedores sin escrúpulos, dispuestos a cobrarse, no solo lo que se les debe, sino los intereses leoninos que se esté dispuesto a pagar para seguir teniendo crédito.

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