domingo, 1 de diciembre de 2019

Indumentarias


            Todos nos arreglamos cuando vamos a cenar a un sitio elegante o hemos comprado entradas para el teatro, pero eso, en realidad, no tiene nada de particular. Para mí lo interesante es analizar la indumentaria con la que salimos al escenario cada día cuando no hay acontecimientos especiales que celebrar ni se trata de aprovechar la ocasión para deslumbrar a la concurrencia con un atuendo que nos haga brillar.
            Yo, por ejemplo, cuando tengo que ir al juzgado, sí el magistrado que va a presidir el juicio no despierta mis simpatías y, además, el litigio que me traigo entre manos tampoco me interesa demasiado, suelo elegir corbatas anodinas y chaquetas a juego, no me afeito ni pongo mucho entusiasmo en lustrar mi calzado, salvo que la media barba unida a las salpicaduras de barro de los zapatos me haga parecer un mendigo al que el guardia civil de la puerta pudiera mirar con recelo al verme pasar por el arco de seguridad reservado a los letrados en ejercicio. Sin embargo, si me he implicado en el asunto y también quien preside la vista me inspira respeto, trato de acicalarme, me gusta ir rasurado y combino con cuidado camisa y corbata. Así, aunque pierda el caso, procuro al menos presentar en debida forma mis credenciales.
            También es posible que sus señorías, cuando me vean acercarme al estrado, saquen sus propias conclusiones. Pero, probablemente, ellos también elijan el color de sus corbatas pensando en los letrados con los que van a tener que lidiar en la sala. De manera que, a través de ese lenguaje secreto, vamos transmitiendo nuestro estado de ánimo y la animadversión o simpatía que despertamos unos en los otros; hasta que un día, cuando la sala de vistas parezca un comedor social en tiempos de recesión económica, a la salida del juzgado alguien, conmovido por nuestro aspecto desaliñado, nos dé una limosna y terminemos en una esquina compartiendo unos tragos para quitarnos el frío.
            Hay un ritual en la forma en que nos presentamos ante los demás y, tal vez, también una declaración de intenciones. En las películas del oeste, los pistoleros visten de negro y su irrupción en escena presagia el silbido de las balas o una cabalgada a lomos de la muerte.  Los políticos tradicionales suelen usar trajes de chaqueta, supongo que  con intención de transmitir una imagen de respetabilidad y honestidad, aunque ahora, después de la experiencia vivida, ese aspecto atildado puede hacernos pensar exactamente en lo contrario. Y la indumentaria militar se asocia con la guerra y, fuera de ese contexto salvo que estemos asistiendo a un desfile, altera la percepción de la paz ciudadana. También es fácil encontrarse por la calle con individuos vestidos con la equipación deportiva de su club de fútbol que caminan con naturalidad un día cualquiera de la semana, acompañando a sus hijos al colegio o yendo a comprar el pan, y a esto sí que me resulta más difícil atribuirle un significado racional.
            Steve Jobs usó durante años la misma indumentaria, pantalones vaqueros, zapatillas de color blanco y un jersey negro de cuello alto, y convirtió esa vestimenta en su sello personal. Tal vez, si todos hiciéramos lo mismo, eso nos obligaría a decidirnos por una ropa determinada que pondría de manifiesto, no nuestro estado de ánimo sino, más bien, nuestra manera de ser y de sentir. Sería posible distinguir así más fácilmente a los pistoleros, a los tahúres y a los soldados, pero también correríamos el riesgo de quedar recluidos en nuestro club particular, adscritos a una tribu urbana, aún a nuestro pesar. Hace tiempo, precisamente a la salida del juzgado, se me acerco un señor mayor ofreciéndome un panfleto de Vox. Está claro que ese día me había afeitado convenientemente y cepillado los zapatos a conciencia.
            Pero sí yo tuviera que elegir una indumentaria con la que transitar por la vida, supongo que me decidiría por unos pantalones de corte vaquero, unos zapatos cómodos, camisa, chaqueta y corbata. Por otra parte, esa es la ropa que uso habitualmente y me permite subir al estrado, pasear por la calle y montar en bicicleta. Y, por lo visto, también me convierte en un votante potencial de determinados partidos políticos. Lo que espero es que, vestido de esa guisa y aunque no me haya afeitado, no deje de parecer una persona honrada aunque capaz de compartir una botella si la ocasión lo requiere y, llegado el caso, me permita montar a caballo para escapar de las balas, vengan de donde vengan.

domingo, 24 de noviembre de 2019

Espíritu indomable


         De vez en cuando el cuerpo manda señales, unas veces sutiles, otras veces no tanto, que nos recuerdan la materia de la que estamos hechos; que no solo somos una mente consciente, una inteligencia desarrollada, un espíritu cultivado, un alma inmortal; sino también un esqueleto conformado por huesos susceptibles de quebrarse, un sistema circulatorio capaz de colapsarse, unas vías respiratorias expuestas a infecciones y un aparato digestivo que no solo se muestra sensible a nuestros estados de ánimo.
         El cuerpo, además, tiene memoria, y recuerda los trances por los que ha tenido que atravesar o por los que lo hemos hecho pasar; aunque nosotros, con el tiempo, no siempre seamos enteramente conscientes de la experiencia sensible a la que hemos estado expuestos. No obstante, de vez en cuando, esa experiencia deja alguna cicatriz, que nos ayuda a recordar más fácilmente una vivencia de la que no siempre salimos incólumes.
         En la parte final de Tempestades de acero, Junger hace un repaso del número de heridas que habría sufrido durante la Gran Guerra. De todas guarda una cicatriz, pero, a lo largo del libro, recuerda con mucha más nitidez la experiencia del combate, las circunstancias que rodearon el momento en que fue alcanzado por la metralla o un obús lo hizo volar por los aires o el compañero de armas que lo acompañaba, esa mañana concreta en aquel tramo de trinchera.
Supongo que los soldados de verdad están rodeados de un aura que los hace parecer invencibles. No importa que les falte un brazo o tengan que caminar ayudados por una muleta. En cada cicatriz se muestra su tenacidad, su decidida vocación de perdurar más allá de las adversidades, sin concesiones ni lamentos.
         Las heridas cicatrizan más tarde o más temprano. Pueden alterar la apariencia, dejar secuelas u obligar a cambiar de hábitos, pero, por encima de cualquier otra cosa, recuerdan al que las ha sufrido y también a los demás que fue capaz de vencer, demuestran que tras la aparente fragilidad de su cuerpo reside un espíritu indomable y que muy por encima de esa experiencia sensible y a veces dolorosa planea la voluntad insobornable de gobernar la propia existencia.

domingo, 10 de noviembre de 2019

Idiotas


            Una vez, escuché una entrevista en la que le preguntaban a un escritor o periodista de cierto prestigio qué era lo que, después de tantos años de profesión, le seguía produciendo asombro. Y el entrevistado, después de pensarlo un instante, terminó contestando que la estupidez.
            En su momento, yo era por entonces poco más que un jovenzuelo al que había otras muchas cosas que le producían curiosidad y asombro, aquella respuesta expresada sin titubeos me llamó la atención y me hizo pensar cómo era posible que a alguien con una experiencia acreditada y un amplio conocimiento de la realidad, a esas alturas de su vida, lo que le siguiera produciendo asombro fuese, precisamente, la estupidez de sus congéneres.
            Pero, pasado el tiempo, cuando el número de cosas capaces de sorprenderme se ha ido reduciendo sin que me diera cuenta, y aunque todavía no he perdido el interés y la curiosidad por muchas otras, lo cierto es que esa en particular me sigue produciendo, sino asombro, al menos cierta perplejidad.
            Todos somos capaces de hacer tonterías, solo hay que darnos la oportunidad o colocarnos en la tesitura adecuada. Pero algunos de nuestros semejantes han demostrado ser capaces de hacer y decir cosas que revelan que la estupidez humana sigue siendo, a veces, verdaderamente asombrosa.
            Todos los días es posible desayunarse con alguna noticia absurda que corrobora lo anterior, cómo la muerte de un joven que trataba de hacerse un selfie extremo para petarlo en redes sociales y que se cayó por un barranco o fue arrollado por una locomotora; o enterarse de que alguna estrella de la NBA ha suscrito la tesis, nuevamente en boga después de tanto tiempo, de que la tierra es plana; o que hay un numeroso grupo de individuos que estaban dispuestos a responder a un llamamiento para tomar al asalto una base militar norteamericana, ubicada en el desierto de Nevada, en la que se encontrarían confinados alienígenas y custodiadas otras evidencias de la vida extraterrestre.
            Con todo, estos ejemplos, aunque reveladores, no entrañan mayores consecuencias, salvo para sus protagonistas y los crédulos dispuestos a tragarse las ocurrencias de gente famosa o desocupada. El problema radica en que, en otros ámbitos de la vida, la credulidad  y la estulticia de los individuos de una sociedad puede tener consecuencias devastadoras, no solo para ellos, sino también para el resto de sus conciudadanos; sobre todo cuando esa sociedad se encuentra expuesta a la manipulación de magnates, políticos, periodistas y otras personas influyentes y, en ocasiones, sin escrúpulos.
            Hace algunas semanas, un político madrileño era interpelado por unos niños en un programa de televisión que le preguntaron que, teniendo que hacer una donación, sí preferiría destinarla a reconstruir la catedral de Notre Dame o a salvar la selva amazónica; y el político, sin titubeos, se decantó por la catedral francesa so pretexto de que ‘nos representa’, o, dicho de otra manera, consideró que era más importante salvaguardar la identidad europea sufragando la reconstrucción del templo que evitar que los incendios de la Amazonia aceleren todavía más el cambio climático y conviertan este planeta en un erial inhabitable, sembrado, eso sí, de bonitas catedrales. Y yo me pregunto, ¿qué política medioambiental se puede esperar que lleve a cabo un ayuntamiento presidido por un individuo que ‘razona’ en estos términos?
            Por desgracia es solo un ejemplo entre otros muchos posibles. En el mundo en que vivimos asistimos a una proliferación de líderes defensores de causas que chocan con el sentido común más elemental, capaces de defender sin complejos posiciones absurdas, decisiones llamativamente injustas o antidemocráticas, o políticas sencillamente autodestructivas. Lo más triste es que muchos de ellos han sido encumbrados o han adquirido notoriedad a partir de los votos de unos ciudadanos a los que un discurso trufado de mentiras ha movilizado porque les decía aquello que les apetecía escuchar. Y es esa estupidez la que nos conduce hacia el precipicio mientras sonreímos haciéndonos un selfie extremo, ondeando una bandera o negando alegremente que la tierra gire alrededor del sol.

sábado, 26 de octubre de 2019

Eruditas obras


                He estado ayudando a mi hija mayor con un manual de primer curso de Derecho de los que tendrá que manejar a lo largo del primer cuatrimestre, y me ha invadido la misma sensación de desaliento que otras veces en las que yo mismo, como estudiante de leyes, tuve que enfrentarme a algún que otro sesudo y estéril tratado sobre teorías generales y otros áridos aspectos del derecho.
Y, mientras trataba de descifrar el enigmático significado de algunos de sus oscuros capítulos, me he preguntado cómo alguien en su sano juicio puede dedicar tanto tiempo a escribir algo que, aparte de su interés relativo, nadie que disfrutara de una existencia ligeramente más excitante que la de una ameba, se tomaría la molestia de leer sino se viera obligado por la necesidad de superar un examen que versará sobre su contenido; circunstancia a la que se une, casualmente, la de que el profesor que lo va a examinar, a buen seguro mal retribuido por la institución pública para la que trabaja, es el autor de tan excelsa obra y quiere sanear su magra economía a costa de sus jóvenes y esforzados discípulos.
                Al margen de estos honestos motivos, aunque puramente crematísticos, no soy capaz de comprender que haya personas que inviertan tantísimas horas de su vida en escribir obras llenas de llamadas a pie de página, extractos de otros textos, citas de autores varios y muy escasas conclusiones de cosecha propia. Como si el mérito del texto se agotase en hacer ese acopio de opiniones de otros eruditos que, al parecer, ya se pronunciaron en su día sobre las cuestiones que se abordan en la obra de que se trata.
                Por poner solo un ejemplo, los modelos de comunidades semiorganizadas que precedieron el nacimiento del estado romano, si su estructura era tribal, si los linajes eran patrilineales o matrilineales y si el origen del Estado se encuentra en el conflicto interno o es el conflicto externo el que obliga a las comunidades primitivas a organizarse mejor para hacer frente al enemigo exterior, es algo que se podría explicar a lo largo de una charla de no más de media hora; pero dedicar a analizar estas y otras cuestiones más de trescientas páginas, abordando conceptos tan pintorescos, para mí, como el ‘estado hidráulico’ me produce asombro y, después de un rato (bueno, de un ratito), un inmenso aburrimiento.
                Seguramente, la comunidad científica no estaría de acuerdo conmigo, pero hay que ser muy friki para empaparse por voluntad propia de este tipo de publicaciones. Y es que el reto resulta mayúsculo cuando al escaso interés de la obra se suma una redacción que, en ocasiones, vuelve el texto incomprensible al primer golpe de visa y obliga a ir atrás y adelante para tratar de entender el desarrollo de una idea que luego ni siquiera resulta ser una idea propia, sino una exposición más o menos ordenada de las ideas de otros.
Aunque, no estoy teniendo en cuenta que el personal docente de las universidades españolas no solo es docente sino también investigador y, también seguramente, el fruto de muchas de estas investigaciones consiste, al menos en las facultades de derecho, en libros tan estimulantes como el que he tenido ocasión de hojear estos días. Ahora entiendo porque no siempre lo que se invierte en investigación redunda en beneficio directo de la comunidad en general ni tampoco, me temo, en provecho de la mayor parte de la comunidad universitaria.

domingo, 13 de octubre de 2019

El sobrepeso lastra la economía


         El otro día estuve escuchando un programa de radio en el que los tertulianos hablaban de los datos de un informe publicado por la OCDE sobre obesidad y en el que se hacía una valoración de la repercusión sobre el producto interior bruto de lo que dicho informe consideraba una epidemia; lanzando un dato económico que aludía al coste que tiene para los sistemas sanitarios atender las dolencias derivadas del exceso de peso; gasto que repercute en definitiva en el bolsillo del contribuyente. Los datos además hablan de que, en un horizonte de treinta años, en España, el ochenta por ciento de los hombres, y más del cincuenta por ciento de las mujeres sufrirán esta dolencia.
         Las medidas que se proponen para combatir esta ‘pandemia’ van, desde gravar con impuestos la comida basura y los refrescos azucarados, a fomentar la creación de zonas de esparcimiento deportivo en barrios y ciudades.
Es curioso cómo, en ese informe, a pesar de reconocer que el sobrepeso no afecta en la misma medida a los distintos estratos sociales y que son las clases más desfavorecidas económicamente, las que se encuentran más expuestas a padecer sobrepeso como consecuencia de la mala alimentación, se patrocinen medidas de esta naturaleza. Porque, digo yo, si un pobre se alimenta de productos procesados porque son más baratos que los que serían más beneficiosos para su salud; si, por ejemplo, merendar un bollicao o una bolsa de gusanitos es más económico que otro tipo de merienda más saludable, ¿qué se pretende con este tipo de iniciativa? ¿Que, en lugar de comer mal, los pobres coman menos o no coman en absoluto? Y, por otra parte, ¿es que ese informe considera seriamente que alguien con el estómago vacío va a lanzarse a hacer ejercicio en cuanto habiliten cerca de su casa un área específica para ello? ¿O se trata de que empecemos a ver al ‘pobre gordo’, en el sentido de persona de escasos recursos que tiene sobrepeso, como un parásito social que, además de estar gordo (cosa que parece que a los pobres no debería estarles permitido) por propia voluntad, grava a la sociedad con el coste que tendrá en el futuro hacerse cargo de las enfermedades que, a buen seguro, padecerá en algún momento de su vida?
         Pagar la cuota del gimnasio no es algo que esté al alcance de todo el mundo y cualquier actividad deportiva requiere de una equipación mínima. Correr, por ejemplo, no es de las más caras, pero salvo que seas etíope o estés acostumbrado a correr descalzo, necesitas, por lo menos, un par de zapatillas, un pantalón y una camiseta. No obstante, he de decir que, cuando empecé a correr, cogí un par de zapatillas desgastadas que tenía en casa, un pantalón de deporte y una camiseta interior; y, cómo era invierno y hacía un frío que pelaba, me puse encima un jersey viejo. Y lo hice porque, la verdad es que no estaba muy convencido de que fuera a perseverar en la tarea. Pero cuando lo de correr se convirtió en un hábito, tuve que equiparme adecuadamente.
         Cuando salgo a correr, me encuentro de vez en cuando con hombres y mujeres a los que les sobran unos cuantos kilos. Muchos de ellos corren fatigosamente, con la cara encendida y resoplando. Corren despacio, también, a veces, con un estilo desmadejado. Verlos en acción no resulta estético porque, además, la ropa deportiva muestra sus redondeces sin recato ni consideración de ninguna clase. Pero, cuando paso por su lado o me los encuentro de frente en el parque, despiertan automáticamente en mí una simpatía espontánea y, mentalmente, les lanzo una salutación de ánimo. Lo normal es que, al poco tiempo, no vuelva a verlos. Y no me extraña lo más mínimo. Hace falta mucha fuerza de voluntad para salir de casa y exhibir en público esos kilos de más, ver pasar a otros corredores delgados y fibrosos, y sentir que el corazón se te sale del pecho con cada paso que das, sabiendo que las agujetas te martirizarán durante días y siendo consciente de que, para perder peso, habrá que perseverar en esa ingrata tarea durante semanas.
         Además, es muy fácil hacerse daño cuando, después de haber visto cómo tu peso iba aumentando hasta convertirte en un reflejo redondeado de ti mismo, te pones a hacer ejercicio de la noche a la mañana. Y no me refiero solo a lesiones musculares. Las articulaciones sufren mucho más, cuando corres, si te sobran unos cuantos kilos. Por no hablar de lo que puede llegar a sufrir el corazón. Y eso, dicho de paso, además de inhabilitarte para hacer ejercicio físico en el futuro, sí que puede derivar en un gasto serio para el sistema público de salud.
         Estoy de acuerdo en que nuestra forma de vida no es la más saludable. Somos sedentarios y, probablemente, comemos mucho más de lo que necesitamos. Nos gustan las grasas y los dulces y nos volvemos perezosos a la hora de cocinar para nosotros mismos. Pensamos que nuestro cuerpo va a tolerar indefinidamente todos nuestros excesos y si tuviéramos hábitos más sanos, no necesitaríamos ir al gimnasio tan a menudo. Pero vivir en ciudades masificadas o en medio de un desierto alimentario, tener que ir en coche al trabajo, carecer del tiempo necesario y los medios para cuidar mejor de nosotros mismos y de nuestros hijos, no es algo que siempre se elija voluntariamente. Y esgrimir un dato económico para combatir la obesidad, como si los gordos no fueran solo unos irresponsables, sino también gente que con su sobrepeso lastra la economía de los países desarrollados e hipoteca los sistemas públicos de salud, me parece una falacia y también parece un llamamiento al resto de la población para combatir, no el sobrepeso, sino a quienes lo padecen.

viernes, 4 de octubre de 2019

Cazadores nocturnos


            El fin de semana pasado corrí mi quinta carrera nocturna. Hacía año y medio que no me ponía un dorsal para competir sobre el asfalto y tres que no me apuntaba a la Nocturna. La última vez, mi hija menor y yo, que nos habíamos descolgado del grupo, cruzamos juntos la línea de meta mientras por los altavoces tronaba un tema de Dire Straits.
            Me gusta participar en esta carrera en particular. Tal vez porque, cuando empecé a correr, me levantaba antes del amanecer y regresaba bajo un cielo todavía negro y frío. Algún tiempo después, preparándome para participar en mi primer maratón, salía de casa cuando ya había oscurecido y, en las tiradas largas, podía correr durante horas a través de calles iluminadas tan solo por las luces de las farolas, los escaparates y los faros de los coches. Y, a veces, cuando sueño que estoy corriendo, lo hago a través de un paisaje solitario peinado por un cálido viento nocturno.
            Además, la Nocturna no es una carrera como las demás. La competición se deja a un lado para participar en un acontecimiento lúdico y festivo al que se puede apuntar cualquiera, con independencia de su edad, de su estado de forma y de sus motivaciones personales. Y lo normal es hacerlo en pareja o acompañado de padres, hijos, hermanos o amigos.
            Esta vez, como en la media maratón del año pasado, fue mi sobrino quien me desafió a participar. Aunque, en esta ocasión, también nos acompañó su padre. Todos teníamos alguna excusa para no exprimirnos demasiado: meses sin entrenamiento, dolor de rodillas o fascitis plantar. Así que elegimos un ritmo cómodo, dejándonos llevar por las sensaciones y asumiendo la primacía alternativamente, mirando, de vez en cuando, hacia atrás para que nadie perdiera la estela del grupo.
La edición de este año me ha recordado algo que he leído recientemente sobre que, cuando el hombre era un cazador por persistencia, corría detrás de antílopes durante horas hasta hacerlos desplomarse de puro agotamiento; organizándose en partidas de caza en las que participaba toda la tribu; desde las mujeres, que ocuparían la posición más avanzada, siguiendo el rastro de los animales, pasando por los ancianos que marcharían más retrasados prediciendo los movimientos de la presa, a los corredores más jóvenes y fuertes, ocupando la retaguardia, para tomar la iniciativa en el momento decisivo de matar.
            Aunque soy un corredor solitario, reconozco que correr acompañado es siempre mejor que hacerlo solo. No hace falta hablar. A veces basta la presencia del otro a tu lado, compartiendo una senda abandonada o un circuito urbano; sentir esa presencia palpitando al ritmo sincronizado de las pisadas sobre la grava, el asfalto o la arena de la playa.
            En verano, en mi ciudad, el calor puede llegar a ser extenuante. Y tal vez, algún día no muy remoto, tenga que resguardarme de un clima que parece decidido a hacernos pagar por nuestros excesos y nuestra insaciable forma de vida. Me gustaría creer que todavía no hemos tomado un camino sin retorno o que el universo está dispuesto a darnos una nueva oportunidad; pero, si no fuera así, tal vez la vida pueda adaptarse y abrirse paso, a pesar de todo, y el cielo nocturno nos permita salir a respirar, a beber y a cazar de nuevo en grupo para sobrevivir.

domingo, 1 de septiembre de 2019

La vida en tiempos de Instagram


            Este verano he estrenado mi cuenta de Instagram. Me la había creado por mero accidente hace unos meses y, hasta ahora, solo me había servido para dar ‘likes’ a mis hijas cuando subían alguna publicación. Es lo menos que se espera de un padre que quiera reforzar la autoestima de sus vástagos, pero también lo más. Hacer comentarios a las publicaciones o extralimitarse mandando corazones o algún otro icono al uso, está estrictamente prohibido porque produce el efecto contrario. Y es que eso de que tus progenitores te jaleen mucho en redes sociales no mola nada y te convierte en una especie de pardillo.
            Cuando te haces instagramer, lo primero que tienes que decidir es que clase de imágenes quieres subir a la red. Puedes, por ejemplo, hacerlo de fotos de ti mismo en lugares emblemáticos, o sencillamente de ti mismo (si eres famoso) o con tus amigos (especialmente si tienes algún amigo famoso), de tu familia o de tu perro. Pero, a pesar de que solo tengo tres seguidores, no pretendía convertir mi Instagram en una especie de álbum fotográfico familiar ni publicar imágenes de amigos a los que, a lo mejor, no les apetecería que fotos en las que aparecen retratados espontáneamente se muestren en un escaparate. Además, no tengo perro y, sí lo tuviera, creo que no le haría fotografías; ya me cuesta bastante que mi familia sonría de forma natural en las fotos.
            Hay perfiles de Instagram realmente originales o bonitos. En alguna ocasión he visto en prensa alguna reseña de usuarios particularmente talentosos, como la de una chica que lleva un año viajando por Asia y que publica fotografías de las acuarelas que pinta de los lugares que ha visitado o de las cosas que ha visto; o de un dibujante de anime que publica ilustraciones realizadas a partir de los dibujos infantiles que hacen sus hijos; o también de un fotógrafo que busca pianos abandonados en castillos y palacios.
            Por mi parte, dado que hace tiempo que no cojo un lápiz como no sea para hacer anotaciones en la carpetilla de un expediente judicial y no tengo muchos palacios que poder explorar en las proximidades de mi domicilio, he optado por publicar fotografías de los lugares que he visitado este verano. Y no debo haber elegido las peores porque todas mis publicaciones han recibido ‘likes’ de mis tres seguidoras.
            El inconveniente es que es posible que tarde en subir nuevas publicaciones, y que probablemente no lo haga hasta que vuelva a irme de vacaciones, salvo que me compre un perro y consiga hacerle sonreír con naturalidad o aprenda a pintar a la acuarela; lo que resulta poco probable, aunque no imposible (he visto vídeos en internet de perros que sonríen de forma inquietante).
Aunque, por otra parte, siempre tengo la posibilidad de fotografiar los lugares que frecuento cuando no estoy de viaje y que me resultan inspiradores, además de formar parte de mi existencia cotidiana. En los tiempos de Instagarm, nadie presumiría de una terraza desierta en la que acaba de recoger la colada; pero si, esa tarde, sobre el cielo aparecen desparramados todos los tonos pastel que el pintor más avezado pudiera mezclar en su paleta, y me he dejado los pinceles en casa y no tengo tiempo de ir a buscarlos, tal vez una fotografía pueda impedir que ese momento concreto se pierda sin remedio.

domingo, 25 de agosto de 2019

Correr a través del tiempo


            Después de un viaje, siempre cuesta trabajo retomar la rutina, los hábitos cotidianos que habíamos abandonado mientras estuvimos ausentes, visitando otro país o, sencillamente, lejos de casa.
            Cuando se trata de volver a trabajar, resulta más fácil. Y es que el hecho de tener que cumplir con una jornada y un horario preestablecidos ayuda bastante, aunque también fastidie lo suyo. Pero si se trata de hábitos propios, autoimpuestos o en los que existe, al menos, un cierto margen de maniobra, la cosa cambia sustancialmente.
Supongo que, en mi caso, a todo esto se suma el pensamiento inconsciente de que si realmente, llevará la vida que me apetecería llevar; si viviera en esos lugares que he visitado recientemente; si comiera con frecuencia en esos restaurantes y paseara cada tarde junto al embarcadero en el que cené tan solo hace unas cuantas noches; si pudiera acudir a aquel museo a hacer  bocetos de las estatuas de mármol que me dejaron embelesado durante horas o asomarme de vez en cuando a una costa escarpada desde unos jardines suspendidos en el tiempo, no dedicaría mi tiempo a otros menesteres
            Algo así me ocurre cuando, a pesar de todo, también siento que necesito volver a salir al parque para trotar unos cuantos kilómetros. Muchas veces no es lo que más me apetece, pero además parece que uno no sabe por donde empezar. El cuerpo se resiste a ponerse en marcha, aunque solo hay que zarandearlo un poco y se activa rápidamente. Pero la mente es otra cosa.
No es que uno esté especialmente descansado, esa es la verdad. Las estancias en los museos, los largos paseos por las ciudades que se han visitado, el estar todo el tiempo de acá para allá, para aprovechar cada minuto, las esperas en los aeropuertos, te dejan exhausto; y, cuando llegas a casa, te dejas abrazar por tu vieja butaca como si fuera un amigo al que no has visto desde hace mucho tiempo.
Pero todo eso se puede superar y, de hecho, el cansancio se disipa antes sí en lugar de dejarse dominar por la molicie, uno se activa cuanto antes y echa a rodar por el primer camino que se encuentra, siempre que no sea demasiado empinado. Pero el tiempo pasa y las sensaciones no son siempre las mismas. Hace meses que mis rodillas empezaron a recordarme que al correr el peso del cuerpo se multiplica y cada zancada pone a prueba las articulaciones. Sufrir dolores musculares o articulares no es extraño en un corredor, pero conviene escuchar lo que el cuerpo te dice con ese tipo de mensaje, especialmente sí el mensaje empieza a volverse insistente.
Este verano he leído un libro que habla de una raza de corredores legendarios que vive aislada en una sierra del norte de Méjico. Adiestrados en el arte de correr durante generaciones, constituirían una especie de cazadores incansables, capaces de dejar en evidencia, con sus sandalias de cuero y sus ponchos tribales, a los más experimentados ultramaratonistas. En este libro, el autor, después de hablar con expertos y analizar la experiencia de corredores de todo el planeta, llega, entre otras conclusiones, por un lado, a la de que el ser humano está dotado genéticamente de cualidades que lo convierten no solo en un corredor nato, sino también en la especie mejor adaptada para las carreras de larga distancia. Y, por otro, que la forma correcta de correr es aquella que no deja huellas en el camino. Es decir que para correr correctamente es necesario minimizar el impacto sobre la superficie que se transita. De esa manera, no solo el esfuerzo se vuelve más eficiente, sino que se minimiza la posibilidad de sufrir lesiones.
No es mi primera lectura sobre carreras y corredores, pero, después de reflexionar, he decidido cambiar mi forma de correr y, casi sin darme cuenta, también ha cambiado mi pensamiento de corredor. Es imposible correr mucho tiempo sí la carrera representa un esfuerzo superior al que somos capaces de soportar. La verdad irrefutable es que, además de tener que recurrir a grandes dosis de autodisciplina, el tiempo juega en nuestra contra. Solo sí esa actividad física es compatible con nuestra vida cotidiana, y con la que querríamos llevar sí pudiéramos hacer todas esas cosas que habitualmente vamos posponiendo, podremos seguir desarrollándola cuando nuestro vigor empiece a declinar.
Hace poco, se ha puesto de moda una aplicación que, partiendo de una fotografía, permite conocer el aspecto que tendrías dentro de un tiempo, en definitiva, que efectos tendrá previsiblemente sobre ti el paso de los años. Yo no he llegado a descargármela, pero a mis hijas les faltó tiempo para hacerlo y utilizarla a partir de, entre otras fotografías, una de su padre. Así que he podido asomarme a una especie de espejo mágico que me ha devuelto el rostro de un anciano en cuyo semblante he llegado a reconocerme. Y, cómo en la fotografía estaba sonriendo, ese anciano sonríe también abiertamente, y también tiene un aspecto saludable. Así que he decidido que quiero llegar a ser ese anciano al que el tiempo parece haber tratado con benevolencia y al que no parece que le duelan las rodillas.

jueves, 2 de mayo de 2019

Encontrando problemas


                Me parece sorprendente cómo es posible que cuestiones o asuntos que no le preocupaban, o ni siquiera le importaban lo más mínimo, a la inmensa mayoría de los ciudadanos normales y corrientes, puedan, de la noche a la mañana, convertirse en cuestiones de Estado e involucrar, en mayor o menor medida, a un número creciente de personas, que se sienten obligadas a opinar sobre ellas y a enzarzarse en un debate tan estéril como interminable.
                Por poner algunos ejemplos: la caza, que recientemente muchos de nuestros conciudadanos han descubierto horrorizados que consiste en una actividad a la que se dedican una serie de individuos, de dudosa catadura moral, que los fines de semana se echan al monte armados con rifles y escopetas para dar tiros a diestro y siniestro, cobrándose la vida de inocentes criaturas de cuya existencia, probablemente, tampoco eran conscientes. Pues bien, de repente, algunos de esos conciudadanos han decidido que hay que prohibirla, desde ya, y sin más consideraciones; además de eliminar de nuestro lenguaje expresiones tan poco afortunadas desde un punto de vista humanitario como ‘matar dos pájaros de un tiro’.
                Dos: la inmigración. De manera que hemos pasado, de ser un país, con sus prejuicios, como todos los demás, pero más bien tolerante con los extranjeros, con independencia de su procedencia, religión o de su origen racial o étnico, a percibir como una amenaza la entrada ‘masiva’ en nuestro territorio de personas procedentes de más allá de nuestras fronteras, y a vincular la inmigración con el tráfico de drogas, la prostitución, la violencia de género y la delincuencia en general; como sí en nuestro país estos fenómenos delictivos nos fueran completamente extraños antes de que empezáramos a acoger inmigrantes.
                Tres: la Constitución. Y aquí no hay medias tintas, o estás a favor o estás en contra. Si estás a favor, cualquier intento de reformarla para cambiar, por ejemplo, la Jefatura del Estado, la organización territorial del país, el sistema electoral o el color de la bandera, te convierte automáticamente en un enemigo declarado de la democracia. Pero si estás en contra, cualquier defensor del régimen constitucional debe ser para ti, en realidad, un nostálgico del tardofranquismo y un neoconservador de la peor calaña.
                Cuatro: las manifestaciones religiosas. Y aquí es mejor andarse con cuidado. Porque no se trata de sacarla del sistema educativo, sino que es necesario tomar medidas contra cualquier manifestación de esta naturaleza que trascienda más allá de la esfera estrictamente privada. Así que, cuidado con mantener capillas en determinados lugares públicos (el que quiera rezar que se vaya a su casa), con financiar la restauración de edificios dedicados al culto (los que se han quemado recientemente que se queden como están), con los cortes de tráfico para dejar paso a las procesiones de Semana Santa (me parece que las carreras populares van a ir detrás, que todos sabemos que para algunos el deporte no es más que una religión y una procesión se define como una sucesión o marcha de personas, animales o vehículos que deambulan ordenadamente por la calle o van de un lugar a otro formando una hilera) y también con colocar belenes en centros o edificios oficiales (los árboles de Navidad también tienen los días contados en cuanto alguien descubra su origen religioso, aunque, al tratarse de un culto pagano, mola bastante más).
                Cinco: el lenguaje inclusivo y lo políticamente correcto. Y, no nos equivoquemos, no se trata de evitar la discriminación por razón raza, religión, sexo u orientación sexual, sino de ser particularmente exquisito a la hora de calificar cualquier suceso o personaje, por insignificante que sea. Así, por ejemplo, toda palabra que termine en ‘o’ es sospechosa de esconder un prejuicio machista y ser heredera del heteropatriarcado. Así que toda la literatura infantil de todos los tiempos está sujeta a revisión, desde caperucita roja y la bella durmiente hasta el principito, pasando por el gato con botas.
                Y por estas y otras razones, cuando alguien empieza a hablar de cosas tan exóticas, hoy por hoy, en nuestra sociedad como liberalizar la venta de armas, se me ponen los pelos de punta. Será porque, como dijo Groucho Marx, la política es el arte de buscar problemas, encontrarlos, hacer un diagnóstico falso y aplicar después los remedios equivocados.

sábado, 6 de abril de 2019

Trazar el rumbo


            A veces existe una contradicción notable entre lo que hacemos y lo que querríamos hacer, entre aquello a lo que nos dedicamos con ahínco y lo que realmente nos apetece, y, en ocasiones y al final, entre quienes hemos llegado a ser y aquello a lo que aspirábamos, secretamente o no, en convertirnos.
            Y es que, a lo largo de la vida, se nos plantean múltiples opciones, diversas oportunidades, de las que podemos no ser siquiera conscientes. Y, constantemente, tomamos decisiones que nos impulsan en una dirección o en la contraria y que, para bien o para mal, condicionarán el resto de decisiones que tendremos que seguir tomando en el futuro.
            Otras veces, sin embargo, creemos ser plenamente conscientes de que nos encontramos ante una encrucijada, y las alternativas se muestran, en ese momento, terriblemente nítidas ante nuestros ojos. Esos son los momentos decisivos, o eso queremos creer para justificar, por ejemplo, nuestros fracasos por lo que consideramos una elección equivocada, aunque al final no lo sean tanto, o pueden no haber tenido más relevancia que la fortaleza de nuestro carácter, la capacidad de reconocer los errores cometidos y desandar el camino andado, o esa tendencia tan arraigada en algunos de nosotros a culpar de lo que nos sucede al azar, a la mala suerte o a las vueltas del camino.
            Pero saber lo que uno quiere no siempre es fácil. A veces porque lo queremos todo; otras porque no estamos dispuestos a aceptar el paquete completo que nos ofrece la vida, y queremos tomar lo bueno, lo apetecible, y prescindir de lo que nos desagrada o nos incomoda; y otras porque nos da miedo equivocarnos, porque los cambios nos producen vértigo y el temor a lo desconocido nos paraliza.
            De alguna manera, todos llevamos en el bolsillo una brújula como la de Jack Sparrow, que no señala al Norte, sino la dirección en la que se encuentra lo que más desea su dueño, ya sea un tesoro, una persona o una localización geográfica; pero que solo funciona sí esa persona sabe lo que desea verdaderamente; pero no cuando no se sabe lo que se quiere o, aun sabiéndolo, su portador teme reclamarlo como suyo.
            Así que, en realidad, sí tuviésemos claro nuestro propósito, realmente no necesitaríamos recurrir a la brújula. O solo tendríamos que hacerlo en momentos de incertidumbre, cuando la niebla o las condiciones meteorológicas en general, nos impidieran trazar el rumbo. En otro caso, si necesitamos recurrir constantemente a la brújula es porque ese rumbo no está claro, aunque la noche esté despejada y podamos ver desde la cubierta de nuestro barco el cielo tachonado de estrellas. Y, sí eso es así, la brújula nunca señalará claramente el camino, por mucho que la saquemos de nuestro bolsillo y miremos insistentemente su esfera cortada del colmillo de una morsa y el mapa de los cielos pintado en el interior de su tapa hecha de puro lapislázuli.
            Pero, aunque el cielo esté despejado cada noche, obsesionarse con un único destino, pensar que no hay más alternativa que seguirlo a toda costa o, de lo contrario, claudicar y recalar en el puerto más cercano, nos hace perder la perspectiva y olvidar que el horizonte es tan solo una línea muy fina que separa el cielo del mar, o de la tierra, que los vientos cambian constantemente como lo hacen las mareas, y que nuestro rumbo no está trazado de antemano y podemos modificarlo para navegar a favor del viento o contra corriente, según nos apetezca. Solo hace falta un brazo fuerte, capaz de gobernar el timón y una visión aguda que se atreva a mirar lejos.

domingo, 24 de marzo de 2019

Jules y Joel


            El otro día estaba viendo un episodio de la tercera temporada de Doctor en Alaska en el que el doctor Joel Fleischman, tras sufrir un desvanecimiento después de golpearse contra uno de los postes del porche de su casa, sueña que tiene un hermano gemelo, llamado Jules.
Jules es el alter ego de Joel, irresponsable, desenfadado, sinvergüenza, jugador y seductor. En el pasado, Joel y Jules han intercambiado sus papeles; lo que le ha permitido al primero comportarse esporádicamente como no sería capaz de hacerlo en su vida normal, en la que no deja de ser un responsable miembro de la comunidad judía y un aplicado estudiante de medicina.
Ya en Cicely, Jules y Joel deciden intercambiarse, una vez más, sus identidades y, durante unos días, quizá unas horas, Joel empieza a comportarse como lo haría su hermano gemelo, lo que conducirá irremediablemente a su detención y le hará dar con sus huesos en la cárcel. Allí se encontrará con un peculiar compañero de celda, el mismísimo Sigmund Freud, con el que se someterá a una sesión de psicoanálisis en la celda en que se encuentra confinado, en el transcurso de la cual irá desgranando las contradicciones entre sus inclinaciones y la forma en que se conduce cuando, en la vida real, se comporta como quien es realmente, el Doctor Joel Fleischman.
En el transcurso de esa sesión, Joel confiesa al padre del psicoanálisis que su comportamiento está presidido por el deber y la necesidad de sujetarse a unas normas que le impiden actuar conforme le dicta su instinto; mientras que su hermano Jules, a pesar de carecer de ese estricto código moral, cuando hace algo bueno lo hace de manera espontánea y no espoleado por las normas; lo que le lleva a la conclusión de que, en esos casos, su comportamiento es verdaderamente auténtico y, por eso mismo, mejor que cualquiera de los gestos convencionales que presiden a diario la considerada conducta del honorable doctor Fleischman.
Así pues, a través del viejo conflicto entre ello, yo y superyó, pugnando por abrirse paso en medio de las tribulaciones del joven médico neoyorkino atrapado en la inhóspita Alaska, el episodio nos lleva a preguntarnos ¿cómo somos cada uno de nosotros realmente? ¿Qué es lo que preside nuestra conducta cuándo obramos bien? ¿La necesidad de sujetarnos a un estricto código moral que nos impide transgredir las normas, o una manera de ser egoísta, hedonista y desinhibida pero también capaz de mostrarse amable, cortés y compasiva?
Probablemente, todos tenemos algo de Jules y de Joel. De hecho, quizá muchas veces, actuamos impelidos por unas normas que nos han inculcado desde pequeños y que nos impiden, por ejemplo, negarle el saludo a un vecino o pincharle las ruedas del coche, por mal que pueda caernos. Y, de la misma forma, cuando se trata de nuestros seres queridos, no necesitamos ninguna norma para ordenar nuestra conducta, porque nuestros afectos son sinceros y nos impiden dañar, por acción o por omisión, a quienes más amamos. Pero, es cierto que, a veces, a todos nos apetecería prescindir de las normas y los convencionalismos, expresarnos libremente y en voz alta, no tener que guardar las apariencias, poner a cada cual en su sitio y también confesar nuestras simpatías y afectos.
Supongo que, en parte, no lo hacemos porque tememos las consecuencias de equivocarnos en nuestras apreciaciones o que alguien nos pueda pagar con la misma moneda. Y porque preferimos la comodidad de las normas, saber que, por mal que le caigamos a alguien, no se va a atrever a pincharnos las ruedas del coche. Y también preferimos no ser siempre conscientes de los sentimientos que despertamos en los demás o, lo que es peor, que no despertamos sentimiento alguno en la gente que nos rodea, cuyas normas de cortesía, de hecho, impiden que nos volvamos invisibles.
Pero, en el fondo, todos querríamos ser Jules, porque nos gustaría creer que, cuando actuamos como lo hacemos, siempre lo hacemos honestamente, que no condiciona nuestra conducta el miedo a ser reprendidos o sancionados, que somos capaces de amar y de odiar incondicionalmente y que nuestra libertad es la única regla que nunca nos atrevemos a vulnerar. Pero, si eso no siempre es así, ¿quién no querría poder ponerse, solo de vez en cuando, en la piel de su hermano gemelo?

sábado, 9 de marzo de 2019

Púgiles en el estrado


            De todas las técnicas del ejercicio profesional de la abogacía, para mí, una de las más difíciles, o tal vez la más difícil, es el interrogatorio. Los conocimientos que se requieren para plantear correctamente una demanda, formalizar un recurso o articular un discurso ordenado y convincente durante una vista oral, se pueden adquirir con el estudio y la práctica. Con mayor o menor brillantez, cualquier letrado, con una mínima voluntad y una capacidad media puede hacerlo de manera solvente. Luego, los pleitos se ganan o se pierden igualmente, porque en el resultado de la contienda influyen otros factores que no siempre dependen de la habilidad del abogado que defiende una causa.
            Pero el interrogatorio es otra cosa. Recurrir a él implica ya, de por sí, un riesgo, con independencia de que la prueba haya sido propuesta por cualquiera de las partes en litigio. Y ese riesgo radica en la imprevisibilidad de las respuestas. Naturalmente, quien propone una prueba testifical tiene una ventaja, y es que puede, y debería, preparar al testigo, para que sus respuestas se acomoden al relato de los hechos que pretende llevar a la sentencia, y en el que habrá de basarse el fallo. Pero, aun así, los testigos pueden incurrir en contradicciones, exponer los hechos de forma escasamente convincente o su declaración puede resultar poco verosímil no solo por lo que se dice sino por la forma en que se expone ante el tribunal. Y, además, está el riesgo del contrainterrogatorio, en el que lo que se persigue es, precisamente, desacreditar al testigo, provocar dudas en el tribunal sobre su versión de los hechos y suscitar la desconfianza.
            Existe, además, cierta desconfianza natural respecto de la prueba testifical y el interrogatorio de parte. En primer lugar porque quien declara lo hace, no en base a lo que realmente ocurrió, sino conforme lo recuerda o lo percibió en su momento, con lo cual, al margen de subjetividad del testimonio hay que sumar el tiempo transcurrido entre el acaecer de los acontecimientos y el momento en que se lleva a cabo la declaración. No es que el testigo mienta deliberadamente, pero no narra lo que ocurrió sino lo que recuerda que ocurrió.
            Pero el problema principal está en el hecho de que, muchas veces, los testigos, y no digamos las partes enfrentadas en un litigio, mienten conscientemente, y ello a pesar de la advertencia que, a los primeros, se les hace, antes de comenzar el interrogatorio, sobre las consecuencias del delito de falso testimonio. Además, las personas faltan a la verdad con una cierta naturalidad. Pueden afirmar que han trabajado, sin haberlo hecho, para percibir las prestaciones por desempleo; o jurar que se les adeudan salarios, horas extraordinarias, vacaciones y finiquitos o que fueron objeto de un despido sin causa para obtener contrapartidas económicas injustificadas o superiores a las que, realmente, les corresponderían. Por eso, conducir el interrogatorio, sobre todo ante un testigo hostil, es particularmente difícil.
El otro día leía en la prensa una noticia titulada algo así como ‘un púgil en el estrado’, que elogiaba la habilidad de uno de los letrados de la defensa en el juicio del procés, para conducir el interrogatorio como un combate de boxeo en el que, en lugar de buscar en nokout, el abogado iba acorralando al testigo (en este caso, la exvicepresidenta del Gobierno que, hasta ese momento, se había mostrado desenvuelta respondiendo a las preguntas del resto de abogados defensores) hasta ponerla contra las cuerdas, después de propinarle una serie ininterrumpida de golpes que la hicieron dudar, por primera vez, y mostrarse imprecisa o evasiva en sus respuestas.
En otras sesiones, sin embargo, se han visto interrogatorios en los que el aplomo de los testigos, que respondían a las preguntas devolviendo respuestas como dardos envenenados, con su declaración mesurada y convincente, ha puesto en aprietos a esas mismas defensas. Lo cual demuestra que, ante la posibilidad de una respuesta que pueda invalidar la tesis de la defensa, es mejor no preguntar. Esa lección cualquier abogado ha podido aprenderla en el ejercicio de su oficio, pero yo la aprendí de Paul Newman en Veredicto final.
Y es que las películas de juicios pueden ser bastante aleccionadoras respecto de la práctica de un interrogatorio. Yo, personalmente, me quedaría con dos: ¿Vencedores o vencidos?, en la que el brillante abogado de la defensa, interpretado por un no menos brillante Maximilian Schell, consigue desacreditar el testimonio de uno de los testigos de cargo, con un interrogatorio implacable; y Testigo de cargo, con un magnífico Charles Laughton desmontando el interrogatorio del fiscal sin formular una sola pregunta.
Yo no me considero particularmente hábil en la práctica del interrogatorio. De hecho, muchas veces, prefiero no preguntar, bien porque no albergo dudas respecto de la veracidad del testimonio o, precisamente, para evitar que mis preguntas corroboren la tesis de la otra parte que no comparto. A veces, es mejor dejar que tu contendiente pregunte y, como Charles Laughton, cuestionar la pertinencia de las preguntas, o esperar al trámite de conclusiones para poner de manifiesto la insuficiencia de las respuestas que, normalmente, denota la insuficiencia de las preguntas.
Otras veces, sin embargo, no he podido resistirme a la tentación de poner de manifiesto algo que resultaba evidente para mí, pero sobre lo que el juez albergaba dudas o que, incluso, no quería saber. Y recuerdo un caso en el que un colectivo numeroso de trabajadores, que formaban parte de una agrupación profesional, trataba de hacer pasar por una actividad laboral por cuenta ajena que les permitiera cobrar las prestaciones por desempleo, lo que, a todas luces, no era más que una actividad profesional por cuenta propia. Eran, en su mayor parte, albañiles que realizaban reformas en casas de particulares, como alicatar un cuarto de baño, y los supuestos empresarios que los contrataban, no eran más que cabezas de familia. Y ante la frecuencia con que los jueces estimaban sus demandas (en un caso, a pesar de que la magistrada había tenido a trabajadores de dicha agrupación realizando una obra en su propio domicilio) y condenaban a la administración a pagarles las prestaciones por desempleo, empecé a proponer como prueba la declaración de los supuestos empleadores a los que, en primer lugar, sorprendía al preguntarles por su condición de empresarios de la construcción, para luego encadenar una serie de preguntas relativas al centro de trabajo, a la jornada laboral, al pago del salario o la adopción de medidas de prevención de riesgos laborales, con el consiguiente desconcierto por parte de los testigos y para desesperación de los abogados de la parte contraria.
Y es que, no siempre puede uno subirse al estrado como el que se sube a un ring, pero la verdad es que a mí también me gusta el boxeo.