El otro día estuve escuchando un
programa de radio en el que los tertulianos hablaban de los datos de un informe
publicado por la OCDE sobre obesidad y en el que se hacía una valoración de la
repercusión sobre el producto interior bruto de lo que dicho informe consideraba
una epidemia; lanzando un dato económico que aludía al coste que tiene para los
sistemas sanitarios atender las dolencias derivadas del exceso de peso; gasto
que repercute en definitiva en el bolsillo del contribuyente. Los datos además
hablan de que, en un horizonte de treinta años, en España, el ochenta por
ciento de los hombres, y más del cincuenta por ciento de las mujeres sufrirán esta
dolencia.
Las medidas que se proponen para
combatir esta ‘pandemia’ van, desde gravar con impuestos la comida basura y los
refrescos azucarados, a fomentar la creación de zonas de esparcimiento
deportivo en barrios y ciudades.
Es
curioso cómo, en ese informe, a pesar de reconocer que el sobrepeso no afecta
en la misma medida a los distintos estratos sociales y que son las clases más
desfavorecidas económicamente, las que se encuentran más expuestas a padecer
sobrepeso como consecuencia de la mala alimentación, se patrocinen medidas de
esta naturaleza. Porque, digo yo, si un pobre se alimenta de productos
procesados porque son más baratos que los que serían más beneficiosos para su
salud; si, por ejemplo, merendar un bollicao o una bolsa de gusanitos es más económico
que otro tipo de merienda más saludable, ¿qué se pretende con este tipo de
iniciativa? ¿Que, en lugar de comer mal, los pobres coman menos o no coman en
absoluto? Y, por otra parte, ¿es que ese informe considera seriamente que
alguien con el estómago vacío va a lanzarse a hacer ejercicio en cuanto
habiliten cerca de su casa un área específica para ello? ¿O se trata de que
empecemos a ver al ‘pobre gordo’, en el sentido de persona de escasos recursos
que tiene sobrepeso, como un parásito social que, además de estar gordo (cosa
que parece que a los pobres no debería estarles permitido) por propia voluntad,
grava a la sociedad con el coste que tendrá en el futuro hacerse cargo de las
enfermedades que, a buen seguro, padecerá en algún momento de su vida?
Pagar la cuota del gimnasio no es algo
que esté al alcance de todo el mundo y cualquier actividad deportiva requiere
de una equipación mínima. Correr, por ejemplo, no es de las más caras, pero
salvo que seas etíope o estés acostumbrado a correr descalzo, necesitas, por lo
menos, un par de zapatillas, un pantalón y una camiseta. No obstante, he de
decir que, cuando empecé a correr, cogí un par de zapatillas desgastadas que
tenía en casa, un pantalón de deporte y una camiseta interior; y, cómo era
invierno y hacía un frío que pelaba, me puse encima un jersey viejo. Y lo hice
porque, la verdad es que no estaba muy convencido de que fuera a perseverar en
la tarea. Pero cuando lo de correr se convirtió en un hábito, tuve que
equiparme adecuadamente.
Cuando salgo a correr, me encuentro de
vez en cuando con hombres y mujeres a los que les sobran unos cuantos kilos.
Muchos de ellos corren fatigosamente, con la cara encendida y resoplando.
Corren despacio, también, a veces, con un estilo desmadejado. Verlos en acción
no resulta estético porque, además, la ropa deportiva muestra sus redondeces
sin recato ni consideración de ninguna clase. Pero, cuando paso por su lado o
me los encuentro de frente en el parque, despiertan automáticamente en mí una
simpatía espontánea y, mentalmente, les lanzo una salutación de ánimo. Lo
normal es que, al poco tiempo, no vuelva a verlos. Y no me extraña lo más
mínimo. Hace falta mucha fuerza de voluntad para salir de casa y exhibir en
público esos kilos de más, ver pasar a otros corredores delgados y fibrosos, y
sentir que el corazón se te sale del pecho con cada paso que das, sabiendo que las
agujetas te martirizarán durante días y siendo consciente de que, para perder
peso, habrá que perseverar en esa ingrata tarea durante semanas.
Además, es muy fácil hacerse daño
cuando, después de haber visto cómo tu peso iba aumentando hasta convertirte en
un reflejo redondeado de ti mismo, te pones a hacer ejercicio de la noche a la
mañana. Y no me refiero solo a lesiones musculares. Las articulaciones sufren
mucho más, cuando corres, si te sobran unos cuantos kilos. Por no hablar de lo
que puede llegar a sufrir el corazón. Y eso, dicho de paso, además de
inhabilitarte para hacer ejercicio físico en el futuro, sí que puede derivar en
un gasto serio para el sistema público de salud.
Estoy de acuerdo en que nuestra forma
de vida no es la más saludable. Somos sedentarios y, probablemente, comemos
mucho más de lo que necesitamos. Nos gustan las grasas y los dulces y nos
volvemos perezosos a la hora de cocinar para nosotros mismos. Pensamos que
nuestro cuerpo va a tolerar indefinidamente todos nuestros excesos y si tuviéramos
hábitos más sanos, no necesitaríamos ir al gimnasio tan a menudo. Pero vivir en
ciudades masificadas o en medio de un desierto alimentario, tener que ir en
coche al trabajo, carecer del tiempo necesario y los medios para cuidar mejor
de nosotros mismos y de nuestros hijos, no es algo que siempre se elija
voluntariamente. Y esgrimir un dato económico para combatir la obesidad, como
si los gordos no fueran solo unos irresponsables, sino también gente que con su
sobrepeso lastra la economía de los países desarrollados e hipoteca los
sistemas públicos de salud, me parece una falacia y también parece un
llamamiento al resto de la población para combatir, no el sobrepeso, sino a
quienes lo padecen.
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