domingo, 13 de octubre de 2019

El sobrepeso lastra la economía


         El otro día estuve escuchando un programa de radio en el que los tertulianos hablaban de los datos de un informe publicado por la OCDE sobre obesidad y en el que se hacía una valoración de la repercusión sobre el producto interior bruto de lo que dicho informe consideraba una epidemia; lanzando un dato económico que aludía al coste que tiene para los sistemas sanitarios atender las dolencias derivadas del exceso de peso; gasto que repercute en definitiva en el bolsillo del contribuyente. Los datos además hablan de que, en un horizonte de treinta años, en España, el ochenta por ciento de los hombres, y más del cincuenta por ciento de las mujeres sufrirán esta dolencia.
         Las medidas que se proponen para combatir esta ‘pandemia’ van, desde gravar con impuestos la comida basura y los refrescos azucarados, a fomentar la creación de zonas de esparcimiento deportivo en barrios y ciudades.
Es curioso cómo, en ese informe, a pesar de reconocer que el sobrepeso no afecta en la misma medida a los distintos estratos sociales y que son las clases más desfavorecidas económicamente, las que se encuentran más expuestas a padecer sobrepeso como consecuencia de la mala alimentación, se patrocinen medidas de esta naturaleza. Porque, digo yo, si un pobre se alimenta de productos procesados porque son más baratos que los que serían más beneficiosos para su salud; si, por ejemplo, merendar un bollicao o una bolsa de gusanitos es más económico que otro tipo de merienda más saludable, ¿qué se pretende con este tipo de iniciativa? ¿Que, en lugar de comer mal, los pobres coman menos o no coman en absoluto? Y, por otra parte, ¿es que ese informe considera seriamente que alguien con el estómago vacío va a lanzarse a hacer ejercicio en cuanto habiliten cerca de su casa un área específica para ello? ¿O se trata de que empecemos a ver al ‘pobre gordo’, en el sentido de persona de escasos recursos que tiene sobrepeso, como un parásito social que, además de estar gordo (cosa que parece que a los pobres no debería estarles permitido) por propia voluntad, grava a la sociedad con el coste que tendrá en el futuro hacerse cargo de las enfermedades que, a buen seguro, padecerá en algún momento de su vida?
         Pagar la cuota del gimnasio no es algo que esté al alcance de todo el mundo y cualquier actividad deportiva requiere de una equipación mínima. Correr, por ejemplo, no es de las más caras, pero salvo que seas etíope o estés acostumbrado a correr descalzo, necesitas, por lo menos, un par de zapatillas, un pantalón y una camiseta. No obstante, he de decir que, cuando empecé a correr, cogí un par de zapatillas desgastadas que tenía en casa, un pantalón de deporte y una camiseta interior; y, cómo era invierno y hacía un frío que pelaba, me puse encima un jersey viejo. Y lo hice porque, la verdad es que no estaba muy convencido de que fuera a perseverar en la tarea. Pero cuando lo de correr se convirtió en un hábito, tuve que equiparme adecuadamente.
         Cuando salgo a correr, me encuentro de vez en cuando con hombres y mujeres a los que les sobran unos cuantos kilos. Muchos de ellos corren fatigosamente, con la cara encendida y resoplando. Corren despacio, también, a veces, con un estilo desmadejado. Verlos en acción no resulta estético porque, además, la ropa deportiva muestra sus redondeces sin recato ni consideración de ninguna clase. Pero, cuando paso por su lado o me los encuentro de frente en el parque, despiertan automáticamente en mí una simpatía espontánea y, mentalmente, les lanzo una salutación de ánimo. Lo normal es que, al poco tiempo, no vuelva a verlos. Y no me extraña lo más mínimo. Hace falta mucha fuerza de voluntad para salir de casa y exhibir en público esos kilos de más, ver pasar a otros corredores delgados y fibrosos, y sentir que el corazón se te sale del pecho con cada paso que das, sabiendo que las agujetas te martirizarán durante días y siendo consciente de que, para perder peso, habrá que perseverar en esa ingrata tarea durante semanas.
         Además, es muy fácil hacerse daño cuando, después de haber visto cómo tu peso iba aumentando hasta convertirte en un reflejo redondeado de ti mismo, te pones a hacer ejercicio de la noche a la mañana. Y no me refiero solo a lesiones musculares. Las articulaciones sufren mucho más, cuando corres, si te sobran unos cuantos kilos. Por no hablar de lo que puede llegar a sufrir el corazón. Y eso, dicho de paso, además de inhabilitarte para hacer ejercicio físico en el futuro, sí que puede derivar en un gasto serio para el sistema público de salud.
         Estoy de acuerdo en que nuestra forma de vida no es la más saludable. Somos sedentarios y, probablemente, comemos mucho más de lo que necesitamos. Nos gustan las grasas y los dulces y nos volvemos perezosos a la hora de cocinar para nosotros mismos. Pensamos que nuestro cuerpo va a tolerar indefinidamente todos nuestros excesos y si tuviéramos hábitos más sanos, no necesitaríamos ir al gimnasio tan a menudo. Pero vivir en ciudades masificadas o en medio de un desierto alimentario, tener que ir en coche al trabajo, carecer del tiempo necesario y los medios para cuidar mejor de nosotros mismos y de nuestros hijos, no es algo que siempre se elija voluntariamente. Y esgrimir un dato económico para combatir la obesidad, como si los gordos no fueran solo unos irresponsables, sino también gente que con su sobrepeso lastra la economía de los países desarrollados e hipoteca los sistemas públicos de salud, me parece una falacia y también parece un llamamiento al resto de la población para combatir, no el sobrepeso, sino a quienes lo padecen.

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