El
otro día estaba viendo un episodio de la tercera temporada de Doctor en Alaska
en el que el doctor Joel Fleischman, tras sufrir un desvanecimiento después de
golpearse contra uno de los postes del porche de su casa, sueña que tiene un
hermano gemelo, llamado Jules.
Jules es el alter ego
de Joel, irresponsable, desenfadado, sinvergüenza, jugador y seductor. En el
pasado, Joel y Jules han intercambiado sus papeles; lo que le ha permitido al
primero comportarse esporádicamente como no sería capaz de hacerlo en su vida
normal, en la que no deja de ser un responsable miembro de la comunidad judía y
un aplicado estudiante de medicina.
Ya en Cicely, Jules y
Joel deciden intercambiarse, una vez más, sus identidades y, durante unos días,
quizá unas horas, Joel empieza a comportarse como lo haría su hermano gemelo,
lo que conducirá irremediablemente a su detención y le hará dar con sus huesos
en la cárcel. Allí se encontrará con un peculiar compañero de celda, el
mismísimo Sigmund Freud, con el que se someterá a una sesión de psicoanálisis en
la celda en que se encuentra confinado, en el transcurso de la cual irá
desgranando las contradicciones entre sus inclinaciones y la forma en que se
conduce cuando, en la vida real, se comporta como quien es realmente, el Doctor
Joel Fleischman.
En el transcurso de
esa sesión, Joel confiesa al padre del psicoanálisis que su comportamiento está
presidido por el deber y la necesidad de sujetarse a unas normas que le impiden
actuar conforme le dicta su instinto; mientras que su hermano Jules, a pesar de
carecer de ese estricto código moral, cuando hace algo bueno lo hace de manera
espontánea y no espoleado por las normas; lo que le lleva a la conclusión de
que, en esos casos, su comportamiento es verdaderamente auténtico y, por eso
mismo, mejor que cualquiera de los gestos convencionales que presiden a diario
la considerada conducta del honorable doctor Fleischman.
Así pues, a través
del viejo conflicto entre ello, yo y superyó, pugnando por abrirse paso en
medio de las tribulaciones del joven médico neoyorkino atrapado en la inhóspita
Alaska, el episodio nos lleva a preguntarnos ¿cómo somos cada uno de nosotros
realmente? ¿Qué es lo que preside nuestra conducta cuándo obramos bien? ¿La
necesidad de sujetarnos a un estricto código moral que nos impide transgredir
las normas, o una manera de ser egoísta, hedonista y desinhibida pero también
capaz de mostrarse amable, cortés y compasiva?
Probablemente, todos
tenemos algo de Jules y de Joel. De hecho, quizá muchas veces, actuamos
impelidos por unas normas que nos han inculcado desde pequeños y que nos
impiden, por ejemplo, negarle el saludo a un vecino o pincharle las ruedas del
coche, por mal que pueda caernos. Y, de la misma forma, cuando se trata de
nuestros seres queridos, no necesitamos ninguna norma para ordenar nuestra
conducta, porque nuestros afectos son sinceros y nos impiden dañar, por acción
o por omisión, a quienes más amamos. Pero, es cierto que, a veces, a todos nos
apetecería prescindir de las normas y los convencionalismos, expresarnos
libremente y en voz alta, no tener que guardar las apariencias, poner a cada
cual en su sitio y también confesar nuestras simpatías y afectos.
Supongo que, en
parte, no lo hacemos porque tememos las consecuencias de equivocarnos en
nuestras apreciaciones o que alguien nos pueda pagar con la misma moneda. Y
porque preferimos la comodidad de las normas, saber que, por mal que le
caigamos a alguien, no se va a atrever a pincharnos las ruedas del coche. Y
también preferimos no ser siempre conscientes de los sentimientos que
despertamos en los demás o, lo que es peor, que no despertamos sentimiento
alguno en la gente que nos rodea, cuyas normas de cortesía, de hecho, impiden
que nos volvamos invisibles.
Pero, en el fondo,
todos querríamos ser Jules, porque nos gustaría creer que, cuando actuamos como
lo hacemos, siempre lo hacemos honestamente, que no condiciona nuestra conducta
el miedo a ser reprendidos o sancionados, que somos capaces de amar y de odiar incondicionalmente
y que nuestra libertad es la única regla que nunca nos atrevemos a vulnerar.
Pero, si eso no siempre es así, ¿quién no querría poder ponerse, solo de vez en
cuando, en la piel de su hermano gemelo?
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