El
fin de semana pasado corrí mi quinta carrera nocturna. Hacía año y medio que no
me ponía un dorsal para competir sobre el asfalto y tres que no me apuntaba a
la Nocturna. La última vez, mi hija menor y yo, que nos habíamos descolgado del
grupo, cruzamos juntos la línea de meta mientras por los altavoces tronaba un
tema de Dire Straits.
Me
gusta participar en esta carrera en particular. Tal vez porque, cuando empecé a
correr, me levantaba antes del amanecer y regresaba bajo un cielo todavía negro
y frío. Algún tiempo después, preparándome para participar en mi primer maratón,
salía de casa cuando ya había oscurecido y, en las tiradas largas, podía correr
durante horas a través de calles iluminadas tan solo por las luces de las
farolas, los escaparates y los faros de los coches. Y, a veces, cuando sueño
que estoy corriendo, lo hago a través de un paisaje solitario peinado por un
cálido viento nocturno.
Además,
la Nocturna no es una carrera como las demás. La competición se deja a un lado
para participar en un acontecimiento lúdico y festivo al que se puede apuntar
cualquiera, con independencia de su edad, de su estado de forma y de sus
motivaciones personales. Y lo normal es hacerlo en pareja o acompañado de padres,
hijos, hermanos o amigos.
Esta
vez, como en la media maratón del año pasado, fue mi sobrino quien me desafió a
participar. Aunque, en esta ocasión, también nos acompañó su padre. Todos
teníamos alguna excusa para no exprimirnos demasiado: meses sin entrenamiento, dolor
de rodillas o fascitis plantar. Así que elegimos un ritmo cómodo, dejándonos
llevar por las sensaciones y asumiendo la primacía alternativamente, mirando,
de vez en cuando, hacia atrás para que nadie perdiera la estela del grupo.
La edición de este
año me ha recordado algo que he leído recientemente sobre que, cuando el hombre
era un cazador por persistencia, corría detrás de antílopes durante horas hasta
hacerlos desplomarse de puro agotamiento; organizándose en partidas de caza en
las que participaba toda la tribu; desde las mujeres, que ocuparían la posición
más avanzada, siguiendo el rastro de los animales, pasando por los ancianos que
marcharían más retrasados prediciendo los movimientos de la presa, a los
corredores más jóvenes y fuertes, ocupando la retaguardia, para tomar la
iniciativa en el momento decisivo de matar.
Aunque
soy un corredor solitario, reconozco que correr acompañado es siempre mejor que
hacerlo solo. No hace falta hablar. A veces basta la presencia del otro a tu
lado, compartiendo una senda abandonada o un circuito urbano; sentir esa
presencia palpitando al ritmo sincronizado de las pisadas sobre la grava, el
asfalto o la arena de la playa.
En
verano, en mi ciudad, el calor puede llegar a ser extenuante. Y tal vez, algún
día no muy remoto, tenga que resguardarme de un clima que parece decidido a
hacernos pagar por nuestros excesos y nuestra insaciable forma de vida. Me
gustaría creer que todavía no hemos tomado un camino sin retorno o que el universo
está dispuesto a darnos una nueva oportunidad; pero, si no fuera así, tal vez la
vida pueda adaptarse y abrirse paso, a pesar de todo, y el cielo nocturno nos permita
salir a respirar, a beber y a cazar de nuevo en grupo para sobrevivir.
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