Después
de un viaje, siempre cuesta trabajo retomar la rutina, los hábitos cotidianos
que habíamos abandonado mientras estuvimos ausentes, visitando otro país o,
sencillamente, lejos de casa.
Cuando
se trata de volver a trabajar, resulta más fácil. Y es que el hecho de tener
que cumplir con una jornada y un horario preestablecidos ayuda bastante, aunque
también fastidie lo suyo. Pero si se trata de hábitos propios, autoimpuestos o
en los que existe, al menos, un cierto margen de maniobra, la cosa cambia
sustancialmente.
Supongo que, en mi
caso, a todo esto se suma el pensamiento inconsciente de que si realmente,
llevará la vida que me apetecería llevar; si viviera en esos lugares que he
visitado recientemente; si comiera con frecuencia en esos restaurantes y
paseara cada tarde junto al embarcadero en el que cené tan solo hace unas
cuantas noches; si pudiera acudir a aquel museo a hacer bocetos de las estatuas de mármol que me
dejaron embelesado durante horas o asomarme de vez en cuando a una costa
escarpada desde unos jardines suspendidos en el tiempo, no dedicaría mi tiempo
a otros menesteres
Algo
así me ocurre cuando, a pesar de todo, también siento que necesito volver a
salir al parque para trotar unos cuantos kilómetros. Muchas veces no es lo que
más me apetece, pero además parece que uno no sabe por donde empezar. El cuerpo
se resiste a ponerse en marcha, aunque solo hay que zarandearlo un poco y se
activa rápidamente. Pero la mente es otra cosa.
No es que uno esté
especialmente descansado, esa es la verdad. Las estancias en los museos, los
largos paseos por las ciudades que se han visitado, el estar todo el tiempo de
acá para allá, para aprovechar cada minuto, las esperas en los aeropuertos, te
dejan exhausto; y, cuando llegas a casa, te dejas abrazar por tu vieja butaca
como si fuera un amigo al que no has visto desde hace mucho tiempo.
Pero todo eso se puede
superar y, de hecho, el cansancio se disipa antes sí en lugar de dejarse
dominar por la molicie, uno se activa cuanto antes y echa a rodar por el primer
camino que se encuentra, siempre que no sea demasiado empinado. Pero el tiempo
pasa y las sensaciones no son siempre las mismas. Hace meses que mis rodillas
empezaron a recordarme que al correr el peso del cuerpo se multiplica y cada
zancada pone a prueba las articulaciones. Sufrir dolores musculares o
articulares no es extraño en un corredor, pero conviene escuchar lo que el
cuerpo te dice con ese tipo de mensaje, especialmente sí el mensaje empieza a
volverse insistente.
Este verano he leído un
libro que habla de una raza de corredores legendarios que vive aislada en una
sierra del norte de Méjico. Adiestrados en el arte de correr durante
generaciones, constituirían una especie de cazadores incansables, capaces de
dejar en evidencia, con sus sandalias de cuero y sus ponchos tribales, a los
más experimentados ultramaratonistas. En este libro, el autor, después de
hablar con expertos y analizar la experiencia de corredores de todo el planeta,
llega, entre otras conclusiones, por un lado, a la de que el ser humano está dotado
genéticamente de cualidades que lo convierten no solo en un corredor nato, sino
también en la especie mejor adaptada para las carreras de larga distancia. Y,
por otro, que la forma correcta de correr es aquella que no deja huellas en el
camino. Es decir que para correr correctamente es necesario minimizar el impacto
sobre la superficie que se transita. De esa manera, no solo el esfuerzo se
vuelve más eficiente, sino que se minimiza la posibilidad de sufrir lesiones.
No es mi primera
lectura sobre carreras y corredores, pero, después de reflexionar, he decidido
cambiar mi forma de correr y, casi sin darme cuenta, también ha cambiado mi pensamiento
de corredor. Es imposible correr mucho tiempo sí la carrera representa un
esfuerzo superior al que somos capaces de soportar. La verdad irrefutable es que,
además de tener que recurrir a grandes dosis de autodisciplina, el tiempo juega
en nuestra contra. Solo sí esa actividad física es compatible con nuestra vida
cotidiana, y con la que querríamos llevar sí pudiéramos hacer todas esas cosas
que habitualmente vamos posponiendo, podremos seguir desarrollándola cuando
nuestro vigor empiece a declinar.
Hace poco, se ha puesto de moda una aplicación que, partiendo de una fotografía, permite conocer el aspecto que
tendrías dentro de un tiempo, en definitiva, que efectos tendrá previsiblemente
sobre ti el paso de los años. Yo no he llegado a descargármela, pero a mis
hijas les faltó tiempo para hacerlo y utilizarla a partir de, entre otras
fotografías, una de su padre. Así que he podido asomarme a una especie de
espejo mágico que me ha devuelto el rostro de un anciano en cuyo semblante he
llegado a reconocerme. Y, cómo en la fotografía estaba sonriendo, ese anciano sonríe
también abiertamente, y también tiene un aspecto saludable. Así que he decidido
que quiero llegar a ser ese anciano al que el tiempo parece haber tratado con
benevolencia y al que no parece que le duelan las rodillas.
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