viernes, 23 de diciembre de 2022

Figuras ocultas

 

            Mi hija mayor tiene dos compañeras de clase que, necesitando adornar la realidad con algo más estimulante que la escasa información de que disponen relativa a sus compañeros, se han aficionado a inventarse historias, hábitos o secretos que concernirían a esos mismos compañeros, extraídos de su propia imaginación y también de su capacidad para dotar a cualquier individuo anónimo de una personalidad enigmática, de un pasado turbulento o de una adicción inconfesable. Así, han empezado a especular, por ejemplo, con la posibilidad de que cierto camarada haya invertido considerables sumas de dinero, tratándose de un estudiante universitario, en el mercado de las criptomonedas.

            El problema, como ellas mismas reconocen, es que, pasado un tiempo, dejan de ser capaces de discernir entre lo que saben realmente de esa persona y lo que tan sólo es fruto de su imaginación. Y, por ejemplo, después de leer en el periódico una noticia sobre la quiebra de una de las mayores plataformas de monedas digitales, se sorprenden a sí mismas pensando en su compañero de clase, compadeciéndose de él y considerando que debe estar realmente preocupado por las fluctuaciones del mercado y especulando sobre hasta qué punto le habrá afectado la consiguiente pérdida de valor de otros ciptoactivos en los que podría haber invertido en el pasado.

            Cuando mi hija me contó esta costumbre de sus amigas de conjeturar sobre conocidos y compañeros, me pareció una manera muy divertida de pasar el tiempo, mejor que cualquier reality de los que se pueden ver en la televisión y que sólo indagan en la miseria humana y terminan poniendo de manifiesto la mediocridad de los individuos que participan en ellos y sus pobres motivaciones. Pero, acto seguido, pensé que la mayoría de nosotros hacemos eso mismo todo el rato y, a veces, sin ser siquiera conscientes de ello.

Por ejemplo, hace tiempo, tuve un compañero de trabajo, muy dado a hacer conjeturas en voz alta sobre los temas más diversos, que especulaba sobre el carácter psicopático del empleado que se sentaba en la mesa de al lado del departamento en el que trabajaban los dos. Este era un individuo de temperamento sosegado, poco amigo de las confidencias, que nunca levantaba la voz ni perdía la compostura, y que, cuando escuchaba las teorías de su compañero, expresadas en su presencia, sobre su propensión a cometer crímenes horrendos mientras escuchaba la obertura de una ópera clásica, se limitaba a sonreír levemente sin alterarse lo más mínimo, aunque el otro le atribuyera una capacidad innata para perpetrar actos de un sadismo atroz.

Lo cierto es que, desde que oí aquel comentario, siempre que, con posterioridad, coincidí con el aludido, aunque fuera cruzándome con él por un pasillo, al ver sus ojos de un azul pálido tras unas lentes oculares de considerables dimensiones, y su rostro flácido e inexpresivo, no podía evitar imaginármelo ataviado con un delantal blanco manchado de rojo y manipulando algún instrumento lacerante sobre una mesa cubierta de miembros y vísceras flotando sobre un líquido viscoso, mientras sonaba de fondo el adagio para cuerda de Samuel Barber.

Otras veces, una conversación trivial en la que cada cual se posiciona sobre lo que hipotéticamente estaría dispuesto a hacer en caso de encontrarse en determinada tesitura, nos permite atribuir a los demás defectos o virtudes, e imaginarlos en un contexto determinado, por ejemplo a bordo de un barco que atravesase dificultades en medio de un temporal y apretujándose entre el resto de pasajeros esperando su turno para ocupar un asiento en el último bote salvavidas. O viajando en un tren de alta velocidad que transitase con destino a una estación remota en medio de un apocalipsis zombi.

El problema de todo esto es que nos movemos en el ámbito de la especulación, y lo que no tendría mayor trascendencia si nos limitáramos a especular, puede convertirse en una fuente de malentendidos que nos lleve a atribuir intenciones aviesas o motivaciones ocultas a gestos anodinos y palabras carentes de significado, cómo no sea el que se desprende de su propia literalidad. De hecho, si uno no anda precavido, puede terminar construyendo en su mente una trama enrevesada en la que los personajes se mueven en una nebulosa llena de sospechas a partir de lo que observa que pasa en su patio de vecinos desde la ventana.

Soy consciente del peligro que entraña tener una imaginación demasiado viva, pero aun así no puedo evitar hacer conjeturas sobre las personas que me rodean y a las que no conozco demasiado bien. Por ejemplo, cuando estaba en el ejército, coincidí con un suboficial que tenía los modales de un aristócrata y un bigote al estilo de Errol Flynn, aunque algo más poblado. Su carácter flemático y su mirada algo ausente me hicieron tomarle aprecio y, durante el tiempo que compartimos en el Mando de Apoyo Logístico, me lo imaginaba a menudo sentado ante una chimenea de un viejo caserón, leyendo un libro y con una copa de brandy en la mano y un perro postrado a sus pies. También hace tiempo conocí a una magistrada que solía presidir las vistas haciendo gala de una arrogancia y un desdén más propios de una emperatriz romana que de un humilde servidor de la ley, así que después de sufrir en mis propias carnes su habitual falta de consideración, empecé a atribuirle secretamente una cierta inclinación al sadomasoquismo, que casaba bastante bien con su talante despótico.

Pero, a lo largo del tiempo, he conocido mucha otra gente que pasaba por mi lado sin delatar inclinaciones ni mostrar nada que tuviera que ver con su naturaleza. Rostros en la multitud a los que no se puede atribuir ningún rasgo porque transcurren fugazmente por nuestras vidas. No obstante, a veces me pregunto si, al verme o escucharme, harán sus propias conjeturas sobre mí, que procuro conducirme de forma educada y respetuosa, aunque tampoco soy amigo de las confidencias y muchas veces me limito a sonreír cuando alguien bromea en mi presencia. Aun así, cuando coincido con algún extraño en el juzgado o en el transporte público, no puedo evitar preguntarme si tendrán familia o alguien estará esperándolos en casa, o si les gustará la música clásica o el cine de terror. Pero casi siempre se bajan en su parada antes de que pueda hablar con ellos. Una lástima, la gente está tan sola que estoy seguro de que la mayoría agradecería algo de conversación. Aunque luego las personas son tan insustanciales, tan mediocres, tienen tan bajas motivaciones, que no es extraño que les vaya mal en la vida. Si estuvieran más atentos al mundo que les rodea, tal vez pudieran descubrir algo interesante de verdad o, por lo menos, evitar que les hiciesen daño.

domingo, 20 de noviembre de 2022

El autobús de Lewton

 

El 'autobús de Lewton' es un recurso muy empleado en el cine de suspense y de terror que consiste en hacer irrumpir de improviso, en una secuencia en la que se ha creado una gran tensión dramática, un elemento inofensivo pero que consigue sobresaltar al espectador, que en ese momento está esperando un acontecimiento trágico, precisamente por la forma abrupta en que se muestra, normalmente acompañado de un sonido estridente o de una disonancia en la banda sonora coincidiendo con una subida del volumen al estilo del primer anuncio de un intermedio televisivo a media noche, que hace que se disparen las pulsaciones del auditorio.

Por ejemplo, en una noche tormentosa, la protagonista, que ha acudido con toda la cautela del mundo a cerrar una ventana, en lugar de con un asesino despiadado armado con un cuchillo de considerables dimensiones oculto detrás de la cortina, se tropieza con su gato saltando desde el alero del tejado. Pero, en vez de darle un escobazo, lo deja entrar en casa, con graves consecuencias para el animalito, que aparece destripado dos secuencias después de haber estado a punto de provocar a su dueña un paro cardiaco.

El nombre de este efecto tiene su origen en el productor cinematográfico Val Lewton y se asocia a una secuencia de la película ‘La mujer pantera’, en la que uno de los personajes es acechado mientras camina de noche por una calle solitaria. Pero, en esta ocasión, en vez de un felino, se atraviesa en su camino un autobús que transita por la calle a gran velocidad.

Y, en el mundo real, a veces, sucede lo mismo. La humanidad está esperando el apocalipsis en forma de pandemia fuera de control, contiene la respiración ante una alerta climática provocada por una sucesión de fenómenos meteorológicos desbocados u observa atemorizada el horizonte en dirección a una guerra en la que empiezan a escasear los proyectiles convencionales, mientras las ojivas nucleares siguen dormitando bajo tierra, y, de repente, la pantalla del móvil se ilumina con un tweet dando cuenta de que un futbolista multimillonario ha ganado una pelota dorada o se acaba de separar de su esposa o de que su novia tiene un nuevo pretendiente con más pelotas doradas que su pareja anterior.

Lo malo es que, en la comunidad global en la que vivimos, la irrupción de acontecimientos anodinos es tan frecuente que, al final, uno terminaría por no hacerles caso. Así que, sus propagadores, para evitar que esto suceda, empiezan a subir el volumen del noticiario y se inicia una escalada de noticias tremebundas que no dejan de dar cuenta de acontecimientos tan inocuos como un gato saltando desde el tejado, pero buscando siempre el sobresalto y a riesgo de provocar algún que otro ataque al corazón.

Mientras tanto, el asesino del gran cuchillo afilado ya se ha colado en nuestra casa por la puerta de atrás y nos espera escondido sin dejar más rastro de su presencia que las puntas de los zapatos, mientras seguimos mirando la pantalla del móvil en la que Google Maps nos muestra, sin que seamos conscientes de ello, la ruta menos concurrida hacia la cortina. Y, por su parte, el gato se dedica a maullar reclamando nuestra atención hasta que el intruso le rebana el pescuezo y coloca su cuerpo inerte en un lugar bien visible a ver si espabilamos de una vez, que así no tiene la menor gracia matarnos, además de que tampoco revestiría la menor dificultad.

Así que creo que la próxima vez que un felino o cualquier otro sujeto con ganas de llamar la atención y distraerme de las amenazas reales que se ciernen sobre nosotros, se empecine en importunarme con cualquier clase de monserga, voy a hacer uso decidido de la escoba, que es el arma convencional que tengo más a mano (salvo que se trate de una pantera, en cuyo caso saldría corriendo detrás del autobús), y sin soltar la barredera, después de cerrar con cuidado la ventana para evitar que una lluvia torrencial termine por inundarme el salón, también voy a descorrer las cortinas para poder enfrentarme a lo que se oculta detrás de ellas, o dar su merecido al desaprensivo que se dejó olvidados los zapatos en un sitio tan inapropiado, y dedicarme a observar el cielo nocturno antes de que sea demasiado tarde, empiece a oscurecer y un bosque de hongos gigantes comience a iluminarse en el horizonte o los platillos volantes conviertan el jardín en una pista de aterrizaje de naves alienígenas, que me he enterado por twitter de que cada vez se producen más avistamientos, sin que el Gobierno haya tomado ninguna medida hasta la fecha ni haya comparecido ante el Congreso a dar explicaciones de su falta de previsión.

viernes, 11 de noviembre de 2022

La tía Mildred

 

Cómo todos los años en esta época, hace una semana, vino a visitarnos la tía Mildred. Aventurera infatigable, siempre viaja con poco equipaje y está tan delgada que apenas llena la ropa que lleva puesta. Además, este año, mientras estuvo en nuestra casa, decidió prescindir de su peluca blanca, siempre despeinada como si hubiera estado expuesta a todos los vientos del océano, lo que le da un aspecto todavía más demacrado que de costumbre.

No suele quedarse con nosotros más que unos días y se pasa la mayor parte del tiempo sentada junto a una ventana. Tampoco habla mucho y parece que se conformara con que le hagamos compañía. De vez en cuando se queda dormida y se le cae un brazo o le da un espasmo y se le tuerce la cabeza, pero casi todo el rato permanece en la misma postura mirándonos desde su butaca, mientras sonríe mostrando sus dientes perfectamente alineados.

Nunca tiene prisa por irse a dormir, pero si te levantas temprano, es fácil que la encuentres ya despierta, vestida con una camisa larga, en actitud meditativa y mirando el espacio vacío mientras empieza a clarear. A esa hora de la mañana, su rostro tiene un tono ceniciento y si te coge de la mano puedes contar todos los huesos de la suya, que está fría como el hielo, tanto que ese tacto helado te acompañará durante horas, aunque luego haga calor o te pongas unos guantes de lana.

La tía Mildred come como un pajarito, pero nunca te dirá que no si le ofreces algo de beber. A veces, está tan rígida que parece que vaya a partirse por la mitad si le da por estornudar. Otras veces, en el silencio de la noche, me parece oír su respiración pausada, que se podría confundir fácilmente con el sonido del viento pasando a través de la ranura de una ventana mal cerrada y que, de vez en cuando, se interrumpe, dejando el tiempo en suspenso, para reanudarse acto seguido con un pequeño ronquido.

Una mañana, de improviso y sin decirle nada a nadie, la tía Mildred desaparece igual que había llegado, sin dejar rastro ni apenas un recuerdo de su presencia. Sin embargo, este año, cuando fuimos en su busca, encontramos un sombrero encandilado de fieltro, una camisola y una pistola de un sólo disparo. Junto a esas pertenencias había una nota ilegible escrita al pie de un tosco dibujo de lo que parecía ser una isla, un viejo barco de vela y una rosa de los vientos.

viernes, 4 de noviembre de 2022

Negacionismo climático

 

            Últimamente he estado leyendo columnas de opinión en las que algunos representantes de lo que se viene llamando ‘negacionismo ilustrado’ frivolizaban sobre las consecuencias del cambio climático, diciendo cosas tan peregrinas como que recordarían el pasado mes de octubre, uno de los más cálidos de la historia, como el mejor de su vida, porque les había permitido disfrutar de la noche madrileña con unas temperaturas agradabilísimas, o que, en el peor de los casos, el hecho de que en unos años nuestro clima se asemejara al de Marruecos no sería ninguna catástrofe, sino una oportunidad para atraer turistas finlandeses deseosos de echarse unos hoyos en los campos de golf de Almería, y que las muertes por calor que provocan los tórridos veranos se compensan con la gente que deja de morirse en invierno como consecuencia de la subida generalizada de las temperaturas (sic).

            Otros se dedican a sembrar dudas sobre los intereses que se ocultan detrás del activismo clímático y señalan a figuras como Bill Gates, a los herederos de familias multimillonarias como Rockefeller o Disney, o a políticos como Al Gore, acusándolos de financiar o lucrarse a costa de dar pábulo a campañas y predicciones catastrofistas. Como si alguien estuviera interesado en arruinar nuestras sociedades desarrolladas o poner fin al crecimiento económico a cambio no sabemos muy bien de qué.

En los últimos días, al menos en parte, esta proliferación de artículos tiene su origen en las manifestaciones de Ángels Barceló, en su programa de la Cadena Ser, en cuanto a la necesidad de excluir del debate público precisamente a los negacionistas del cambio climático, que, por su parte, consideran que esta pretensión tiene tintes totalitarios y constituye un atentado contra la libertad de expresión, y aprovechan la ocasión para exponer sin complejos ni cortapisas un mensaje relativista y difundir su discurso conspiranoico.

Pero excluir del debate y la conversación públicos a los negacionistas no es atentar contra la libertad de expresión, es negarse a dialogar o debatir con quienes, en contra de los datos abrumadores de los registros climáticos, la opinión unánime de la comunidad científica y las innumerables evidencias de que nos encaminamos hacia el abismo, siguen sosteniendo, sin ningún dato que respalde sus afirmaciones, que no es necesario hacer nada. Pues bien, a diferencia de los que ellos consideran agoreros del fin del mundo, frecuentemente, estos sujetos y quienes los respaldan si que tienen unos intereses bien definidos y es seguir enriqueciéndose a cualquier precio, ignorando las señales que les pudieran obligar a tomar cualquier medida de prevención que reduzca mínimamente sus oportunidades de negocio.

Personalmente, pienso que, en el escenario actual, cualquiera que no quiera formar parte de la solución a aquello que amenaza con destruirnos es al mismo tiempo parte del problema al que nos enfrentamos y su discurso transmite un mensaje tan venenoso como el aire que se respira en algunas de nuestras grandes ciudades. Y, del mismo modo, pienso que cualquiera con una esperanza de vida que no le vaya a permitir sufrir en sus carnes los efectos de esta deriva, debería hacerse a un lado y dejar que aquellos cuyo futuro pende de un hilo puedan expresarse y tener mayor participación en la toma de decisiones que condicionarán irremediablemente su futuro inmediato.

Algunos de los activistas que han protagonizado últimamente ataques contra obras de arte se han manifestado en el sentido de que sus acciones pretendían concienciar a la opinión pública comparando el sentimiento que provoca la posibilidad de ver como se destruye algo tan hermoso como los cuadros objeto de sus acciones con la destrucción del entorno natural y de la vida en la Tierra tal como la conocemos. Pero yo considero que nadie que ame realmente el arte puede permanecer indiferente frente a la destrucción de nuestro planeta y viendo cómo se profana la belleza del mundo en el que vivimos, de la que ese arte es tan sólo un reflejo.

En realidad, a quien resulta necesario concienciar es a quienes, en lugar de visitar museos o buscar el contacto con la naturaleza, suelen permanecer en sus casas con el aire acondicionado funcionando a pleno rendimiento y sólo salen a la calle cuando llega el mes de octubre para sentarse en una terraza aprovechando que ya no hace frío en esta época del año, y prevenirles del discurso de aquellos otros a los que les preocupa muy poco o nada en absoluto que, cuando en nuestro país tengamos la misma temperatura que en Marruecos, en África y en otros lugares del planeta millones de personas tendrán que desplazarse para evitar morir de calor, de sed o de inanición. 

Probablemente, la mayor parte de la población no es indiferente a las consecuencias de la acción humana sobre el clima y la vida en la Tierra, pero tampoco está lo suficientemente concienciada sobre la necesidad de actuar inmediatamente para evitar las consecuencias irreversibles de nuestra irresponsabilidad o, al menos, minorar en parte sus efectos. Por eso es tan peligroso que el mensaje de alarma se relativice o se asocie malintencionadamente a una ideología o a una casta de multimillonarios con siniestras y pérfidas motivaciones, porque ese mensaje adormece, y en ocasiones enardece, a quienes lo escuchan y los invita a no actuar, incitándoles de paso a votar porque los escaparates permanezcan encendidos y los sistemas de refrigeración enfriando restaurantes y centros comerciales, aunque sea a costa de inflamar el aire que se respira en la calle por la que a la mañana siguiente caminarán sus nietos camino del colegio, salvo que los lleven en un coche con aire acondicionado de serie.

A veces, en los momentos más oscuros, yo mismo empiezo a pensar que es demasiado tarde o que, hagamos lo que hagamos los que no nos tomamos esto a broma, la realidad es demasiado compleja y la gente demasiado ingenua o demasiado estúpida como para evitar que, tras la Amazonia, se destruya la selva congoleña para extraer el petróleo y el gas natural que se oculta en su subsuelo, y los glaciares terminen por licuarse uno tras otro, se descongele el permafrost y los niveles de dióxido de carbono liberados a la atmósfera terminen matándonos a todos.

Otras veces quiero creer que, al final, la cordura prevalecerá y tal vez seamos capaces de adaptarnos a un entorno diferente, menos amable y más hostil, pero todavía habitable, si estamos dispuestos a renegociar nuestras condiciones de vida con la madre Tierra y  somos capaces de respetar ese pacto tras el armisticio, aunque nos imponga unas condiciones humillantes y nos obligue ocasionalmente a cobijarnos del sol y convivir bajo tierra con especies inferiores y guardarnos durante la noche de los parásitos y las alimañas.

Y, cuando me da por soñar, pienso que, a lo mejor, este planeta solitario no ha dicho su última palabra y exploro los mapas del mundo en busca de grandes volcanes dormidos, capaces de arrojar a la atmósfera toneladas de ceniza y de envolvernos en una nube volcánica que refleje la luz del sol el tiempo suficiente como para enfriarlo en la medida de lo necesario para restablecer un frágil equilibrio que nos permita replantearnos nuestras prioridades y, después de haber expulsado del debate a los codiciosos desalmados, a los indeseables sin escrúpulos y a los idiotas sin remedio, firmar la paz entre nosotros y con la madre Tierra para vivir regocijándonos en la contemplación de la naturaleza y pintarla de nuevo en todo su esplendor, y para que quienes en el futuro vivan en las ciudades no vuelvan a olvidar su maternal omnipresencia y cómo, en función de nuestro comportamiento, su rostro puede tornarse terrible.

jueves, 27 de octubre de 2022

Dormir, tal vez soñar

 

Cuando mi hija mayor era pequeña, los fines de semana, por la mañana temprano, antes de saltar de la cama y venir en nuestra busca, nos preguntaba a su madre y a mí, que todavía no nos habíamos levantado, sí podía despertarse, aunque obviamente ya estaba despierta. Pero para ella estar despierta era sinónimo de jugar, dibujar, ir al parque, leer un cuento y otra infinidad de cosas que no podía hacer si se quedaba en la cama, que era tanto como estar dormida, y en aquella época mi hija nunca quería irse a dormir

Si se quedaba dormida  era en contra de su voluntad, y, aún después de haberse dormido, había que ser extremadamente cuidadoso para no perturbar su sueño, porque, si abría los ojos, convencerla de que volviera a dormirse era una tarea casi imposible.

Mi hija pequeña, por su parte, solía levantarse por la noche y venía hasta el salón, dónde estábamos su madre y yo viendo la televisión, y se quedaba descalza en el pasillo, observándonos por una rendija detrás de la puerta entreabierta. Siempre llevaba consigo una muñequita de felpa azul que tenía dentro un cascabel y emitía un sonido amortiguado que terminaba delatándola.

Pienso que sentía curiosidad por saber que pasaba en el mundo que ella conocía cuando se apagaba la luz de su habitación y todo quedaba en silencio, como si supiera que, en ese mundo suyo, seguían ocurriendo cosas que desconocía y de las que quería ser participe.

Cuando fueron creciendo, esa necesidad de permanecer despiertas dio paso a una rutina de sueño que coincidió con la de adaptarse al horario escolar, y madrugar dejó de ser una elección libre para convertirse en una obligación. Y todavía lo es ahora que se han hecho mayores, aunque han dejado de luchar contra el sueño y ,a pesar de que no suelen tener prisa por irse a la cama, si las dejas, pueden dormir toda la mañana, incluso estando de vacaciones.

En cuanto a mí, llevo arañándole horas al sueño desde que recuerdo. Inicialmente fueron los estudios los que presidieron mis primeras horas de vigilia. Después, compaginar trabajo y estudio me privó del descanso necesario durante una serie de años en los que sostuve un duelo titánico con Morfeo del que hoy no sería capaz. Más tarde fue la crianza de mis hijas la que presidió mis desvelos. Y, últimamente, la necesidad de dedicar algún momento del día a hacer algo que no sea, de una forma o de otra, en cumplimiento de una obligación, aunque sea una obligación autoimpuesta, me hace perseverar en mi pulso con el dios del sueño.

Pero, además de una lucha desigual, en la que hace tiempo que llevo las de perder, es un empeño inútil, porque, a partir de cierta hora de la noche, me convierto en un adormilado espectador  de cualquier acontecimiento que pueda tener lugar en ese mundo que mi hija anhelaba conocer. Y, por otra parte, hace mucho tiempo que dejé de escuchar el cascabel que, en otra época, ponía alerta mi instinto protector y me impulsaba a coger en brazos aquel cuerpo diminuto, antes de que el frío pudiera causarle ningún daño y depositarlo cuidadosamente en su lecho.

Como consecuencia de lo anterior, me sigo acostando más tarde de lo que debería y me levanto demasiado temprano para alguien que ya no necesita preguntar si puede despertarse, porque sabe a ciencia cierta cuándo está despierto, sino que sólo aspira a descansar media hora más, antes de que la noche se lleve su manto protector y me quede a la intemperie con el primer rayo de luz.

Sin embargo, aunque no me sucede lo mismo a la hora de la siesta, que se ha convertido en una parte imprescindible de mi rutina de sueño bifásico, por la noche, sigo rehuyendo el momento de irme a la cama.

Me he preguntado a menudo porqué  cuando anochece me sigo resistiendo a claudicar ante el sueño, y creo que es porque sé que una vez que me sumerja en la oscuridad, la noche transcurrirá rápidamente y, antes de que se haya desvanecido el último girón de sombra, el despertador tocará a rebato, llamándome a iniciar una jornada llena de incertidumbres.

Pero prefiero mil veces esa incertidumbre relativa a una noche sin estrellas, habitada por terrores que, a veces y a horas intempestivas, se asoman  a la pantalla del televisor y que puedo reconocer aún desde la comodidad de mi butaca y lejos del frente de batalla, de cuya visión siempre quise mantener lejos a mis hijas. Porque sé que, en otro lugar y otro tiempo no demasiado lejanos, las detonaciones sordas, la respiración profunda de los depredadores nocturnos o la fiebre y el delirio nos harían temblar ante un escenario capaz de engullirnos entre los escombros de nuestra propia casa.

Somos afortunados de no temer a las sombras y si acaso sentir una leve inquietud con la primera luz del amanecer, pero levantarnos cada mañana con la sensación de que nos conducirá por un camino seguro.

Mi único anhelo, cuando vencido por el sueño me refugio en la seguridad de mi dormitorio es que, en el futuro, podamos mantener la senda despejada para los que vengan detrás de nosotros, seamos capaces de desvanecer las sombras que nos amenazan más allá del camino y también de proteger a los indefensos que acudan en nuestra busca queriendo participar de lo que sucede en esta parte del mundo y que aguardan al otro lado del umbral, buscando la luz, huyendo de la oscuridad y de todo aquello que nos amenaza desde lo profundo.

domingo, 2 de octubre de 2022

Hombres blandengues

        Creo que siempre he sido un hombre blandengue, de esos que van cargados con la bolsa de la compra o empujando el cochecito del niño. Pero han tenido que pasar cuarenta años para que el Ministerio de Igualdad rescate una entrevista con El Fary y me haga consciente de ello. Yo que hasta ahora iba por ahí seguro de mi masculinidad y creyendo que nadie la había puesto en duda al verme salir de Mercadona empujando el carro de la compra y con un melón debajo del brazo como si fuera un balón de rugby, no para compensar con un gesto de viril deportividad el efecto de verme empujarlo con las ramas de apio asomando por un lado, sino porque el carro iba lleno hasta los topes y tenía miedo de aplastar los tomates que habían quedado arriba del todo.

        Además, tampoco se puede decir que sea un pedazo de tío, de esos que deben estar ahí. Ojo, no para acarrear bolsas de la compra ni empujar el cochecito del niño, sino sujetando una lanza, por si aparece una pantera o algún otro depredador peligroso doblando la esquina o irrumpe en el barrio otro pedazo de tío con ganas de iniciar un conflicto territorial o de secuestrar a algún ama de casa con carro y todo.

        Una vez tuve un subordinado que dudaba si jubilarse anticipadamente porque no quería dedicar el resto de su vida a llevarle a su mujer las bolsas de la compra. Así me lo dijo, textualmente. Así que supongo que temía convertirse en un hombre blandengue y prefería venir a la oficina a guerrear un poco cada mañana.

        Pero la verdad es que, desde que vi el anuncio, me he dado cuenta de que hay un montón más de hombres por ahí empujando carros de la compra y cochecitos de niño pequeño, como si tal cosa. Hasta ahora, claro, que ha regresado de entre los muertos un cantante con un nombre parecido a la marca del lavavajillas que suelen comprar en el supermercado, para hacerles conscientes de que son unos blandengues, mientras Don Limpio, un pedazo de tío, los mira con gesto burlón desde la estantería de los productos de limpieza.

        No obstante, lo que más me desconcierta del anuncio es ese joven con el pelo teñido de rubio y vestido con una camiseta sin mangas que aparece con gesto compungido al comienzo y al final del spot, desmintiendo categóricamente aquello de que los chicos no lloran, mientras una voz en off dice que cada día somos más los hombres blandengues construyendo una masculinidad más sana, más fuerte, para rematar el mensaje con un 'blancos responsables' (he tenido que subtitular el anuncio porque no me creía lo que estaba oyendo), Ministerio de Igualdad, Gobierno de España.

        Qué uno ya no sabe si de lo que se trata es de reivindicar una nueva masculinidad, de animar a los chicos jóvenes a expresar sus sentimientos, diciendo, ¡eh chicos, qué se puede ser joven y moderno sin dejar de ser un blandengue!, o, aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid, de abogar por la integración racial, pero haciendo un llamamiento específicamente a los blancos que, por lo visto, como El Fary, somos más propensos a adoptar comportamientos machistas.

        Personalmente, creo que el mundo se está llenando de hombres blandengues, de esos que salen corriendo hacia el paso fronterizo más cercano cuando su gobierno anuncia una movilización de 300.000 reservistas con destino a una guerra allende la estepa euroasiática. Así las cosas, no es extraño que el gobierno chino, considerando que los hombres jóvenes del país se han vuelto demasiado "femeninos", haya emprendido una cruzada con el objetivo de "cultivar la masculinidad de los estudiantes".

        Y estoy pensando que, desde que quitamos la mili, aquí vamos por el mismo camino Los cantantes de moda lloriquean en sus canciones a propósito de desamores que no siempre tienen un género determinado, o se pintan las uñas y aparecen vestidos con faldas y llamativos desmangados desde mucho antes de que Pedro Sánchez les invitará a ello diciendo que había que quitarse la corbata para no abusar del aire acondicionado, y hasta los héroes de los chicos de las nuevas generaciones van por la ciudad embutidos en maillots y mallas de licra de colorines dando saltos entre rascacielos con ayuda de una tela de araña, en lugar de poner los pies en el suelo y caminar como hombres de verdad con el sombrero calado y un Colt colgando del cinturón.

        Pero, seamos sinceros y sinceras, entre ese hombre blandengue empujando el carro de la compra y el que está ahí, apostado en la esquina tranquilamente, con su lanza en la mano o su Smith & Wesson, ¿quién tiene una actitud más masculina?

        Y, si estuviésemos en Troya aguardando el asalto de las murallas por parte de los griegos, ¿A quién querríamos ver comandando la defensa de la ciudad? ¿A Héctor o a Paris? Pero si hasta la mismísima Helena de Troya, si hubiera podido, habría escapado corriendo, para arrojarse en los brazos del joven rey de Esparta, al ver aparecer a Menelao, con el penacho de su yelmo al viento y las doradas grebas abrazando sus fornidas piernas, blandiendo un venablo en la mano derecha y alzando orgullosamente el escudo, reclamando a su amada esposa, sabiendo además que, antes de salir de su ciudad, se había prometido a sí mismo volver embrazando ese mismo escudo o tendido sobre él. Y, sin duda, ante visión semejante, habría dejado plantado al hermoso Paris que a esa hora seguramente estaría volviendo del ágora con las bolsas de la compra.

        Pero, en los tiempos que corren, este tipo de actitudes se consideran otros tantos ejemplos de masculinidad tóxica. Que ya no puede uno salir de casa con una lanza, aunque sea para comprar un litro de leche y un paquete de pañales, porque hasta los otros hombres lo mirarían raro. Así que lo de movilizar una flota para recuperar a la novia ni se nos pasa por la cabeza. Que yo no digo nada, pero el día que se escape un tigre del Bioparc, a ver qué hacen todos esos hombres cargados de bolsas de la compra. Y lo mismo digo de esos jovencitos de cuerpos musculados saliendo de gimnasios sin palestra, sacando bíceps con sus bonitas bolsas de deporte al brazo, pero sin ningún adiestramiento en lucha grecorromana.

        Pues para los que no lo sepan, Helena se volvió a Esparta con Menelao, aunque les costó una singladura de ocho años regresar al hogar, se reconciliaron y vivieron felices. Y se dice que, bendecidos por Hera, disfrutaron de la eternidad en los Campos Elíseos o, en el peor de los casos, yacen juntos, también por toda la eternidad, en un templo dedicado al rey espartano y su bella esposa, en Terapne, dónde acudían las nodrizas de las niñas feas, para pedirle que mudará su aspecto. Otro penoso estereotipo, lo sé. El templo debería estar consagrado a Paris para que allí pudieran acudir los entrenadores personales de los chicos para pedirle que los dotara de una masculinidad más fuerte y más responsable.

domingo, 18 de septiembre de 2022

God save the king

 

 

        Han bastado apenas unos días desde que el rey Carlos III sucediera a Isabel II en el trono de Inglaterra para que algunos gestos del nuevo monarca captados subrepticiamente por cámaras y micrófonos hayan llamado la atención de sus súbditos de la Commonwealth y, de paso, de otros muchos ciudadanos de todo el mundo libre, provocando una cascada de reacciones, juicios de valor y conjeturas sobre el carácter del joven rey y también de presagios acerca del futuro de la corona.

         Y es que algunos han aprovechado estos incidentes para retratar a Carlos III como un viejo cascarrabias que, además de no saber muy bien el día en el que vive, tiende a mostrarse contrariado cada vez que tiene que usar una pluma estilográfica, aunque sea para estampar su firma en un libro de visitas, cuando el artilugio no se limita a cumplir con su cometido y, además de dejar constancia de los errores del monarca, derrama su contenido mancillando la piel de su majestad y quién sabe si su regio atuendo.

Me parece increíble hasta dónde puede llegar la maledicencia del populacho y el poco respeto que se tiene hoy en día por las instituciones. Estoy seguro de que si se hubiese tratado de cualquier otro Jefe del Estado, elegido tras un proceso democrático, nadie le habría dado la menor importancia. Pero claro, como se trata de una institución a la que se accede por derecho de sangre, todos los plebeyos al sur del castillo de Hillsborough, tienen que dar una opinión que nadie les ha pedido sobre un incidente sin importancia, en el que su majestad se limitó a mostrar su contrariedad, tomando dos veces el nombre de Dios en vano (que por algo es rey por la gracia de Dios) y manifestando que odiaba este tipo de incidente porque era asqueroso. Vamos, algo así, dicho en castellano, como “¡jolines cómo me he puesto, qué asquete me da mancharme de tinta!”.

Además, cualquiera con un mínimo de empatía es capaz de comprender que empezar a trabajar, quiero decir, asumir tan alta representación a una edad cumplida la cual la mayoría de la población está disfrutando de la jubilación es algo difícil de asimilar de la noche a la mañana hasta para el duque de Cornualles y príncipe de Gales.

Porque, vamos a ver, poniéndonos por un momento en su pellejo, imaginemos que nuestra madre o nuestro padre ha estado al frente del negocio familiar desde que somos capaces de recordar, haciendo todo el trabajo y cumpliendo escrupulosamente con sus obligaciones y, un buen día, después de haber disfrutado de una apacible jornada de caza en Sandringham House, con 73 añitos recién cumplidos, alguien nos espeta que al día siguiente hay que ponerse el traje de faena y acudir a la oficina para hacerse cargo de la empresa.

Pero si a mí, que no tengo el cuerpo tan castigado de jugar al polo, me dan escalofríos cada vez que oigo al Ministro de Seguridad Social hablar de la necesidad de seguir la tendencia europea y trabajar cada vez más hasta los 70 o 75 años. Me imagino la reacción que me produciría recibir una carta del ministerio la víspera de mi jubilación, diciéndome que tenía que seguir prestando servicios durante diez años más. Odiaría el bolígrafo, al que por cierto últimamente se le sale la tinta y me deja los dedos con el aspecto de los de un carbonero, el ratón, el teclado, la pantalla del ordenador y todas esas malditas cosas con las que iba a tener que estar bregando hasta el fin de mi vida útil, y empezaría a ver mi despacho como un lugar asqueroso, me pondría de muy mala gana la cochina toga y me iría al día siguiente al trabajo maldiciendo al ministro de asquerosidad social.

domingo, 11 de septiembre de 2022

Macguffin.

 

Un Macguffin es una excusa argumental que sirve para desarrollar una historia y que frecuentemente resulta irrelevante, en el sentido de que la trama avanzaría por los mismos derroteros sin alterar su esencia, aunque sustituyeramos ese elemento por otro distinto que pudiera servir igualmente de pretexto para contar la misma historia.

El cine y la literatura están llenos de macguffins y hay historias maravillosas que a todos nos encantan a pesar de que, analizadas con cierto rigor desapasionado, no resistirían una crítica mínimamente seria sobre la consistencia de su argumento.

Rosebud, el pequeño trineo de Charles Foster Kane, el millonario protagonista de ‘Ciudadano Kane’, se ha considerado uno de los Macguffin más importantes de la historia del cine. Pero mi favorito es, sin duda, el Arca de la Alianza de la película ‘En busca del arca pérdida’, cuyo argumento, por cierto, es diseccionado sin piedad por Amy Farrah Fowler en un episodio de la serie ‘Big Bang Theory’, a propósito de la irrelevancia del protagonista, el mísmisimo Indiana Jones, en el desenlace final de la aventura, dado que, aún sin su participación, resulta más que probable que los Nazis hubieran terminado encontrando el arca, abriéndola y convertidos en gelatina.

Desde mi punto de vista, no sólo el héroe de la saga es prescindible, sino que también resulta perfectamente sustituible el elemento entorno al cual gira toda la historia, ya que podría haber sido cualquier otra reliquia o tesoro oculto en las arenas de un desierto, en lo más intrincado de la selva amazónica o en el fondo del océano. De hecho, se supone que el Arca de la Alianza contenía las Tablas de la Ley, la vara de Aarón y una vasija de maná, por lo que se me ocurren otros objetos más adecuados para albergar maldiciones o elementos sobrenaturales capaces de aniquilar a cualquiera que no mantuviese los ojos convenientemente cerrados en el momento de su profanación, y que pudieran justificar igualmente una singladura que llevara a sus protagonistas desde Nepal hasta el mar Egeo, pasando por las pirámides de Guiza.

A veces pienso que la vida está llena de macguffins, circunstancias a las que otorgamos una relevancia de la que, en realidad, carecen. Y con frecuencia pensamos que un hecho aislado ha condicionado nuestra historia personal, que si no se hubiera dado tal o cual circunstancia, para bien o para mal, la vida nos habría conducido en otra dirección, pero no en todos los casos tendría porqué ser así.

Por ejemplo, un banquero, que haya dedicado toda su vida a amasar una gran fortuna, podría haber reunido una fortuna semejante o aún mayor si se hubiera esforzado en la misma medida por llevar una vida delictiva ejemplar, tal vez sin necesidad de arruinársela al mismo número de personas. O tal vez un asesino convicto y confeso, en determinadas circunstancias, podría haberse convertido en un soldado con la guerrera repleta de condecoraciones y, sin embargo, haber matado a sangre fría un sinnúmero de mujeres, ancianos y niños. Y un gurú de la economía podría mutar su trayectoria transformándose en un popular predicador televisivo y lanzando los mismos funestos augurios sobre el futuro inmediato de nuestra sociedad.

Pero también un esforzado funcionario habría podido, alternativamente, satisfacer las mismas necesidades de gentes anónimas gestionando de forma honesta su propio negocio o ejerciendo la abogacía conforme a un estricto código deontológico. También un menesteroso misionero, aún sin profesar ninguna fe, podría haber velado por los mismos necesitados militando en una ONG y aun sin ella. Y un científico eminente haber desarrollado su intelecto elaborando un pensamiento filosófico capaz de cuestionar los postulados de la ciencia y la tecnología, llegando a las mismas o parecidas conclusiones sobre el origen de la vida o los límites de la inteligencia artificial.

Ahora bien, esto no significa que todo elemento circunstancial se convierta necesariamente en un Macguffin. Con demasiada frecuencia, no principalmente las decisiones equivocadas, sino sobre todo las circunstancias sociales, económicas y culturales condicionan la trayectoria vital de las personas, privándoles de oportunidades que les habrían brindado una vida mejor, pero que no sólo han impedido hacer de ellas individuos exitosos, sino que también nos han privado a los demás de la oportunidad de participar del resultado de la explotación de sus capacidades. Y, en este sentido, cabe preguntarse cuántos científicos, artistas o intelectuales no han llegado a serlo porque no tuvieron la oportunidad.

A sensu contrario, avatares de diversa índole, a lo largo de la historia, han convertido a individuos funestos en azotes de la humanidad y frecuentemente, a nivel local, los azares del destino hacen que sujetos sin el menor talento, inteligencia o mérito reseñable alguno terminen ocupando tribunas y cátedras, copando escenarios o escribiendo titulares, para consternación de la comunidad que les vio nacer.  

Claro que, después de especular un rato sobre mis propias capacidades, me da por analizar el otro factor de la ecuación del arca perdida, es decir, la irrelevancia del protagonista de la película. Y es que toda historia tiene un protagonista y resulta descorazonador pensar que la nuestra pueda tener un protagonista prescindible. Porque, efectos mariposa aparte, uno no puede dejar de preguntarse en qué medida sus acciones o falta de ellas han influido en el curso de los acontecimientos o han condicionado el devenir de la vida de su comunidad.

Dependiendo del día, a veces me da por pensar que mi contribución al desarrollo de los acontecimientos del mundo que me rodea ha sido muy modesta y que, dejando a un lado los vínculos de sangre y vida en común que me unen a mis más allegados, si no hubiera estado por aquí tampoco se habría notado demasiado en el curso de la trama principal.

Pero cuando ya estoy convencido de la irrelevancia de mi contribución, algún canal de televisión programa ‘¡Qué bello es vivir!’  y entonces veo a George Bailey comprando una maleta para recorrer el mundo y, acto seguido, quedándose a vivir en Bedford Falls, y me doy cuenta de que en esta película no hay ningún Macguffin ni personaje prescindible y de que algunas historias transcurren en lugares anónimos y no necesitan de grandes escenarios en los que desplegar su metraje.

Con esto no quiero compararme con George Bailey, un héroe a cuya sombra palidecen todos los Indiana Jones del mundo, pero pienso que tal vez sin proponérmelo, en algún momento, conseguí fastidiar a algún Henry F. Potter y, con eso, me doy por satisfecho.

miércoles, 31 de agosto de 2022

Bajo las aguas

 

Como consecuencia de los efectos de la sequía, algunos de los cursos de agua más caudalosos del mundo, desde el Danubio hasta el Yangtsé, han descendido a niveles que nadie recordaba, mostrando su lecho agrietado y, ocasionalmente, sacando a la luz templos y campanarios silenciados bajo las aguas hace lustros, barcos arrastrados por la corriente en llamas antes de hundirse definitivamente en el transcurso de una guerra lejana, campamentos de legionarios romanos que custodiaban una frontera apaciguada hace siglos y desdibujada por el agua remansada de una pax que parecía haberse instalado definitivamente entre nosotros, monumentos funerarios prehistóricos formados por enormes piedras verticales, hincadas en el suelo como hojas de cuchillos amenazando el cielo antes de perder el filo en la oscura y silenciosa profundidad de un lago insondable e incluso huellas de dinosaurios que deambularon por esos mismos lugares hace decenas de millones de años, dejando impresa en el lodo la marca indeleble de tres dedos hundidos en el suelo limoso, quien sabe si en el curso de una carrera trepidante por su propia supervivencia. 

También, de vez en cuando, las noticias se hacen eco de la aparición de las llamadas 'piedras del hambre', depositadas igualmente en un cauce, con sus sombrías advertencias acerca de las consecuencias nefastas que tuvo en el pasado el descenso del nivel de las aguas hasta el punto que ahora las ha hecho visibles de nuevo. 

No sé si dará tiempo de construir algo imperecedero en los lechos de los ríos y los lagos desecados por el sol antes de que vuelvan las lluvias, o si el descenso del nivel de las aguas terminará por sacar de su escondite al último descendiente de una estirpe de reptiles gigantes, dejándolo varado en una charca entre los restos de la vegetación lacustre en las Tierras Altas de Escocia, o si, en el peor de los casos, si no vuelve a llover lo suficiente o tarda demasiado en hacerlo de nuevo, alguien pensará en dejar un mensaje para el futuro labrado en las piedras del fondo rocoso. 

Pero, mientras el curso de los ríos mengua silenciosamente y los lagos van reduciendo su perímetro, dejando una costra reseca en sus orillas, en otros lugares del planeta, el nivel de las aguas no deja de subir y amenaza con anegar costas, engullir playas, sepultar islas e incluso hacer desaparecer países enteros. 

Por ello, cabe la posibilidad de que, sin saberlo, ya hayamos dejado un mensaje y, en el futuro, cuando las aguas hayan vuelto a su cauce, también dejen al descubierto los despojos de iglesias y catedrales levantadas orgullosamente frente al mar, pecios de naves hundidas antes de abandonar el puerto en el que buscaban abrigo contra un mar enfurecido, fronteras trazadas con los cuerpos de quienes quedaron a la deriva tratando de llegar al otro lado o fueron depositados en la playa después de ser arrastrados por las olas, y tal vez las lápidas bañadas por la marea con sus inscripciones erosionadas por la corriente y cubiertas por el barro y el olvido.

jueves, 18 de agosto de 2022

El incidente

 

La toma de posesión del nuevo presidente de Colombia ha dado una nueva oportunidad a la polémica sobre la monarquía española y ha permitido posicionarse a los detractores y partidarios de la institución en los lugares que ya venían ocupando respectivamente mucho antes de que el rey permaneciera sentado al paso de la espada de Simón Bolívar durante la ceremonia de investidura, en la que otros dignatarios si se levantaron de sus asientos con un gesto reverencial que se ha echado de menos en el Jefe del Estado.

En mala hora para nuestra institución se le ocurrió a Gustavo Petro pedir que le llevaran la reliquia al acto de su toma de posesión, máxime cuando España todavía no se ha decidido a pedir perdón por los atropellos cometidos durante la conquista de América. Y es que hay quien considera que este gesto viene a echar sal en las heridas causadas por la propia mano otrora poderosa del rey de todas las Españas y parece más propio de un conquistador, en horas bajas, ante la visión del arma blanca que nos desangró en otra época paseándose por delante de sus narices, al que solo le habría faltado espetarle al representante de México en esa misma ceremonia un ¡por qué no te sientas!, para poner de manifiesto su resentimiento.

Este incidente me recuerda aquella otra ocasión en la que el por entonces jefe de la oposición permaneciera igualmente sentado sobre sus posaderas al paso de la bandera de nuestro amigo y aliado, Estados Unidos. Aunque, curiosamente, algunos de los que denostaron entonces su conducta, no sólo consideran irreprochable el comportamiento observado por el actual monarca, sino que, en ciertos casos, han reclamado que se retiren de la vía pública las estatuas del libertador. Bueno, pues parece que hay patriotas a los que ya se les ha olvidado el incidente del Maine y el papel de nuestro ‘amigo’ en el declive final del imperio patrio.

Luego están los que asocian el suceso a la institución monárquica y aprovechan la ocasión para reivindicar un presidente para la república. Cómo si tuviéramos asegurado de antemano que el Presidente de la III República española, fuera quien fuese, tuviera que saltar como un resorte de su asiento al paso de la bandera o de la espada correspondiente. Que ya me estoy imaginando a alguno en funciones de gobierno pidiendo, al mismo tiempo que arrancaba de sus pedestales las estatuas de Bolívar y San Martín, que se trajera a la ceremonia de inauguración de unos hipotéticos Juegos del Mediterráneo a celebrar en España, la espada del Cid Campeador, para poner a prueba la capacidad de reacción a tales estímulos de las extremidades inferiores de los dignatarios de los países del Magreb.

De la misma manera, me imagino que, si, para no herir susceptibilidades, hemos sido capaces de cambiarle el nombre a la ensaladilla rusa de un menú servido durante la cumbre de la OTAN, en las circunstancias actuales, nadie reprocharía a nuestros líderes que permanecieran en postura sedente, al paso de la bandera rusa o de la espada del mismísimo Aleksandr Nevski.

 Es curioso esto de los símbolos, porque, a veces, los mismos a los que les molesta mucho que alguien se meta con los suyos, suelen encontrar justificación para las faltas de consideración hacia los de los demás. Claro que también están los que reniegan de los propios y el día de la fiesta nacional se quedan en la cama igual, pero luego les parecen estupendas las demostraciones de apego de los demás a sus tradiciones.

Pero, es lo cierto que, por razones no siempre fáciles de comprender, mucha gente se identifica con himnos, banderas, escudos y tradiciones; y que es mucho más fácil de lo que uno se imagina herir sensibilidades, echándole por ejemplo guisantes a la paella o, a lo mejor, también cambiándole el nombre a la ensaladilla. Así que tal vez lo mejor sería relativizar la importancia de algunos símbolos y evitar de esta manera que la gente termine identificándose más con el escudo de un equipo de fútbol que con sus congéneres del equipo contrario; pero, mientras conseguimos diferenciar a los amigos, aunque sean potenciales, de las banderas que los representan, guardar la compostura cuando nuestros semejantes exhiben símbolos que consideran relevantes, por mucho que para nosotros carezcan de relevancia.

martes, 9 de agosto de 2022

Calor extremo

 

He perdido la cuenta de los días en los que el calor me impide dormir como es debido. Cada noche me voy a la cama entre bostezos, ligero de ropa, después de pasar por el cuarto de baño para mojarme el torso, los brazos y las piernas y meter la cabeza debajo del grifo del lavabo antes de tenderme sobre la cama como un náufrago abandonado por la marea en la orilla de una playa de la costa del infierno, suplicando por una tenue brisa que consiga enfriarme el cuerpo y me permita por fin descansar. Pero no se mueve ni una hoja y el sofocante aire nocturno me seca la piel antes de que me haya vencido el primer sueño.

De vez en cuando, escucho con sorpresa en las noticias que se avecina otra ola de calor, y entonces me pregunto cuándo terminó la anterior, sin que yo me diera cuenta. Sería fácil encender el aire acondicionado, dejar que la temperatura descendiera artificialmente hasta niveles aceptables, quedarse dormido y resignarse a pagar por ello el precio del rescate que las compañías eléctricas exigen para aliviarnos de las penurias a las que nos somete un clima cada vez más hostil y despiadado. No obstante, cómo soy un hombre informado, sé que los sistemas de climatización masivos representan, a día de hoy, el 4% de las emisiones de efecto invernadero. Así que poner el aire acondicionado puede proporcionarnos un alivio momentáneo, pero a costa de condenar a nuestros vecinos más pobres, a las generaciones futuras y a nosotros mismos al pago aplazado de una factura climática mucho más gravosa.

Pero nadie quiere oír hablar de eso ahora. Cuando llego al trabajo por la mañana, las paredes de mi despacho no se han enfriado. Abro las ventanas y confío en que mis compañeros harán lo mismo, para que se establezca una corriente que se lleve el aire reconcentrado de la oficina. Pero, pasado un rato, cuando salgo al pasillo, el cambio súbito de temperatura me revela que optaron por la solución más rápida, aunque sean las nueve de la mañana. Y el verano pasado, el aparato de aire acondicionado de mi vecino de arriba funcionaba sin interrupción, de día y de noche, con lo cual tampoco creo que fuera muy consciente de la sucesión de las olas de calor. Este año no lo escucho con la misma frecuencia, pero puede ser porque ha decidido trasladarse a otra residencia veraniega o porque la factura de la luz le pesa más que la factura climática.

Supongo que no debe de ser el único caso, porque la otra noche  salimos a cenar y no encontramos ningún establecimiento que tuviera aire acondicionado, a pesar de que el termómetro no bajaba de los 36 grados y costaba trabajo hasta respirar. De forma que los parroquianos se agolpaban en los veladores, abanicándose y bebiendo cerveza para tratar de combatir el calor, retrasando todo lo posible la hora de volver a casa.

Y, cuando en medio de la enésima ola de calor, el Gobierno anuncia un paquete de medidas para reducir el consumo energético, todo el mundo se echa las manos a la cabeza, los comerciantes, los hosteleros y hasta las peluquerías. De repente, poner el termostato a 27 grados se convierte en un sacrificio inasumible. Y los mismos que protestaban por la subida del precio de la luz, ahora protestan porque piensan que sus clientes van a salir corriendo. Pero habría que preguntarse hacia donde, porque la otra noche nadie corría hacia ninguna parte, pero la gente prefería salir a la calle a tomarse una cerveza antes que quedarse en casa viendo la televisión, que también da calor.

Sospecho que, en parte, lo que pasa es que se nos han olvidado los tiempos en que, para combatir el calor, la gente abría las ventanas o salía a dar un paseo por la noche. Pero yo todavía me acuerdo de que, siendo niño, después de cenar íbamos con mis padres a casa de la abuela a ver un rato la televisión. Y de que, por el camino, podías seguir el desarrollo de la trama de la película, precisamente porque la gente tenía las ventanas abiertas y no había tantos coches circulando a esas horas. Y, probablemente, no se alcanzaban los 36 grados a las once de la noche, pero, a lo mejor, si los 27, y no pasaba nada.

Pero, también hoy en día, hay gente trabajando a temperaturas muy superiores a los 27 grados, en fábricas y talleres, o a la intemperie, expuestos a sufrir un golpe de calor, mientras algunos de sus gobernantes hacen gala de su insumisión a las medidas de ahorro energético y, si sucede lo peor, tratan de echar balones fuera, como si la cosa no fuera con ellos. Pero, de todos estos políticos y periodistas vocingleros, a los que menos soporto es a los que se fijan en lo anecdótico para escabullirse del problema y evitar a toda costa ser parte de la solución.

Porque no digo yo que quitarse la corbata vaya a solucionar ninguno de los problemas que nos acucian últimamente, pero tal vez, dentro de poco y por pura necesidad haya que prescindir de mucho más que la corbata para poder adaptarse a la persistente subida de las temperaturas. Me pregunto qué habrían dicho todos esos adalides de la responsabilidad y la coherencia si, precisamente en un alarde de esta última, el presidente de la nación hubiese comparecido ante los medios con un desmangado minifaldero, o hubiese animado al propio tiempo a sus ministros a prescindir, no solo de la corbata, sino también de los pantalones.

Aunque, si bien se piensa, todo esto va de la mano, porque, si en otros tiempos, la chaqueta y la corbata permitían distinguir al gentilhombre del  gusano, hoy sería posible distinguir, al primer golpe de vista, al alcalde de Madrid de un operario municipal de la limpieza, sin necesidad de que a ninguno de los dos le hubiese dado un golpe de calor.

Por otra parte, la posibilidad de hacer frente a la factura del aire acondicionado o de acudir únicamente a los restaurantes que no escatiman a la hora de seleccionar la temperatura del termostato, porque pueden repercutir el importe del recibo de la luz en la cuenta de su ilustre clientela,  también permite diferenciar fácilmente a un honorable ciudadano de aquellos miserables condenados a peregrinar con su abanico en busca de un velador a la sombra. Y creo que también está claro, de entre estos dos, en qué clase de ciudadanos están pensando los gobernantes insumisos.

Ahora bien, si analizamos las cosas con cierta perspectiva, es posible que, dentro de no tan poco, terminemos todos viviendo bajo tierra, transitando por galerías mal ventiladas en las que el ejecutivo y el albañil vayan desvestidos de la misma guisa, dónde a los alcaldes les resulte más difícil eludir sus responsabilidades, al menos en lo que se refiere a la necesidad de llevar a cabo frecuentes campañas de desratización, y los gobernantes insumisos tengan mayores dificultades para identificar a sus votantes entre el conjunto de un electorado igualmente acalorado que convivirá pacífica y resignadamente entre sí y también con las cucarachas.

jueves, 30 de junio de 2022

Nacidos bajo una estrella errante

 

Según un estudio publicado en la revista Nature, podría haber un número incalculable de planetas errantes viajando a la deriva por nuestra galaxia.

Estos planetas no orbitan alrededor de una estrella y, desde que se separaron de sus sistemas solares, vagan en la oscuridad del universo siguiendo una trayectoria en forma de arco por el centro de la Vía Láctea.

Cuando pienso en un planeta errante me lo imagino como una isla desierta que flotara en la inmensidad del océano a merced de las corrientes marinas. Pero parece ser que en estos planetas solitarios no hay amaneceres ni atardeceres y, a pesar de que su núcleo está fundido, las gélidas temperaturas hacen de su superficie un erial congelado incapaz de albergar vida.

No obstante, en la comunidad científica también hay quien cree que los planetas vagabundos no son más que estrellas fallidas, incapaces de mantener reacciones nucleares continuas de fusión en su núcleo, que siguen brillando por un tiempo debido al calor residual de las reacciones y a la lenta contracción de la materia que las forma.

Por otra parte, he leído que podría haber hasta cuatro civilizaciones alienígenas hostiles en nuestra galaxia potencialmente interesadas en colonizar nuestro planeta, lo cual no deja de ser una estimación aventurada pero que se basa en el comportamiento de la raza humana a lo largo de la historia.

Lo malo es que a esta estimación se une la posibilidad, que ya han apuntado algunos, de que los planetas vagabundos sean utilizados como plataformas interestelares que permitirían viajar por el espacio sin necesidad de desarrollar una tecnología enormemente costosa. A lo que se suma la dificultad de detectar un planeta errante que no tenga un tamaño suficientemente grande (al menos como Júpiter) hasta que se encuentre peligrosamente cerca de la Tierra.

En suma, que si una civilización hostil se ha encalomado a uno de estos mundos errantes y se está aproximando sigilosamente a la Tierra, tenemos muchas posibilidades de que nos pille desprevenidos, con los ejércitos del aire y del espacio enzarzados en luchas estériles, sobreexplotando nuestros limitados recursos, deforestando el entorno natural, provocando una elevación acelerada de la temperatura del planeta, alterando el clima y desatando pandemias capaces de diezmar poco a poco la población autóctona.

En todo caso, ahora puedo entender lo que debieron sentir los pacíficos habitantes de Alderaan cuando vieron aparecer en el cielo vespertino un siniestro planeta aparentemente desprovisto de vida pero dispuesto a amargarles la existencia durante unos breves instantes antes de borrarlos definitivamente de la faz del universo.

Claro que cuando pienso en una civilización alienígena, por muy hostil que me la pueda imaginar, veo unos seres de aspecto humanoide movidos por nuestras mismas pasiones, y por lo tanto deseando abandonar la estéril superficie de su mundo errante para quitarse la escafandra y ponerse el traje de baño. También creo que les resultaría molesto que los mejores alojamientos a pie de playa estuvieran reservados desde hace meses o en manos de otros colonizadores, como algún matrimonio jubilado británico, tener que hacer cola en el supermercado o buscar aparcamiento durante horas para estacionar sus naves espaciales utilitarias.

Así que, en su lugar, yo también haría un uso moderado de mi potencial poder destructor para convencer a los terrícolas de la conveniencia de colaborar. Previamente, les daría una sesión informativa a propósito de los efectos devastadores del cambio climático sobre mi planeta de procedencia con abundante material fotográfico y los obligaría a ir andando a todas partes para reducir el consumo de combustibles fósiles, y también a ducharse con agua fría, a llevar mascarilla en presencia de sus visitantes del más allá y a consumir más verduras y menos carne.

A los más remisos los confiaría durante una docena de semanas en una macro granja y a los reincidentes les pondría a la firma un tratado que les permitiría abandonar el protectorado alien conservando todas sus normas y tradiciones, incluido el derecho a portar armas por la calle ocultas en los sobacos sin dar explicaciones y a levantar un muro para evitar el trasiego de otras formas de vida indeseables, y por último pondría a su disposición una flota estelar con un itinerario preestablecido en el navegador que les permitiera colonizar su propio planeta.