Hace
tiempo que no viajo al extranjero. La última vez que cruzamos la frontera fue
para visitar Portugal, y de eso hace ya cuatro años. Supongo que me gustaría
hacerlo con más frecuencia, pero las circunstancias no siempre lo aconsejan o,
sencillamente, aunque uno quisiera, no es posible.
Siempre
que viajo fuera de mi país me invade esa sensación de adentrarse en lo
desconocido que surge al dejar atrás un territorio pacificado por las
costumbres, en el que se habla nuestra lengua materna, donde creemos saber lo
que cuestan las cosas y nos acompañan toda una serie de razonables certezas.
Viajar al extranjero es exponerse a esa zozobra que supone desprendernos de
esas comodidades y arriesgarse a lo imprevisto, a no entender, a que no lo
entiendan a uno, a perder la maleta, a bañarse en una playa en la que no sabes
si harás pie, a tomar un camino equivocado o a sufrir una intoxicación
alimentaria. Y, en mi opinión, es eso precisamente lo que hace de la
experiencia algo tan gratificante. La inquietud pone alerta los sentidos,
obliga a dejar de lado la indolencia que acompaña a lo cotidiano y nos activa a
todos los niveles.
Cuando
viajamos, estamos más abiertos a lo que nos pueda deparar la experiencia,
queremos aprovechar cada minuto y no desperdiciamos la oportunidad de ver, de
hacer, de conocer. Hacemos fotografías, sonreímos cuando nos las hacen, nos
vestimos para la ocasión, nos compramos un sombrero, probamos platos exóticos y
visitamos templos, iglesias y santuarios; subimos montañas, entramos en cuevas y
nos bañamos en mares de aguas desconocidas; nos exponemos al sol, al viento y a
la lluvia; y todo nos parece apetecible y digno de consideración.
Solo
preparar el viaje, consultar con detenimiento una guía, o hablar con alguien
que ha estado allí donde nos encaminamos, y nos transmite su experiencia y sus
sensaciones, es ya el preludio de lo que nos espera, con el que empezamos a
disfrutar por anticipado. Con todo, lo más importante es lo que uno sea capaz
de poner de su parte, la capacidad para implicarse emocionalmente en la
aventura antes de que dé comienzo y, luego, sobre el escenario, olvidando
prejuicios y sin complejos. Para mí, el secreto de un viaje inolvidable está en
desprenderse de la mochila que llevamos a cuestas todo el año, esa que cargamos
de preocupaciones, miedos e inhibiciones. De hecho, lo ideal sería que
pudiésemos caminar todo el día por ahí con el mismo espíritu optimista y
desenfadado; pero, como eso no es tan fácil de hacer en el día a día, debemos
aprovechar la posibilidad de hacerlo que nos brinda el hecho de dejar atrás
todo lo que no nos quepa en una pequeña maleta. Cuánto más pequeña, mejor.
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