jueves, 20 de febrero de 2014

De viajes y de viajeros


            Hace tiempo que no viajo al extranjero. La última vez que cruzamos la frontera fue para visitar Portugal, y de eso hace ya cuatro años. Supongo que me gustaría hacerlo con más frecuencia, pero las circunstancias no siempre lo aconsejan o, sencillamente, aunque uno quisiera, no es posible.
            Siempre que viajo fuera de mi país me invade esa sensación de adentrarse en lo desconocido que surge al dejar atrás un territorio pacificado por las costumbres, en el que se habla nuestra lengua materna, donde creemos saber lo que cuestan las cosas y nos acompañan toda una serie de razonables certezas. Viajar al extranjero es exponerse a esa zozobra que supone desprendernos de esas comodidades y arriesgarse a lo imprevisto, a no entender, a que no lo entiendan a uno, a perder la maleta, a bañarse en una playa en la que no sabes si harás pie, a tomar un camino equivocado o a sufrir una intoxicación alimentaria. Y, en mi opinión, es eso precisamente lo que hace de la experiencia algo tan gratificante. La inquietud pone alerta los sentidos, obliga a dejar de lado la indolencia que acompaña a lo cotidiano y nos activa a todos los niveles.

            Cuando viajamos, estamos más abiertos a lo que nos pueda deparar la experiencia, queremos aprovechar cada minuto y no desperdiciamos la oportunidad de ver, de hacer, de conocer. Hacemos fotografías, sonreímos cuando nos las hacen, nos vestimos para la ocasión, nos compramos un sombrero, probamos platos exóticos y visitamos templos, iglesias y santuarios; subimos montañas, entramos en cuevas y nos bañamos en mares de aguas desconocidas; nos exponemos al sol, al viento y a la lluvia; y todo nos parece apetecible y digno de consideración.
            Solo preparar el viaje, consultar con detenimiento una guía, o hablar con alguien que ha estado allí donde nos encaminamos, y nos transmite su experiencia y sus sensaciones, es ya el preludio de lo que nos espera, con el que empezamos a disfrutar por anticipado. Con todo, lo más importante es lo que uno sea capaz de poner de su parte, la capacidad para implicarse emocionalmente en la aventura antes de que dé comienzo y, luego, sobre el escenario, olvidando prejuicios y sin complejos. Para mí, el secreto de un viaje inolvidable está en desprenderse de la mochila que llevamos a cuestas todo el año, esa que cargamos de preocupaciones, miedos e inhibiciones. De hecho, lo ideal sería que pudiésemos caminar todo el día por ahí con el mismo espíritu optimista y desenfadado; pero, como eso no es tan fácil de hacer en el día a día, debemos aprovechar la posibilidad de hacerlo que nos brinda el hecho de dejar atrás todo lo que no nos quepa en una pequeña maleta. Cuánto más pequeña, mejor.

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