Una vez oí decir a alguien autorizado o leí en alguna parte
que los malos recuerdos se desvanecen para ayudarnos a sobrellevar las penas y a
no morir de tristeza. Sin embargo, ahora que me he convertido en un adulto,
puedo decir por propia experiencia que eso no siempre es así. Hay recuerdos que
nos persiguen como un sueño recurrente del que no es posible deshacerse por
propia voluntad. Vienen a nuestro encuentro por sorpresa o están agazapados
esperando a que seamos capaces de evocarlos una vez más.
No obstante, nuestra subjetividad también influye en la
forma en que recordamos otras vivencias que, en sí mismas, no son buenas ni
malas, y que forman parte de nuestra experiencia vital. Yo, por ejemplo,
siempre recordaré el primer día que llevé a mi hija a la guardería y cómo
lloraba al verme marchar. Se me partió el corazón y aún hoy me dan ganas de
salir corriendo a abrazarla y decirle que no me voy a ir a ninguna parte y que
me quedaré con ella ese y todos los días. Naturalmente, no lo hice; y ella se
fue haciendo mayorcita y dejó de llorar, hizo amiguitos y se hizo también más
fuerte y más libre. De hecho, no se acuerda de ese día y, sin embargo, yo me
sigo acordando. Por otra parte, para los que no fuimos a la guardería, ¿quién
no se acuerda de su primer día de colegio, o no ha sentido pena al tener que
volver al trabajo después de las vacaciones?
Precisamente porque los recuerdos están cargados de
subjetividad, nunca somos imparciales respecto a nuestro pasado y es curiosa la
dureza con la que, en ocasiones, nos juzgamos a nosotros mismos. No debí hacer
aquello, debería haber hecho esto otro… Sencillamente, muchas veces, la
mayoría, uno hizo lo que pudo y nadie le reprocharía nada si, realmente,
pudiera ponerse en su lugar.
Naturalmente, eso no siempre te ayuda a estar en paz contigo
mismo y, de vez en cuando, creo que habría que descargar la conciencia hablando
de esto y de lo otro, de lo que nos atormenta y de lo que nos reprochamos y
reprochamos a los demás. Yo me planteo con frecuencia el uso que he hecho de mi
tiempo, dónde he puesto mis energías y cuáles han sido, a diario, mis
prioridades. Y si hago examen de conciencia, veo una lista interminable de
horas invertidas en el estudio y el trabajo; en tareas que, si las analizo con
cierta distancia, quizá no merecían ni tanto tiempo ni tanta energía que, por
otra parte, deje de emplear en otros quehaceres y de compartir con otras
personas que, además, son para mí mucho más importantes.
Por mi parte, ahora que soy padre, pienso en lo duro que
tuvo que ser para mi madre verme salir de casa tan jovencito, apenas
transcurrida una niñez llena de juegos compartidos, y mi primera juventud,
entre libros de aventuras y películas en blanco y negro, que para mí
transcurrió despacio, pero que ella debió ver pasar apenas en un suspiro.
En otra ocasión, escuché, creo que en la radio, que nuestra
infancia y las vivencias familiares ejercen una influencia en nuestra forma de
ser mucho menor de la que recibimos de las personas que conocemos después. No
estoy de acuerdo en absoluto y no creo que nadie sensato pueda estarlo. Mis
primeros años de vida y mi familia influyeron definitivamente en mí y han
forjado mi visión del mundo. Lo que ha venido después ha estado condicionado
por esa experiencia vital y me explica como individuo, y, por eso, no puedo
renunciar a ella sin dejar de ser lo que soy.
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