Hace
una semana que empezó el Mundial de Brasil y apenas tres días que España ha
quedado apeada del campeonato, a las primeras de cambio y sin remisión posible;
así que mi hija pequeña no podrá lucir la camiseta de la selección que nos
pidió para su cumpleaños. Y, en estos días, los titulares se multiplican
hablando del triste final de ciclo, que he de decir que me temía, aunque no tan
estrepitoso (me imagino que ahora eso mismo debe estar diciéndolo medio mundo).
Bueno,
ya sabemos eso de que los que ya han triunfado suelen perder empuje y determinación,
que a ello se une el hecho de tener la vida resuelta y que una prima por ganar
de más de setecientos mil euros es una inmoralidad se mire como se mire.
Con
todo, he de decir que a mí me sigue afectando la derrota, me enfada y me
entristece al mismo tiempo y, aunque ponga toda la racionalidad de que soy
capaz en el otro platillo de la balanza, no puedo evitar sentirme así. Además
ha sido de esa manera desde que recuerdo, desde que era un niño y ponía toda mi
fe y mi ilusión en ver ganar a un equipo que, hasta hace muy poco, no llegaba
nunca a ninguna parte y, en las citas importantes, perdía casi siempre. Un
equipo cuya mayor gesta había sido clasificarse para un europeo goleando a la
selección de Malta.
Por
otra parte, los Mundiales de fútbol son otra cosa. Primero, porque juegan las
selecciones nacionales y no los equipos de moda, construidos muchas veces a golpe
de talonario. Segundo, porque las estrellas están llamadas a brillar jugando en
defensa de sus países y, frecuentemente, es el compromiso de cada uno lo que le
otorga la gloria o su falta de implicación lo que le priva de ella. Y, en
tercer lugar, porque no hay sitio para la especulación ni enemigo pequeño; hay
que jugar para ganar o, de lo contrario, uno se arriesga al ridículo o a morder
el polvo o a las dos cosas a la vez.
Además,
el mundo del futbol puede ser un escenario muy interesante para estudiar el
comportamiento humano y también un teatro de emociones; aunque, naturalmente,
para disfrutar de la función hace falta una cierta perspectiva, de la que me
temo que carecen buena parte de los aficionados.
Por
poner solo dos ejemplos recientes, me quedaría con el gesto del entrenador del
equipo derrotado, en la final de la última Liga de Campeones, invitando a sus
jugadores, con un gesto altivo, a alzar la barbilla a pesar de la abultada
derrota sufrida en los últimos compases de un partido que estuvieron ganando
hasta el minuto noventa y tres; y denostaría la arrogancia de la estrella del
equipo vencedor, desaparecido durante todo el encuentro, después de marcar un
penalti con el partido resuelto y acabado que, de haber estado a la altura de
las circunstancias, debió haber echado fuera. Pero de todos, me quedo con el capitán
que, para mí, se ganó los galones el día que decidió llamar a un amigo del
equipo rival para evitar que el mal ambiente creado por un entrenador miserable
arruinara su amistad y, de paso, se llevará por delante al equipo nacional más prometedor
de todos los tiempos, y ello con todas las consecuencias que, en adelante, su
resolución habría de tener para él.
Por
lo demás, si, como dijo un entrenador inglés, aunque algunos creen que el
fútbol es solo una cuestión de vida o muerte, en realidad es algo mucho más
importante que eso, eliminada España, ya solo queda apostar por otro equipo y seguir
disfrutando del espectáculo, como en el Mundial del 82, donde viendo jugar a la
selección brasileña comprendí, antes de saber que se llamaba así, lo que era el
jogo bonito y, a base de ver partidos, creo que empezó a gustarme el fútbol.
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