jueves, 3 de noviembre de 2016

El bricolaje me hace rejuvenecer

         Hace dos fines de semana, estuve vistiendo el armario empotrado de la habitación de mi hija pequeña; aprovechando una de las cajoneras, los tableros y algunos listones del antiguo armario de nuestro dormitorio. Y, al principio, pensé que la tarea sería asequible, aunque siempre me tomo con cierta cautela los trabajos de bricolaje que, de vez en cuando, emprendo en casa cuando hay que acometer alguna obra de escasa envergadura; porque, a veces, tareas tan nimias como cambiar una persiana o arreglar la cisterna del wáter, se vuelven empresas arriesgadas y ponen a prueba la templanza del más pintado.

         Y, tal como me temía, la obra se fue complicando y desafiando mis dotes de carpintero, haciéndome perder la paciencia a medida que los clavos se iban torciendo en cuanto topaban con los ladrillos de la pared y mis mediciones se daban de bruces con la caprichosa y poco uniforme superficie del fondo del armario.

         Reconozco que, cuando me veo en estas lides, no soy un ejemplo de equilibrio, y, sí la cosa se complica más de lo esperado, frecuentemente, me sorprendo a mí mismo lanzando imprecaciones y maldiciendo en arameo. Y, para recuperar la calma, necesito dejar pasar un buen rato y, además, paralizar la obra en el estado en que se encuentre, hasta sosegarme y ser capaz de retomar los trabajos en el punto en que los había dejado.

         Recuerdo que, cuando era más joven, me obcecaba con frecuencia y que las cuestiones más insignificantes podían hacerme enfurecer sin que para ello fuera preciso que hubiese nada verdaderamente relevante en juego. Con los años, creo que mi carácter se ha ido templando y ya no es tan fácil que me soliviante, aunque, de vez en cuando, haya tenido que enfrentarme a situaciones bastante más peliagudas de las que me atosigaban durante mi juventud; pero, el bricolaje…

         Así que hace dos fines de semana, durante algunas horas, me sentí rejuvenecer y más comprensivo con las muestras del temperamento explosivo de mis dos jóvenes adolescentes, cuando llegan del instituto bramando contra el calendario de exámenes, sus profesores de secundaria, el sistema educativo, el Ministro de Educación y las instituciones de la Unión Europea, en general.

         Hace tiempo, vi en la televisión un documental sobre las costumbres de las manadas de elefantes africanos, en el que un equipo de etólogos había hecho un seguimiento de un grupo de paquidermos y analizaba como, desparecido el líder del grupo, un macho adulto pasaba a ocupar su puesto, de manera natural, pero no por su fortaleza o por su potencial reproductor como macho dominante, sino por haber alcanzado un grado de madurez suficiente para liderar el grupo, haciéndose acreedor del respeto de los otros adultos y siendo capaz de dominar los arrebatos de los más jóvenes, no desde la fuerza sino desde la templanza, una vez superado, por su parte, el frenesí de la juventud y dominados los instintos más primitivos.

         Supongo que, de alguna manera, la madurez es el resultado de un proceso a lo largo del cual aprendemos a convivir con la frustración sin dejarnos arrastrar por arrebatos de ira, a tomar distancia y relativizar los problemas, y a racionalizar la toma de decisiones sin permitir que el instinto nos conduzca por sendas azarosas en las que el valor se confunde frecuentemente con la temeridad y esos arrebatos de ira con la resolución a la hora de actuar.


         Espero que, algún día, también llegue a ser capaz de dedicarme al bricolaje sin sucumbir a ese juvenil instinto destructor que todavía hoy dormita en algún rincón de mi persona, esperando la oportunidad de manifestarse con toda su virulencia en cuanto hay que arreglar una persiana.

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