Hace dos fines de semana, estuve
vistiendo el armario empotrado de la habitación de mi hija pequeña; aprovechando una
de las cajoneras, los tableros y algunos listones del antiguo armario de
nuestro dormitorio. Y, al principio, pensé que la tarea sería asequible, aunque
siempre me tomo con cierta cautela los trabajos de bricolaje que, de vez en
cuando, emprendo en casa cuando hay que acometer alguna obra de escasa envergadura;
porque, a veces, tareas tan nimias como cambiar una persiana o arreglar la
cisterna del wáter, se vuelven empresas arriesgadas y ponen a prueba la
templanza del más pintado.
Y, tal como me temía, la obra se fue
complicando y desafiando mis dotes de carpintero, haciéndome perder la
paciencia a medida que los clavos se iban torciendo en cuanto topaban con los
ladrillos de la pared y mis mediciones se daban de bruces con la caprichosa y
poco uniforme superficie del fondo del armario.
Reconozco que, cuando me veo en estas
lides, no soy un ejemplo de equilibrio, y, sí la cosa se complica más de lo
esperado, frecuentemente, me sorprendo a mí mismo lanzando imprecaciones y maldiciendo
en arameo. Y, para recuperar la calma, necesito dejar pasar un buen rato y,
además, paralizar la obra en el estado en que se encuentre, hasta sosegarme y
ser capaz de retomar los trabajos en el punto en que los había dejado.
Recuerdo que, cuando era más joven, me
obcecaba con frecuencia y que las cuestiones más insignificantes podían hacerme
enfurecer sin que para ello fuera preciso que hubiese nada verdaderamente
relevante en juego. Con los años, creo que mi carácter se ha ido templando y ya
no es tan fácil que me soliviante, aunque, de vez en cuando, haya tenido que
enfrentarme a situaciones bastante más peliagudas de las que me atosigaban
durante mi juventud; pero, el bricolaje…
Así que hace dos fines de semana,
durante algunas horas, me sentí rejuvenecer y más comprensivo con las muestras
del temperamento explosivo de mis dos jóvenes adolescentes, cuando llegan del
instituto bramando contra el calendario de exámenes, sus profesores de secundaria,
el sistema educativo, el Ministro de Educación y las instituciones de la Unión
Europea, en general.
Hace tiempo, vi en la televisión un
documental sobre las costumbres de las manadas de elefantes africanos, en el
que un equipo de etólogos había hecho un seguimiento de un grupo de paquidermos
y analizaba como, desparecido el líder del grupo, un macho adulto pasaba a
ocupar su puesto, de manera natural, pero no por su fortaleza o por su
potencial reproductor como macho dominante, sino por haber alcanzado un grado
de madurez suficiente para liderar el grupo, haciéndose acreedor del respeto de
los otros adultos y siendo capaz de dominar los arrebatos de los más jóvenes,
no desde la fuerza sino desde la templanza, una vez superado, por su parte, el
frenesí de la juventud y dominados los instintos más primitivos.
Supongo que, de alguna manera, la
madurez es el resultado de un proceso a lo largo del cual aprendemos a convivir
con la frustración sin dejarnos arrastrar por arrebatos de ira, a tomar distancia
y relativizar los problemas, y a racionalizar la toma de decisiones sin permitir
que el instinto nos conduzca por sendas azarosas en las que el valor se
confunde frecuentemente con la temeridad y esos arrebatos de ira con la
resolución a la hora de actuar.
Espero que, algún día, también llegue a
ser capaz de dedicarme al bricolaje sin sucumbir a ese juvenil instinto
destructor que todavía hoy dormita en algún rincón de mi persona, esperando la
oportunidad de manifestarse con toda su virulencia en cuanto hay que arreglar
una persiana.
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