jueves, 17 de noviembre de 2016

La triple corona

            Este lunes he empezado la preparación para mi tercer maratón. Por ser el primer día, me lo tomé con calma. Después de una semana de inactividad por motivos laborales, salí a trotar cuarenta minutos, sin forzar la máquina y pensando que el descanso me permitiría correr sin esfuerzo. Me equivocaba. Al cuerpo, a veces, no le sientan bien esos descansos y reacciona despacio y de mala gana al primer toque de corneta. Así que las sensaciones no fueron las que cabía esperar y me alegré de poder irme a la ducha sin tener que exigirme demasiado.

            Ayer la cosa se puso más seria, y tuve que afrontar mis primeras series, a las que todo el mundo teme, porque te sacan de la zona de confort y te obligan a activarte para cumplir con los tiempos de paso. Pero, en contra de lo que esperaba, esta vez las sensaciones fueron buenas desde el calentamiento. Encontré enseguida una cadencia cómoda y, luego, cuando tuve que afrontar las series de ochocientos metros, pude progresar sin notar síntomas de fatiga, yendo de menos a más a medida que avanzaba la sesión de entrenamiento. Ya veremos que tal el viernes y, sobre todo, el domingo, cuando tenga que hacer mi primera tirada larga.

            Si consigo terminar el próximo maratón, habré logrado mi particular triple corona y, si la planificación ha sido la adecuada y ese día me encuentro bien, tal vez rebajar el tiempo de las dos ediciones anteriores.

            Y vosotros diréis: ya está aquí este otra vez con sus entrenamientos y sus carreritas, como si no hubiera nada más en la vida, y tuviera que correr un maratón todos los años. Y la verdad es que no tendría por qué hacerlo, podría prescindir de ello y centrarme en otras actividades, como tocar el bajo o escribir una novela. Pero, cuando llega esta época, empieza a hacer frío y los árboles de mi calle comienzan a mudar lentamente del verde al amarillo, siempre me entran las ganas de prepararme, como si tuviera una cita importante antes de que termine el invierno a la que no pudiera dejar de acudir cada año; aunque, en realidad, esa cita sea conmigo mismo y no dure más de cuatro horas, después de las cuales ni siquiera sé si llegaré a conocerme mejor de lo que me conozco ahora.

            Pero, también es verdad que la mejor manera de conocerse es poniéndose a prueba. En el lugar en que nos sentimos a salvo, no perdemos la templanza ni nos amenaza el miedo. Tampoco tenemos que elegir sacrificando algo a cambio. Todo está en su sitio y al alcance de la mano. Pero esa comodidad también nos resta posibilidades, las que nos ofrece renunciar a ella, de vez en cuanto, aunque la incertidumbre sea el precio a pagar por atreverse a dar el primer paso fuera de los límites de nuestra habitación, más allá del umbral de nuestra casa, aunque nada nos obligue a hacerlo.

            El aire frío del invierno es incómodo, pero sentirlo en la cara cuando apenas ha empezado a clarear y la ciudad se despereza a medida que van cayendo los primeros kilómetros de una tirada larga un domingo cualquiera por la mañana temprano, te ayuda a sentirte vivo y despierto, expectante y audaz al mismo tiempo; y correr a última hora de la tarde por un parque semidesierto, a riesgo de ser arrollado por un ciclista o de que un perro te dé un buen susto en algún recodo del camino, obliga a estar alerta y a escudriñar las sombras para no pisar una piedra o tropezar con una rama caída. Pero, a cambio, descubrir tu propia sombra avanzando a tu lado a la luz de la luna, proyectándose sobre una senda angosta, flanqueada por la presencia silenciosa de los árboles, escuchando tan solo tu respiración acompasada al ritmo monótono de las pisadas sobre la grava, te hace consciente de tu propia y vulnerable existencia y, al mismo tiempo, te reconcilia con la naturaleza porque te permite volver a sentirte parte de ella.

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