Este
lunes he empezado la preparación para mi tercer maratón. Por ser el primer día,
me lo tomé con calma. Después de una semana de inactividad por motivos
laborales, salí a trotar cuarenta minutos, sin forzar la máquina y pensando que
el descanso me permitiría correr sin esfuerzo. Me equivocaba. Al cuerpo, a
veces, no le sientan bien esos descansos y reacciona despacio y de mala gana al
primer toque de corneta. Así que las sensaciones no fueron las que cabía
esperar y me alegré de poder irme a la ducha sin tener que exigirme demasiado.
Ayer
la cosa se puso más seria, y tuve que afrontar mis primeras series, a las que
todo el mundo teme, porque te sacan de la zona de confort y te obligan a
activarte para cumplir con los tiempos de paso. Pero, en contra de lo que
esperaba, esta vez las sensaciones fueron buenas desde el calentamiento.
Encontré enseguida una cadencia cómoda y, luego, cuando tuve que afrontar las
series de ochocientos metros, pude progresar sin notar síntomas de fatiga,
yendo de menos a más a medida que avanzaba la sesión de entrenamiento. Ya
veremos que tal el viernes y, sobre todo, el domingo, cuando tenga que hacer mi
primera tirada larga.
Si
consigo terminar el próximo maratón, habré logrado mi particular triple corona
y, si la planificación ha sido la adecuada y ese día me encuentro bien, tal vez
rebajar el tiempo de las dos ediciones anteriores.
Y
vosotros diréis: ya está aquí este otra vez con sus entrenamientos y sus
carreritas, como si no hubiera nada más en la vida, y tuviera que correr un
maratón todos los años. Y la verdad es que no tendría por qué hacerlo, podría
prescindir de ello y centrarme en otras actividades, como tocar el bajo o
escribir una novela. Pero, cuando llega esta época, empieza a hacer frío y los
árboles de mi calle comienzan a mudar lentamente del verde al amarillo, siempre
me entran las ganas de prepararme, como si tuviera una cita importante antes de
que termine el invierno a la que no pudiera dejar de acudir cada año; aunque,
en realidad, esa cita sea conmigo mismo y no dure más de cuatro horas, después
de las cuales ni siquiera sé si llegaré a conocerme mejor de lo que me conozco
ahora.
Pero,
también es verdad que la mejor manera de conocerse es poniéndose a prueba. En
el lugar en que nos sentimos a salvo, no perdemos la templanza ni nos amenaza
el miedo. Tampoco tenemos que elegir sacrificando algo a cambio. Todo está en
su sitio y al alcance de la mano. Pero esa comodidad también nos resta
posibilidades, las que nos ofrece renunciar a ella, de vez en cuanto, aunque la
incertidumbre sea el precio a pagar por atreverse a dar el primer paso fuera de
los límites de nuestra habitación, más allá del umbral de nuestra casa, aunque
nada nos obligue a hacerlo.
El
aire frío del invierno es incómodo, pero sentirlo en la cara cuando apenas ha
empezado a clarear y la ciudad se despereza a medida que van cayendo los
primeros kilómetros de una tirada larga un domingo cualquiera por la mañana
temprano, te ayuda a sentirte vivo y despierto, expectante y audaz al mismo
tiempo; y correr a última hora de la tarde por un parque semidesierto, a riesgo
de ser arrollado por un ciclista o de que un perro te dé un buen susto en algún
recodo del camino, obliga a estar alerta y a escudriñar las sombras para no
pisar una piedra o tropezar con una rama caída. Pero, a cambio, descubrir tu
propia sombra avanzando a tu lado a la luz de la luna, proyectándose sobre una
senda angosta, flanqueada por la presencia silenciosa de los árboles,
escuchando tan solo tu respiración acompasada al ritmo monótono de las pisadas
sobre la grava, te hace consciente de tu propia y vulnerable existencia y, al
mismo tiempo, te reconcilia con la naturaleza porque te permite volver a sentirte
parte de ella.
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