jueves, 9 de febrero de 2017

El cazador

            Faltan diez días para el XXXIII Maratón de Sevilla. Así que estoy ultimando mi preparación para la tercera participación en mi carrera favorita de la temporada, para la que llevo tres meses preparándome a conciencia, desafiando las bajas temperaturas y los días desapacibles. Este fin de semana, además, se anuncian lluvias, y todavía me queda una tirada larga que completar, así que tendré que echar mano otra vez del cortavientos y recuperar mis viejas zapatillas, porque las nuevas, una vez domadas, tengo que reservarlas un poco si no quiero que se estropeen antes de tiempo.
            Espero que no haga demasiado frío el próximo día 19, y si lo hiciera, que, al principio, no tenga que correr demasiado rápido para entrar en calor, que luego seguro que me arrepiento.
Este año, el último mes de preparación para el maratón ha coincidido con el entrenamiento de mi mujer para la carrera popular de la Universidad Pablo de Olavide, así que, ocasionalmente, salimos juntos a correr, aunque luego, cada uno siga una rutina distinta. Eso me anima porque rompe la secuencia de entrenamientos en solitario; pero, a la hora de la verdad, cuando tengo que recorrer una distancia larga o que correr más deprisa, vuelvo a los caminos menos transitados y a las tiradas largas junto al río.
            Las semanas pasan deprisa, pero a medida que voy tachando días del calendario y se aproxima la fecha marcada en rojo, me da más pereza salir a correr; aunque, una vez en movimiento, esa renuencia se disipa rápidamente a medida que las piernas empiezan a batir la tierra; más despacio al principio, hasta que el ritmo de carrera se impone definitivamente sobre la inercia de los primeros compases de la sesión de entrenamiento. Luego, en algún momento, el cuerpo se despierta, los músculos se van tensando y, como en una secuencia de caza, parecen tomar la iniciativa, como sintiendo la proximidad de una pieza que estuviera a punto de cobrarme. Al final, cuando he completado la distancia o he cumplido con el tiempo marcado, y mi cerebro consciente manda parar, el cuerpo se detiene, pero me transmite la sensación de que podría continuar corriendo, aumentando incluso la velocidad y que se para solo porque yo se lo ordeno; y, por momentos, parece inmune a la fatiga, como el de un depredador que únicamente se detiene porque está sopesando las posibilidades y necesita reservarse, quizás para otro momento más propicio, y también porque sabe que, mañana, tendrá que salir otra vez a cazar, y tal vez tenga que correr más lejos o más deprisa.

            El domingo de la semana que viene es posible que más bien tenga la sensación de formar parte de una estampida, en la que al desorden inicial terminará imponiéndose la disciplina del grupo que lucha por sobrevivir. Es posible que me convierta en un miembro más de la manada que huye de un enemigo al que ni siquiera puede ver; pero, tal vez, cuando el grupo se haya estirando lo suficiente y otros corredores me cedan la primacía, vuelva a sentir el impulso del cazador infatigable, el pulso del depredador indómito.

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