Faltan
diez días para el XXXIII Maratón de Sevilla. Así que estoy ultimando mi preparación
para la tercera participación en mi carrera favorita de la temporada, para la
que llevo tres meses preparándome a conciencia, desafiando las bajas
temperaturas y los días desapacibles. Este fin de semana, además, se anuncian
lluvias, y todavía me queda una tirada larga que completar, así que tendré que
echar mano otra vez del cortavientos y recuperar mis viejas zapatillas, porque
las nuevas, una vez domadas, tengo que reservarlas un poco si no quiero que se
estropeen antes de tiempo.
Espero
que no haga demasiado frío el próximo día 19, y si lo hiciera, que, al
principio, no tenga que correr demasiado rápido para entrar en calor, que luego
seguro que me arrepiento.
Este año, el último
mes de preparación para el maratón ha coincidido con el entrenamiento de mi
mujer para la carrera popular de la Universidad Pablo de Olavide, así que,
ocasionalmente, salimos juntos a correr, aunque luego, cada uno siga una rutina
distinta. Eso me anima porque rompe la secuencia de entrenamientos en
solitario; pero, a la hora de la verdad, cuando tengo que recorrer una distancia
larga o que correr más deprisa, vuelvo a los caminos menos transitados y a las
tiradas largas junto al río.
Las
semanas pasan deprisa, pero a medida que voy tachando días del calendario y se
aproxima la fecha marcada en rojo, me da más pereza salir a correr; aunque, una
vez en movimiento, esa renuencia se disipa rápidamente a medida que las piernas
empiezan a batir la tierra; más despacio al principio, hasta que el ritmo de
carrera se impone definitivamente sobre la inercia de los primeros compases de
la sesión de entrenamiento. Luego, en algún momento, el cuerpo se despierta,
los músculos se van tensando y, como en una secuencia de caza, parecen tomar la
iniciativa, como sintiendo la proximidad de una pieza que estuviera a punto de
cobrarme. Al final, cuando he completado la distancia o he cumplido con el
tiempo marcado, y mi cerebro consciente manda parar, el cuerpo se detiene, pero
me transmite la sensación de que podría continuar corriendo, aumentando incluso
la velocidad y que se para solo porque yo se lo ordeno; y, por momentos, parece
inmune a la fatiga, como el de un depredador que únicamente se detiene porque
está sopesando las posibilidades y necesita reservarse, quizás para otro
momento más propicio, y también porque sabe que, mañana, tendrá que salir otra
vez a cazar, y tal vez tenga que correr más lejos o más deprisa.
El
domingo de la semana que viene es posible que más bien tenga la sensación de formar
parte de una estampida, en la que al desorden inicial terminará imponiéndose la
disciplina del grupo que lucha por sobrevivir. Es posible que me convierta en
un miembro más de la manada que huye de un enemigo al que ni siquiera puede
ver; pero, tal vez, cuando el grupo se haya estirando lo suficiente y otros
corredores me cedan la primacía, vuelva a sentir el impulso del cazador
infatigable, el pulso del depredador indómito.
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