Normalmente,
cuando leo el periódico, no veo noticias que me llamen la atención y, para
encontrar algo interesante, tengo que rastrear entre los titulares o buscar
directamente en la letra pequeña. También es verdad que las noticias que suelen
interesarme casi nunca ocupan la primera plana, sino más bien alguna esquinita
del diario.
Hablan de un
transatlántico de lujo varado en la playa de una isla durante años, cuyo
armazón fue carcomido poco a poco por las mareas, mientras los habitantes de la
isla iban despojando los salones bajo la cubierta de todos sus oropeles que,
ahora que del casco solo quedan unos restos apenas visibles durante la bajamar,
adornan restaurantes y casas de las localidades más próximas a la costa donde
terminó su singladura.
O de un reptil de
dimensiones formidables que habría merodeando durante años por los pantanos de
una remota región de Australia, eludiendo sistemáticamente cualquier intento de
capturarlo con vida y que, finalmente, habría quedado atrapado en una jaula que
apenas podía albergarlo, con un ejemplar menor al que me gusta pensar que
adiestraba sobre la manera de evitar la trampa que finalmente le privó de su
libertad.
O, por último, de
gestas deportivas como la de aquel atleta mongol, y único representante de su
país, que, en la olimpiada de Barcelona, fue el último corredor de la maratón
en cruzar la línea de meta, cuando faltaba poco para que se iniciara la ceremonia
de clausura, en una pista de calentamiento anexa al estadio, sin público ni
gradas, en penumbra y dos horas después de que llegara el vencedor. Tuul, que
así se llamaba, era ciego y se había sometido a un trasplante de córnea seis
meses antes. Las fotografías que acompañaban el reportaje muestran la imagen
entrañable de un hombre exhausto pero con gesto sonriente, que lleva unas gafas
pegadas con celo (se le habían roto esa misma mañana) y que preguntado por un
periodista sobre si ese era el día más feliz de su vida, contestó que no, que
el día más feliz de su vida fue el día en que recuperó la visión y pudo ver a
su mujer y a sus dos hijas y comprobar que eran realmente hermosas.
Sin embargo, el otro
día, hojeando la prensa digital en la playa, me tropecé en titulares con tres
noticias diferentes, a cada cual más sugerente. La que abría la edición
contaba que, en una isla escocesa de apenas 120 kilómetros cuadrados y con una
población de poco más de 7.000 habitantes, una niña de seis años había sido
hallada muerta en un bosque a escasos metros de la vivienda de sus abuelos. Y
que la policía había advertido a los vecinos que cerraran con llave sus casas
mientras hacía sus pesquisas puerta a puerta en busca de algún sospechoso.
Esa
misma mañana, la prensa informaba del hallazgo, en Tailandia, de doce niños de
un equipo de fútbol y su entrenador, desaparecidos desde hacía más de diez
días, y que estaban atrapados a cuatro kilómetros de la entrada de una cueva
que habían ido a visitar después de disputar un partido, cuando se vieron
sorprendidos por las fuertes lluvias que azotan la región durante el monzón,
que anegaron rápidamente la gruta, impidiéndoles salir al exterior, donde todavía
permanecían sus bicicletas. A pesar del tiempo transcurrido, habían sobrevivido
bebiendo el agua que se filtraba dentro de la cueva y, ahora, sus rescatadores
se afanaban en enseñarles a nadar y a bucear para que pudieran emerger antes de
que las lluvias torrenciales inundasen todavía más la cueva.
Y, finalmente, el periódico también hablaba de las instrucciones impartidas por el
Ministro de Asuntos Exteriores de España a todas las embajadas para replicar a
los ataques contra la nación por parte de líderes y políticos independentistas,
a las que habría acompañado la intervención íntegra del embajador de España en
Washington en su réplica al presidente de la Generalitat de Catalunya, durante una
recepción privada ofrecida por el Instituto Smithsonian.
Cuando
leo este tipo de noticias, me imagino a sus protagonistas moviéndose por el
escenario en que transcurría su existencia en el momento de acontecer los
hechos que, a veces contra su voluntad, los convirtieron en noticia. Y veo a
una niña pequeña, de seis años, saliendo de la bonita casa de sus abuelos y
dirigiéndose con pasitos cortos y, tal vez, un juguete entre las manos, hasta
un bosque oscuro en el que le aguarda un asesino sin rostro. O escucho el eco
de las voces y las risas de otros niños adentrándose en una gruta húmeda de dimensiones
jurásicas mientras la lluvia empieza a caer torrencialmente en el exterior
arrastrando lodo, hojas y ramas de los árboles hasta taponar la salida, e
inundando las galerías por las que habían estado transitando sin ser
conscientes del peligro que los acechaba.
También me imagino al
embajador español tomando la palabra durante la cena ofrecida por la
institución anfitriona y rebatiendo las afirmaciones hechas por el presidente
autonómico durante su discurso, y a este abandonando el salón durante la
intervención del diplomático.
Puedo vislumbrar un
barco encallado en la costa, azotado día y noche por el temporal, al que,
cuando hace buen tiempo, se acercan los lugareños en barcas de remos, e imagino
cómo se introducen en el casco por las escotillas abiertas o las grietas del
armazón y sacan de su interior enormes espejos de marcos dorados e imponentes
lámparas de cristal, para transportarlas penosamente y con gran cuidado hasta
sus casas tierra adentro. O veo la cola de un saurio dibujando lentamente una
curva en el agua espejada de un pantano, sembrando la inquietud en cuantos
adivinan su forma bajo la superficie. Y también me imagino al atleta mongol
cruzando la línea de meta en solitario bajo el cielo vespertino con una mezcla
de orgullo e infinito cansancio.
Algún día, no muy
lejano, tengo que ponerme a escribir esas u otras historias, si es posible antes
de que sucedan realmente y los periódicos se hagan eco de ellas, y convertirlas
en relatos de aventuras, novelas negras o de espías, o cuentos ilustrados para
niños y adolescentes.
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