sábado, 21 de julio de 2018

De noticias y relatos


            Normalmente, cuando leo el periódico, no veo noticias que me llamen la atención y, para encontrar algo interesante, tengo que rastrear entre los titulares o buscar directamente en la letra pequeña. También es verdad que las noticias que suelen interesarme casi nunca ocupan la primera plana, sino más bien alguna esquinita del diario.
Hablan de un transatlántico de lujo varado en la playa de una isla durante años, cuyo armazón fue carcomido poco a poco por las mareas, mientras los habitantes de la isla iban despojando los salones bajo la cubierta de todos sus oropeles que, ahora que del casco solo quedan unos restos apenas visibles durante la bajamar, adornan restaurantes y casas de las localidades más próximas a la costa donde terminó su singladura.
O de un reptil de dimensiones formidables que habría merodeando durante años por los pantanos de una remota región de Australia, eludiendo sistemáticamente cualquier intento de capturarlo con vida y que, finalmente, habría quedado atrapado en una jaula que apenas podía albergarlo, con un ejemplar menor al que me gusta pensar que adiestraba sobre la manera de evitar la trampa que finalmente le privó de su libertad.
O, por último, de gestas deportivas como la de aquel atleta mongol, y único representante de su país, que, en la olimpiada de Barcelona, fue el último corredor de la maratón en cruzar la línea de meta, cuando faltaba poco para que se iniciara la ceremonia de clausura, en una pista de calentamiento anexa al estadio, sin público ni gradas, en penumbra y dos horas después de que llegara el vencedor. Tuul, que así se llamaba, era ciego y se había sometido a un trasplante de córnea seis meses antes. Las fotografías que acompañaban el reportaje muestran la imagen entrañable de un hombre exhausto pero con gesto sonriente, que lleva unas gafas pegadas con celo (se le habían roto esa misma mañana) y que preguntado por un periodista sobre si ese era el día más feliz de su vida, contestó que no, que el día más feliz de su vida fue el día en que recuperó la visión y pudo ver a su mujer y a sus dos hijas y comprobar que eran realmente hermosas.
Sin embargo, el otro día, hojeando la prensa digital en la playa, me tropecé en titulares con tres noticias diferentes, a cada cual más sugerente. La que abría la edición contaba que, en una isla escocesa de apenas 120 kilómetros cuadrados y con una población de poco más de 7.000 habitantes, una niña de seis años había sido hallada muerta en un bosque a escasos metros de la vivienda de sus abuelos. Y que la policía había advertido a los vecinos que cerraran con llave sus casas mientras hacía sus pesquisas puerta a puerta en busca de algún sospechoso.
            Esa misma mañana, la prensa informaba del hallazgo, en Tailandia, de doce niños de un equipo de fútbol y su entrenador, desaparecidos desde hacía más de diez días, y que estaban atrapados a cuatro kilómetros de la entrada de una cueva que habían ido a visitar después de disputar un partido, cuando se vieron sorprendidos por las fuertes lluvias que azotan la región durante el monzón, que anegaron rápidamente la gruta, impidiéndoles salir al exterior, donde todavía permanecían sus bicicletas. A pesar del tiempo transcurrido, habían sobrevivido bebiendo el agua que se filtraba dentro de la cueva y, ahora, sus rescatadores se afanaban en enseñarles a nadar y a bucear para que pudieran emerger antes de que las lluvias torrenciales inundasen todavía más la cueva.
            Y, finalmente, el periódico también hablaba de las instrucciones impartidas por el Ministro de Asuntos Exteriores de España a todas las embajadas para replicar a los ataques contra la nación por parte de líderes y políticos independentistas, a las que habría acompañado la intervención íntegra del embajador de España en Washington en su réplica al presidente de la Generalitat de Catalunya, durante una recepción privada ofrecida por el Instituto Smithsonian.
            Cuando leo este tipo de noticias, me imagino a sus protagonistas moviéndose por el escenario en que transcurría su existencia en el momento de acontecer los hechos que, a veces contra su voluntad, los convirtieron en noticia. Y veo a una niña pequeña, de seis años, saliendo de la bonita casa de sus abuelos y dirigiéndose con pasitos cortos y, tal vez, un juguete entre las manos, hasta un bosque oscuro en el que le aguarda un asesino sin rostro. O escucho el eco de las voces y las risas de otros niños adentrándose en una gruta húmeda de dimensiones jurásicas mientras la lluvia empieza a caer torrencialmente en el exterior arrastrando lodo, hojas y ramas de los árboles hasta taponar la salida, e inundando las galerías por las que habían estado transitando sin ser conscientes del peligro que los acechaba.
También me imagino al embajador español tomando la palabra durante la cena ofrecida por la institución anfitriona y rebatiendo las afirmaciones hechas por el presidente autonómico durante su discurso, y a este abandonando el salón durante la intervención del diplomático.
Puedo vislumbrar un barco encallado en la costa, azotado día y noche por el temporal, al que, cuando hace buen tiempo, se acercan los lugareños en barcas de remos, e imagino cómo se introducen en el casco por las escotillas abiertas o las grietas del armazón y sacan de su interior enormes espejos de marcos dorados e imponentes lámparas de cristal, para transportarlas penosamente y con gran cuidado hasta sus casas tierra adentro. O veo la cola de un saurio dibujando lentamente una curva en el agua espejada de un pantano, sembrando la inquietud en cuantos adivinan su forma bajo la superficie. Y también me imagino al atleta mongol cruzando la línea de meta en solitario bajo el cielo vespertino con una mezcla de orgullo e infinito cansancio.
Algún día, no muy lejano, tengo que ponerme a escribir esas u otras historias, si es posible antes de que sucedan realmente y los periódicos se hagan eco de ellas, y convertirlas en relatos de aventuras, novelas negras o de espías, o cuentos ilustrados para niños y adolescentes.

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