A
veces, transitando por el carril bici se descubren cosas interesantes. A primera
hora de la mañana, me cruzo todos los días con una chica que, con independencia
de la temperatura y del grado de humedad, viste siempre un mallot de color negro
que le deja los hombros al aire y que luce un generoso escote; indumentaria a la
que se suma una chichonera blanca y negra con reflejos metálicos. Y, cuando
observo su gesto concentrado y el cuerpo semiacostado sobre el manillar de su
bicicleta, por un momento, me parece que me he colado en un velódromo mientras
se disputaba una competición femenina de persecución. Solo que a ella no la persigue
nadie. A mí, a veces sí.
A pesar de que, a esa
hora, empieza a clarear, cuando me detengo en alguno de los semáforos que van
jalonando el recorrido, siempre me da alcance algún ciclista que se ha
aproximado silenciosamente sobre su bicicleta de carreras y que, en cuanto la
luz verde nos da paso, se levanta del sillín y sale disparado dejándome clavado
en la línea de salida. Otras veces escucho el ruido de la cadena de su
bicicleta aproximándose y, al cabo de un momento, pasa por mi lado como el
adelantado de un pelotón invisible que acaba de cobrarse otra víctima. El
primer rezagado de una escapada que ha durado menos de diez minutos.
Luego, veo venir de
frente un patinador solitario que ha optado por los patines en línea, en lugar
de la bicicleta, para desplazarse por el carril bici. Se desliza a izquierda y
derecha, impulsándose con movimientos enérgicos, aunque su rostro permanece sereno,
sin apenas inclinarse hacia adelante, y que lleva una luz roja intermitente y
una chichonera. Normalmente nos encontramos en el mismo semáforo y aguardamos
en lados opuestos de una avenida de intenso tráfico. Cuando nos cruzamos antes
del semáforo sé que voy con retraso y, sí me lo encuentro después de cruzar la
avenida, supongo que él pensará lo mismo.
Cuando llegó al
centro de la ciudad, empiezan a aparecer patinetes eléctricos de ruedas
diminutas, cuyos ocupantes se sientan con las piernas juntas y aspecto de estar
rezando en silencio, pidiéndole a algún dios desconocido que detenga aquel
artefacto que parece desplazarse a gran velocidad al margen de su voluntad,
mientras se aferran al manillar y aprietan las rodillas, una contra otra, sin
atreverse a hacer un solo gesto que pueda soliviantar todavía más al patinete
ya desbocado.
A la vuelta, el
paisaje cambia por completo. Cuando empieza a despuntar el día, recorren las
avenidas, todavía grises y azules, y apenas transitadas, empleados que acuden a
sus puestos de trabajo con paso apresurado y, si es invierno, ropas de abrigo.
Las cafeterías empiezan a abrir y se pueden distinguir sin esfuerzo las
conversaciones de transeúntes y camareros. A las tres de la tarde, el centro
está plagado de turistas que se desplazan en grandes grupos siguiendo un paraguas
o un banderín de colores llamativos y se detienen para hacerse selfies en medio
del carril bici, que ahora se ha convertido en una pista de ciencia ficción,
por la que circulan toda clase de vehículos.
A medida que me voy
alejando del centro, las calles se despejan y empiezo a cruzarme con otros
conocidos, como un hombre de rostro enjuto que lleva unas gafas de montura
ligera y un extraño casco que le da el aspecto de un viejo soldado de la Wehrmacht,
que hubiera cambiado su moto por una bicicleta raquítica, lo que le hace
parecer menos peligroso y algo desentendido de cualquier conflicto.
Otras veces, el
camino de regreso me depara alguna sorpresa, no siempre agradable. En cierta
ocasión, me encontré con un anciano que pedaleaba con la correa de su perro
sujeta al manillar y el chucho corriendo a su lado con la lengua fuera,
mientras su dueño le iba dando instrucciones sobre la conveniencia de
desplazarse a derecha o izquierda que su destinatario podría entender perfectamente
si no perteneciera a la raza canina. Cómo preveía que me podía poner en algún
aprieto, decidí rebasarlo a la primera oportunidad. Pero el perro, impulsado
por un súbito espíritu competitivo salió disparado detrás de mí, me dio alcance,
seguido de cerca por su amo, y después de rebasarme, a los dos metros, atravesó
el carril y se detuvo al tiempo que el viejo le daba carrete suficiente para improvisar
una meta volante con la correa que estuve a punto de atravesar en primer lugar sin
necesidad de sprintar.
A esa hora, también
me encuentro con algún chulangano que viene exhibiendo sus dotes de rodador y
me adelanta haciendo alarde de su potente pedalada. Normalmente le dejo pasar.
Supongo que eso de rebasar una bicicleta eléctrica tirando de desarrollo debe
aumentar notablemente la autoestima. Pero, otras veces, veo que se detiene en
un cruce o, tal vez porque el calor empieza a hacerle mella, baja el desarrollo
o, sencillamente, decide tomárselo con calma. Entonces, si estoy de humor, soy
yo el que cambia de velocidad y se acerca sigilosamente, me coloco a su altura
en el semáforo o paso por su lado con la americana abierta y la corbata revoloteando
al viento, mientras, para no despertar malos instintos en mi oponente, trato de
poner la misma cara que los amedrentados usuarios de patinetes de la mañana.
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