sábado, 9 de junio de 2018

Transitando por la vida


            A veces, transitando por el carril bici se descubren cosas interesantes. A primera hora de la mañana, me cruzo todos los días con una chica que, con independencia de la temperatura y del grado de humedad, viste siempre un mallot de color negro que le deja los hombros al aire y que luce un generoso escote; indumentaria a la que se suma una chichonera blanca y negra con reflejos metálicos. Y, cuando observo su gesto concentrado y el cuerpo semiacostado sobre el manillar de su bicicleta, por un momento, me parece que me he colado en un velódromo mientras se disputaba una competición femenina de persecución. Solo que a ella no la persigue nadie. A mí, a veces sí.
A pesar de que, a esa hora, empieza a clarear, cuando me detengo en alguno de los semáforos que van jalonando el recorrido, siempre me da alcance algún ciclista que se ha aproximado silenciosamente sobre su bicicleta de carreras y que, en cuanto la luz verde nos da paso, se levanta del sillín y sale disparado dejándome clavado en la línea de salida. Otras veces escucho el ruido de la cadena de su bicicleta aproximándose y, al cabo de un momento, pasa por mi lado como el adelantado de un pelotón invisible que acaba de cobrarse otra víctima. El primer rezagado de una escapada que ha durado menos de diez minutos.
Luego, veo venir de frente un patinador solitario que ha optado por los patines en línea, en lugar de la bicicleta, para desplazarse por el carril bici. Se desliza a izquierda y derecha, impulsándose con movimientos enérgicos, aunque su rostro permanece sereno, sin apenas inclinarse hacia adelante, y que lleva una luz roja intermitente y una chichonera. Normalmente nos encontramos en el mismo semáforo y aguardamos en lados opuestos de una avenida de intenso tráfico. Cuando nos cruzamos antes del semáforo sé que voy con retraso y, sí me lo encuentro después de cruzar la avenida, supongo que él pensará lo mismo.
Cuando llegó al centro de la ciudad, empiezan a aparecer patinetes eléctricos de ruedas diminutas, cuyos ocupantes se sientan con las piernas juntas y aspecto de estar rezando en silencio, pidiéndole a algún dios desconocido que detenga aquel artefacto que parece desplazarse a gran velocidad al margen de su voluntad, mientras se aferran al manillar y aprietan las rodillas, una contra otra, sin atreverse a hacer un solo gesto que pueda soliviantar todavía más al patinete ya desbocado.
A la vuelta, el paisaje cambia por completo. Cuando empieza a despuntar el día, recorren las avenidas, todavía grises y azules, y apenas transitadas, empleados que acuden a sus puestos de trabajo con paso apresurado y, si es invierno, ropas de abrigo. Las cafeterías empiezan a abrir y se pueden distinguir sin esfuerzo las conversaciones de transeúntes y camareros. A las tres de la tarde, el centro está plagado de turistas que se desplazan en grandes grupos siguiendo un paraguas o un banderín de colores llamativos y se detienen para hacerse selfies en medio del carril bici, que ahora se ha convertido en una pista de ciencia ficción, por la que circulan toda clase de vehículos.
A medida que me voy alejando del centro, las calles se despejan y empiezo a cruzarme con otros conocidos, como un hombre de rostro enjuto que lleva unas gafas de montura ligera y un extraño casco que le da el aspecto de un viejo soldado de la Wehrmacht, que hubiera cambiado su moto por una bicicleta raquítica, lo que le hace parecer menos peligroso y algo desentendido de cualquier conflicto.
Otras veces, el camino de regreso me depara alguna sorpresa, no siempre agradable. En cierta ocasión, me encontré con un anciano que pedaleaba con la correa de su perro sujeta al manillar y el chucho corriendo a su lado con la lengua fuera, mientras su dueño le iba dando instrucciones sobre la conveniencia de desplazarse a derecha o izquierda que su destinatario podría entender perfectamente si no perteneciera a la raza canina. Cómo preveía que me podía poner en algún aprieto, decidí rebasarlo a la primera oportunidad. Pero el perro, impulsado por un súbito espíritu competitivo salió disparado detrás de mí, me dio alcance, seguido de cerca por su amo, y después de rebasarme, a los dos metros, atravesó el carril y se detuvo al tiempo que el viejo le daba carrete suficiente para improvisar una meta volante con la correa que estuve a punto de atravesar en primer lugar sin necesidad de sprintar.
A esa hora, también me encuentro con algún chulangano que viene exhibiendo sus dotes de rodador y me adelanta haciendo alarde de su potente pedalada. Normalmente le dejo pasar. Supongo que eso de rebasar una bicicleta eléctrica tirando de desarrollo debe aumentar notablemente la autoestima. Pero, otras veces, veo que se detiene en un cruce o, tal vez porque el calor empieza a hacerle mella, baja el desarrollo o, sencillamente, decide tomárselo con calma. Entonces, si estoy de humor, soy yo el que cambia de velocidad y se acerca sigilosamente, me coloco a su altura en el semáforo o paso por su lado con la americana abierta y la corbata revoloteando al viento, mientras, para no despertar malos instintos en mi oponente, trato de poner la misma cara que los amedrentados usuarios de patinetes de la mañana.

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