jueves, 6 de septiembre de 2018

Una apuesta interesante


            Llevo varios días sin salir a correr por culpa de un dolor muscular que empieza en la cintura y me llega hasta las pantorrillas, provocado por un enfriamiento que he cogido una de esas noches de verano en que te vas a la cama sin camiseta y terminas tapándote hasta el cuello. Solo que, cuando habría tenido que tirar de la sábana, estaba demasiado dormido como para ser consciente de la necesidad de hacerlo.
El resultado es que voy paseándome por los juzgados más tieso de lo habitual, como tratando de demostrar la inflexibilidad de los argumentos de mi defensa. Y la vedad es que me encantaría inclinarme hacia adelante para saludar a mis colegas con una reverencia, pero solo pensar en el dolor asociado a ese gesto de cortesía me hace ponerme derecho como un palo sobre cuyo extremo superior reposara todo el ordenamiento jurídico, sabiendo que, si se me ocurriera doblarme, aunque sólo fuera mínimamente, todos los compendios legislativos promulgados desde el Código de Justiniano caerían sobre mi espalda súbitamente, haciéndome ver las estrellas más remotas del universo conocido.
Por otra parte, pronto empezará a amanecer más tarde y oscurecerá antes, volverán los madrugones y habrá que establecer una hora límite para irse a la cama. Así que, estas últimas semanas me estoy haciendo un poco el remolón y busco cualquier excusa para no salir a correr al parque y aprovechar así el tiempo libre que todavía podemos compartir antes de que empiece el curso.
Además, estos días, mi hija pequeña ha estado haciendo las pruebas para ingresar en el conservatorio. Y eso le ha exigido exprimirse al máximo durante las últimas semanas. Solo espero que su esfuerzo se vea recompensado, porque, aunque haya sido por decisión propia, la apuesta ha sido importante, teniendo en cuenta que su teclado se lo trajeron los Reyes Magos la Navidad pasada y que empezó a dar clases de piano en abril, y porque siempre es difícil enfrentarse a un tribunal sin más escudo que el propio temple ni más argumentos que el talento que uno sea capaz de atesorar dentro de sí, sobre todo cuando sólo se tienen quince años.
A los quince años, ya no eres un niño. Hay cosas que la gente ya no está dispuesta a tolerarte. Pero tampoco eres un adulto. Te falta el bagaje necesario para comprender el mundo que te rodea y, probablemente, el desparpajo necesario para saber reaccionar ante determinadas situaciones. Pero, a pesar de todo, a esa edad temprana todavía no has aprendido lo suficiente como para dudar de ti mismo. Tal vez porque saber demasiado, paradójicamente, nos hace conscientes de todo lo que desconocemos y la duda, cuando ya hemos crecido, nos vuelve precavidos pero también nos paraliza.
Será porque solo a ciertas edades somos capaces de algunos esfuerzos realmente generosos que merece la pena intentar ciertas empresas antes de que el tiempo nos haga más sabios pero menos decididos, más inclinados a la reflexión y menos a actuar, más expertos en las cosas de la vida pero menos convencidos de nuestras propias posibilidades de afrontarla con éxito.

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