Llevo
varios días sin salir a correr por culpa de un dolor muscular que empieza en la
cintura y me llega hasta las pantorrillas, provocado por un enfriamiento que he
cogido una de esas noches de verano en que te vas a la cama sin camiseta y
terminas tapándote hasta el cuello. Solo que, cuando habría tenido que tirar de
la sábana, estaba demasiado dormido como para ser consciente de la necesidad de
hacerlo.
El resultado es que
voy paseándome por los juzgados más tieso de lo habitual, como tratando de
demostrar la inflexibilidad de los argumentos de mi defensa. Y la vedad es que
me encantaría inclinarme hacia adelante para saludar a mis colegas con una
reverencia, pero solo pensar en el dolor asociado a ese gesto de cortesía me hace
ponerme derecho como un palo sobre cuyo extremo superior reposara todo el
ordenamiento jurídico, sabiendo que, si se me ocurriera doblarme, aunque sólo
fuera mínimamente, todos los compendios legislativos promulgados desde el
Código de Justiniano caerían sobre mi espalda súbitamente, haciéndome ver las
estrellas más remotas del universo conocido.
Por otra parte,
pronto empezará a amanecer más tarde y oscurecerá antes, volverán los madrugones
y habrá que establecer una hora límite para irse a la cama. Así que, estas
últimas semanas me estoy haciendo un poco el remolón y busco cualquier excusa
para no salir a correr al parque y aprovechar así el tiempo libre que todavía podemos
compartir antes de que empiece el curso.
Además, estos días, mi
hija pequeña ha estado haciendo las pruebas para ingresar en el conservatorio. Y
eso le ha exigido exprimirse al máximo durante las últimas semanas. Solo espero
que su esfuerzo se vea recompensado, porque, aunque haya sido por decisión
propia, la apuesta ha sido importante, teniendo en cuenta que su teclado se lo
trajeron los Reyes Magos la Navidad pasada y que empezó a dar clases de piano
en abril, y porque siempre es difícil enfrentarse a un tribunal sin más escudo
que el propio temple ni más argumentos que el talento que uno sea capaz de
atesorar dentro de sí, sobre todo cuando sólo se tienen quince años.
A los quince años, ya
no eres un niño. Hay cosas que la gente ya no está dispuesta a tolerarte. Pero
tampoco eres un adulto. Te falta el bagaje necesario para comprender el mundo
que te rodea y, probablemente, el desparpajo necesario para saber reaccionar
ante determinadas situaciones. Pero, a pesar de todo, a esa edad temprana
todavía no has aprendido lo suficiente como para dudar de ti mismo. Tal vez
porque saber demasiado, paradójicamente, nos hace conscientes de todo lo que
desconocemos y la duda, cuando ya hemos crecido, nos vuelve precavidos pero
también nos paraliza.
Será porque solo a
ciertas edades somos capaces de algunos esfuerzos realmente generosos que
merece la pena intentar ciertas empresas antes de que el tiempo nos haga más
sabios pero menos decididos, más inclinados a la reflexión y menos a actuar,
más expertos en las cosas de la vida pero menos convencidos de nuestras propias
posibilidades de afrontarla con éxito.
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