El
otro día me puse a correr por el pasillo. No es que se estuviera
quemando algo en la cocina y el humo hubiera llegado al otro extremo de la casa,
ni que uno de nosotros hubiese descubierto a un animal salvaje de esos que
merodean estos días por las ciudades que, después de entrar por alguna
ventana mal cerrada, anduviera con la cabeza metida en una de las bolsas de la
compra que, a veces, se amontonan en la entrada, donde esperamos a que el
coronavirus adherido a las latas de conserva y los paquetes de legumbres dé sus
últimos estertores sin infectar a otro ser vivo.
Sencillamente echaba
de menos hacer algún ejercicio que no consistiera en moverme arrítmicamente observando
a duras penas las instrucciones de la monitora del canal de youtube que estamos
siguiendo durante la cuarentena.
El problema radica en
que vivimos en un piso de noventa metros cuadrados y en que el trayecto más
largo que se puede hacer sin saltar por encima de los muebles lleva desde el
recibidor hasta la mesilla de noche de mi dormitorio, atravesando dos puertas, la
segunda de las cuales me obliga a hacer un giro de noventa grados, y permite
recorrer una distancia que en total no supera los veinte metros.
Creo recordar que en
algún momento del metraje de la secuela de ‘2001, una odisea del espacio’, el
protagonista corre por una sección circular de la nave interplanetaria en la
que viaja, que gira en sentido contrario al de la marcha del astronauta.
También me acuerdo de la protagonista de ‘Pasengers’ nadando en una piscina de
dimensiones olímpicas bajo una cúpula celeste. En ambos casos la película
transcurre en un espacio cerrado en el que resulta difícil moverse sin topar
con los paneles de las paredes de ese reducido habitáculo, fuera del cual reina
la oscuridad y un vacío aterrador capaz de destruir cualquier forma de vida.
Por desgracia, en casa
no hay pasillos circulares que giren a la misma velocidad que yo decida
imprimirle a mi carrera y en el agua ahora verdosa de la piscina de mi
urbanización solo nadan dos patos que de vez en cuando vienen a visitarnos y a
los que la gente les echa trozos de pan desde las ventanas.
Así que, aunque me ponga
las zapatillas de correr para recuperar viejas sensaciones, a las cuatro o
cinco zancadas me veo obligado a frenar en seco para entrar en la última
habitación sin llevarme por delante el marco de la puerta o, más tarde, no estrellarme
contra la mesilla de noche. Aun así, al principio no era infrecuente que el
radiador que está debajo de la ventana del dormitorio se llevara alguna patada
o que, al salir nuevamente al pasillo, estuviera a punto de chocar contra la
pared. Además, la corriente de aire hace que, al cabo de un rato, la puerta de
ese pasillo empiece a cerrarse y, si no tengo cuidado, puedo engancharme con la
manilla y, cuando trato de evitarlo basculando hacia el otro lado, suelo darle
un codazo al interruptor del cuarto de baño que se enciende o, a veces, se
apaga si en ese momento hay alguien utilizándolo.
El otro día, después de
treinta minutos golpeando los marcos de las puertas con los hombros y demostrando
mi destreza para encender y apagar luces a la carrera con el codo, leí en el
periódico que Nelson Mandela, a pesar de estar confinado en una celda de 2,1
metros cuadrados, no dejó de hacer ejercicio durante su cautiverio y que una
parte esencial de su rutina consistía en correr durante 45 minutos cuatro días
a la semana en ese espacio minúsculo. Así que, después de todo, no tengo
derecho a quejarme demasiado.
De vez en cuando, al
enfilar el pasillo sorprendo a alguna de mis hijas que, al verme avanzar hacia
ellas, se refugian en su cuarto para dejarme pasar a toda velocidad. Luego, al
detenerme brevemente junto a la ventana del dormitorio, el aire me trae el rumor
de la lluvia. Entonces me acuerdo de los días que volvía de correr por el parque
con barro en las zapatillas y el roce de las hojas de los árboles sobre mi
cabeza y, por un breve instante, me parece estar corriendo de nuevo bajo un
cielo tormentoso.
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