domingo, 19 de abril de 2020

Bajo un cielo tormentoso


            El otro día me puse a correr por el pasillo. No es que se estuviera quemando algo en la cocina y el humo hubiera llegado al otro extremo de la casa, ni que uno de nosotros hubiese descubierto a un animal salvaje de esos que merodean estos días por las ciudades que, después de entrar por alguna ventana mal cerrada, anduviera con la cabeza metida en una de las bolsas de la compra que, a veces, se amontonan en la entrada, donde esperamos a que el coronavirus adherido a las latas de conserva y los paquetes de legumbres dé sus últimos estertores sin infectar a otro ser vivo.
Sencillamente echaba de menos hacer algún ejercicio que no consistiera en moverme arrítmicamente observando a duras penas las instrucciones de la monitora del canal de youtube que estamos siguiendo durante la cuarentena.
El problema radica en que vivimos en un piso de noventa metros cuadrados y en que el trayecto más largo que se puede hacer sin saltar por encima de los muebles lleva desde el recibidor hasta la mesilla de noche de mi dormitorio, atravesando dos puertas, la segunda de las cuales me obliga a hacer un giro de noventa grados, y permite recorrer una distancia que en total no supera los veinte metros.
Creo recordar que en algún momento del metraje de la secuela de ‘2001, una odisea del espacio’, el protagonista corre por una sección circular de la nave interplanetaria en la que viaja, que gira en sentido contrario al de la marcha del astronauta. También me acuerdo de la protagonista de ‘Pasengers’ nadando en una piscina de dimensiones olímpicas bajo una cúpula celeste. En ambos casos la película transcurre en un espacio cerrado en el que resulta difícil moverse sin topar con los paneles de las paredes de ese reducido habitáculo, fuera del cual reina la oscuridad y un vacío aterrador capaz de destruir cualquier forma de vida.
Por desgracia, en casa no hay pasillos circulares que giren a la misma velocidad que yo decida imprimirle a mi carrera y en el agua ahora verdosa de la piscina de mi urbanización solo nadan dos patos que de vez en cuando vienen a visitarnos y a los que la gente les echa trozos de pan desde las ventanas.
Así que, aunque me ponga las zapatillas de correr para recuperar viejas sensaciones, a las cuatro o cinco zancadas me veo obligado a frenar en seco para entrar en la última habitación sin llevarme por delante el marco de la puerta o, más tarde, no estrellarme contra la mesilla de noche. Aun así, al principio no era infrecuente que el radiador que está debajo de la ventana del dormitorio se llevara alguna patada o que, al salir nuevamente al pasillo, estuviera a punto de chocar contra la pared. Además, la corriente de aire hace que, al cabo de un rato, la puerta de ese pasillo empiece a cerrarse y, si no tengo cuidado, puedo engancharme con la manilla y, cuando trato de evitarlo basculando hacia el otro lado, suelo darle un codazo al interruptor del cuarto de baño que se enciende o, a veces, se apaga si en ese momento hay alguien utilizándolo.
El otro día, después de treinta minutos golpeando los marcos de las puertas con los hombros y demostrando mi destreza para encender y apagar luces a la carrera con el codo, leí en el periódico que Nelson Mandela, a pesar de estar confinado en una celda de 2,1 metros cuadrados, no dejó de hacer ejercicio durante su cautiverio y que una parte esencial de su rutina consistía en correr durante 45 minutos cuatro días a la semana en ese espacio minúsculo. Así que, después de todo, no tengo derecho a quejarme demasiado.
De vez en cuando, al enfilar el pasillo sorprendo a alguna de mis hijas que, al verme avanzar hacia ellas, se refugian en su cuarto para dejarme pasar a toda velocidad. Luego, al detenerme brevemente junto a la ventana del dormitorio, el aire me trae el rumor de la lluvia. Entonces me acuerdo de los días que volvía de correr por el parque con barro en las zapatillas y el roce de las hojas de los árboles sobre mi cabeza y, por un breve instante, me parece estar corriendo de nuevo bajo un cielo tormentoso.

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