Ahora
que me encuentro confinado en mi dormitorio, tratando de superar la postrera
acometida a traición del virus con el que llevo dos años jugando al escondite,
he estado reflexionando sobre el momento en que pude haberme contagiado, yo que
he sido un escrupuloso cumplidor de las directrices impartidas por las
autoridades sanitarias, que hasta hace bien poco no había osado poner los pies
en el interior de un restaurante salvo para preguntar si quedaba alguna mesa
libre en la terraza, que me había olvidado de lo que era ver una película como
no fuera bajo el cielo estrellado de una noche de verano, que estuve meses
dando clases on line con la imagen de mi profesor de bajo eléctrico congelándose
a cada instante en la pantalla del ordenador, que he hecho de la mascarilla un
complemento más de mi elegante forma de vestir.
La
cuestión es que, echando la vista atrás, he caído en la cuenta de que el Sábado
Santo estuvimos al menos un par de horas esperando el paso de las hermandades
de los Servitas y la Trinidad. Como buenos capillitas que somos, habíamos
llegado con tiempo suficiente para coger sitio y poder verlas en primera fila,
pero a medida que pasaba el tiempo fue aglomerándose un número creciente de
personas y una pareja ya madurita que había llegado tarde decidió suplir su falta
de puntualidad con una sutil pero insidiosa maniobra de aproximación y empezó a
incomodar a mi hija mayor, que estaba sentada en su sillita plegable esperando
pacientemente, hasta que tuvo que ponerse de pie para que no siguieran
avasallándola.
Fue entonces cuando
la mujer, que llevaba un bolso colgado del brazo, empezó a empujarla sin
disimulo y le dije a mi hija que me cambiara el sitio. Visto su comportamiento
poco deportivo, cómo parecía que tenían intención de seguir arrinconándonos
contra la fila de nazarenos y cómo tampoco quería que algún niño nos sacara un
ojo con la punta del capirote, decidí hacer uso de algunas nociones de defensa
en zona que aprendí cuando jugaba al baloncesto, anclar los pies en el suelo y
tomarles la posición, buscando incluso el contacto físico para tratar de
incomodarlos a mi vez y obligarles a salir de la pintura.
Y,
a pesar de que hace mucho que dejé de jugar al baloncesto, tras un leve
forcejeo, la presión fue cediendo y conseguí asegurar ese flanco. Eso sí, el
hombre estuvo manoteando un rato y sacando los brazos a un lado y otro de mi
cabeza para señalar los detalles de las figuras talladas en la canastilla del
primer paso de la Trinidad, amenazando seriamente con meterme un dedo en el ojo
o darme una bofetada.
Al cabo de un rato se
pusieron a hablar con otra pareja de su quinta que llevaba allí un rato y estábamos
tan cerca que no puede evitar escuchar su conversación. Así pude enterarme de
que casualmente los dos hombres eran o habían sido costaleros, lo cual, ahora
que lo pienso, le da un valor añadido a mi cerrada defensa zonal. La cuestión
es que durante el tiempo que estuvimos allí la mujer del bolso estuvo sonándose
los mocos y su pareja no dejó de toserme en el cogote.
A propósito de esto,
hace unos días me he enterado de que las dos cuadrillas al completo del paso de
la virgen de la Hermandad de la Sed han dado positivo por coronavirus a pesar
de haberse hecho una prueba negativa días antes de procesionar. Así que ahora
creo estar casi seguro de dónde me contagié y es que la defensa en zona es una
estrategia suicida cuando se trata de luchar contra una pandemia.
Me he pasado la noche
sudando bajo las sábanas, soñando con una fila interminable de nazarenos que, con
sus cirios encendidos, atravesaban una cancha de baloncesto, dando escolta a
una deidad siniestra cuyos adoradores traían consigo una plaga capaz de diezmar
la defensa más cerrada, mientras yo me afanaba inútilmente en un cuerpo a
cuerpo con un par de fornidos costaleros que trataban de empujarme para dar el
relevo a sus compañeros.
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