Ya se ha terminado la
Semana Santa y, en casa, hemos vuelto a las clases y al trabajo, con los
horarios cambiados pero también con algunas horas más de sueño, que falta nos
hacía.
Por el
camino, nos hemos llevado algunas estampas únicas. Y no me refiero a la silueta
de un crucificado, recortándose sobre el cielo vespertino, haciendo el camino
de regreso hasta su templo, sino a la variedad infinita de rostros y a la
profusión de escenas que se suceden en cada esquina en la que el público se
agolpa pacientemente al paso de las cofradías.
El sábado,
sin ir más lejos, mientras esperábamos el paso de la Trinidad en la Cuesta del
Rosario, a nuestro lado aguardaba en actitud solemne un hombre de cuerpo
robusto y barba pelirroja, nariz prominente y rostro rubicundo cuya figura
recordaba una talla de las que aparecen en los misterios acompañando a Jesús
camino del calvario que se acabara de bajar de la canastilla.
El día
anterior, esperando ver pasar al Cachorro delante del mercado del Arenal, unos
niños de entre siete y ocho años atosigaban a los nazarenos pidiéndoles que
derramaran los cirios sobre sus bolas de cera, mientras las madres parloteaban
ajenas al trajín, salvo una de ellas, que apremiaba a la niña más retraída para
luego decirle a su comadre en alta voz 'esta niña es tonta, es que no sé lo que
le pasa, no la entiendo' Y, al mismo tiempo, animar a otro de sus vástagos a
orar devotamente, al paso del Cristo, 'reza José María, reza'. Y seguidamente
preguntarle si había cumplido con su deber cristiano, '¿has rezado José María?'
A lo que el niño contestó confusamente que si, mientras trataba de abrirse paso
entre sus primos para reclamar caramelos y estampitas de la virgen.
El Domingo de
Ramos, frente al Palacio de San Telmo, el paso del Jesús de la Victoria se
detuvo delante de nosotros y pudimos escuchar con claridad las instrucciones
del jerarca de los costaleros dirigida a sus compañeros, apretujados al otro
lado de los respiraderos, y, en particular, a uno que respondía al nombre de
'King Kong', apelativo que nos hizo sonreír imaginando las hechuras del singular
cargador, agachado bajo el peso del trono, esperando el momento de alzarse
haciendo crujir la madera de su palo y aliviando así de sus fatigas al resto de
la cuadrilla.
Claro que las
escenas de fervor religioso no están reñidas con la representación de algunas
de nuestras flaquezas. Así, mi hija mayor todavía entra en competencia con algunos
niños cuando se trata de conseguir estampas de las imágenes y pone mala cara si
su madre o yo le proponemos compartirlas con los niños pequeños que extienden
sus manitas mendigando caramelos al paso de los nazarenos.
Y así, cada
año. Siempre igual y siempre diferente. La vida transcurriendo ante nuestros
ojos, ofreciendo en plena calle un espectáculo lleno de notas de color, poblado
de personajes singulares, transitando del día hacía la noche, en una sucesión
de escenas efímeras, y por eso irrepetibles, propias de un cuento interminable,
de una historia sin principio ni final, llamada a perpetuarse eternamente.
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