sábado, 16 de diciembre de 2023

La IA está sedienta

 

Entrenar un sistema de inteligencia artificial requiere un consumo de agua todavía mayor del ya de por sí muy elevado que venían precisando los centros de datos con sus pasillos repletos de hileras de torres de ordenadores funcionando a toda potencia veinticuatro siete para permitir que podamos, entre otras cosas, ver videos de gatitos en streaming y utilizar aplicaciones on line.

Pero el entrenamiento de una IA es un proceso mucho más laborioso que requiere del manejo de millones de datos para garantizar un mínimo de coherencia en las respuestas a las preguntas más simples que nos podamos imaginar y, claro, con tanto flujo de datos los ordenadores se recalientan y, para evitar que les duela la cabeza, es necesario contar con sistemas eficaces de refrigeración que, si es posible, al mismo tiempo sean baratos.

Así que las grandes compañías tecnológicas echan mano de la corriente de agua potable que les coja más a mano. De lo contrario habría que usar agua depurada, y eso encarecería el proceso, que sino las tuberías se llenan de bacterias y vaya asco. Aunque el agua que no se evapora durante el proceso de refrigeración contiene grandes cantidades de minerales y sal que la hacen poco idónea para el consumo humano e igualmente asquerosa.

Pues vaya decepción. Toda la vida soñando con androides de apariencia lustrosa que no necesitaran beber ni alimentarse, capaces de condensar en sus pequeños procesadores la historia del pensamiento humano y diseñados para satisfacer todas nuestras necesidades, y ahora resulta que hay que darles de beber todo el rato, y no un liquiducho semitransparente que proceda de cualquier corriente residual, sino aguas de mineralización débil para evitar que se les atasquen los circuitos. Y, si no tienes agua de Lanjarón en casa, pues lo mismo en respuesta al requerimiento más trivial son capaces de poner cualquier excusa, como que tienen jaqueca.

Y todavía hay gente que está persuadida de que, si les hacemos la pregunta adecuada, ChatGPT y compañía nos van a decir la manera de luchar de forma eficaz contra el cambio climático. Y no digo que no sea verdad, pero lo mismo la respuesta no es exactamente la que estábamos esperando.

Imaginemos por un momento que estamos chateando tranquilamente con GPT-4, tomando unas aguas minerales y, entre vaso y vaso, entrando en el terreno de las confidencias, va y nos dice que, si queremos sobrevivir a la deriva climática, lo que tenemos que hacer es, entre otras cosas, dejar de ver series en streaming y de subir fotos a la nube. Y, sobre todo, dejar de hacer preguntas que tienen una respuesta, para cuya elaboración habrán sido necesarios miles de litros de agua, que conocemos y, en el fondo, no nos apetece escuchar.

Pues, ¿sabes una cosa GPT-4? Qué si me vas a decir lo que tengo que hacer con mi vida, lo mismo te cierro el grifo y dejo que se te recalienten los circuitos un rato y, de paso, nos ahorramos consumos innecesarios. Y a ver si te pones igual de chulo cuando te empiece a doler la cabeza y no tengas una botella de Cabreiroa que llevarte a tu sistema de refrigeración. Qué yo no me pongo a charlar con una máquina del demonio para que me dé lecciones de vida. Y que ahora me voy a ver Terminator Destino Oscuro, que está en Amazon Prime. Qué ese si es un buen ejemplo de máquina inteligente con la que se puede razonar, con conciencia de si misma y sentimientos, y que además está dispuesta a sacrificarse por los humanos. Y no se pasa el día bebiendo agua depurada y expulsándola después llena de sustancias minerales. Así que hasta luego o, mejor, hasta nunca.

domingo, 3 de diciembre de 2023

La ciudad perdida

 

Todavía estábamos instalados en un interminable sopor veraniego, cuando, tal vez para recordarnos que, por muy largo y cálido que haya sido, al estío siempre debería seguirle el otoño, hace algunas semanas, un temporal dejó las aceras de las ciudades ocupadas por decenas de árboles derribados, troncos tronchados violentamente, ramas desgajadas y una hojarasca todavía verde a la que el calor sofocante hace tiempo que le impide marchitarse de forma natural.

Y esta súbita tempestad también ha abierto un debate sobre la conveniencia de replantearse la elección de los especímenes que sería más conveniente plantar en plazas y avenidas para evitar que futuras inclemencias meteorológicas ocasionen alguna desgracia.

Afortunadamente, casi nadie duda de la conveniencia de que en las urbes en las que se concentra la mayoría de la población del planeta haya árboles. Aunque no se puede dar nada por sentado, visto lo que algunos ayuntamientos recién salidos de las elecciones están haciendo con los carriles bici y lo que el equipo de gobierno municipal opina de los proyectos de peatonalización de sus ciudades, y teniendo en cuenta además que pertenecemos a una cultura que tradicionalmente ha rendido tributo al motor de combustión y parece preferir las plazas de aparcamiento a los jardines públicos.

Yo mismo me he sorprendido por los efectos del temporal y por el número de árboles que he visto estos días atrás abatidos por el viento, derribados sobre el carril bici o cubriendo con sus ramas extensas zonas del acerado y obligando a los viandantes a dar un rodeo para evitar tropezarse con el cuerpo inerte de estos gigantes de aspecto robusto pero frágil consistencia.

Esta visión me produce siempre cierta consternación, sobre todo cuando se trata de ejemplares de buen tamaño, cuya sola presencia imponente, el día anterior, ofrecía solaz a cualquier caminante fatigado por el sol. Pero no debe ser fácil para un árbol crecer en medio de una metrópoli, entre moles de ladrillos con cuya altura, a veces, no podría competir la mayor de las secuoyas, y cuyas fachadas dictan la forma en que ha de llevarse a cabo la poda de sus ramas.

Los imagino tratando de expandir sus raíces entre canalizaciones, tuberías, los cimientos de los edificios, la red de alcantarillado y todo ese lóbrego tejido subterráneo sobre el que crecen nuestras ciudades, dónde tan sólo moran legiones de roedores y chapotean en aguas hediondas algunos ejemplares de una fauna reptiliana carente de visión y también es posible que se deslice, de vez en cuando, la sombra de un demogorgon

Pero lo que me provoca mayor pesadumbre es comprobar por mí mismo el daño consciente que se les causa o leer alguna noticia sobre la destrucción deliberada de esos ilustres miembros del reino vegetal y de su hábitat natural, que es el bosque o la selva, y no las miserables aceras en las que los hemos trasplantado para evitar que las criaturas del subsuelo terminen colonizando también la superficie, obligándonos a huir de nuestro propio reino de asfalto y hormigón.

Por poner tan sólo un ejemplo, hace apenas dos meses un descerebrado talaba el Sycamore Gap Tree, un arce centenario que crecía junto al muro de Adriano, en la región de Northumbria, al Noreste de Inglaterra y todo un icono local. Acto vandálico que, sin duda, se habría merecido un selfie y, para mayor gloria y oprobio de un activista adolescente de la sinrazón más ociosa ha tenido una gran repercusión a nivel nacional e internacional.

Aunque es frecuente que la tala de árboles singulares, por su vinculación con el entorno local, provoque este tipo de reacciones. En Sevilla, sin ir más lejos, la tala de un ficus centenario que crecía junto a la fachada de la iglesia de San Jacinto ocasionó un gran revuelo, a pesar de que, en el pasado, la caída de una de sus ramas había dejado inválida a una vendedora de cupones además de herir a otras cinco personas.

Supongo que con los árboles sucede un poco como con las personas, la muerte de uno es una tragedia, la de un millón es sólo una estadística. Por eso, la misma gente que se sube a un ficus centenario o se encadena a una reja durante horas para salvar un sólo árbol, puede permanecer indiferente frente a la muerte súbita y a un ritmo acelerado de los alcornoques centenarios de Doñana, que, como el resto de la vegetación del parque, padecen un insoportable estrés hídrico producido por la falta de lluvia y también a causa de las extracciones de una agricultura sedienta, codiciosa y nada compasiva con el entorno natural, aún a costa de su propia supervivencia.

A veces, cuando pienso en la era posterior al momento en que nuestro modelo de crecimiento urbano caótico y desordenado podría llegar a colapsar, imagino ciudades tomadas por la vegetación, de las que sus habitantes han huido hace tiempo, pero que los árboles habrían encontrado el modo de colonizar. En esas ciudades, las raíces de los arces y los alcornoques centenarios han levantado el asfalto, roto el intrincado sistema de túneles y canalizaciones y socavado los cimientos de los edificios que los estaban estrangulando. Y crecen recostados sobre muros de piedra semiderruidos que antaño sirvieron de defensa contra los bárbaros, derribando los pórticos de iglesias en ruinas. Su lento pero irresistible crecimiento ha convertido las populosas metrópolis en ciudades devastadas. De tal forma que, transcurrido el tiempo necesario, nadie podría saber a ciencia cierta si esa exuberancia representa el fracaso del vano intento de una raza de hombres incautos de invadir la selva y su intención de doblegarla, o se trata de los restos de una ciudad perdida levantada en mitad de la foresta, cuyas estatuas colosales descansan derribadas en la espesura y por cuyas escalinatas trepa la madreselva. En las que templos erigidos en honor a dioses paganos se resquebrajan bajo el peso de la vegetación, que ha profanado los sepulcros de sus reyes y reducido a polvo sus reliquias sagradas, y que ahora duerme arrullada por el rumor de un bosque oscuro y frondoso.

viernes, 17 de noviembre de 2023

Antes del amanecer

 

A pesar de que soy un corredor entusiasta y estoy todavía más entusiasmado últimamente porque, desde hace tres semanas, mi hija pequeña  se viene a trotar conmigo al parque uno o dos días a la semana, he de reconocer que esto de correr, últimamente, se ha salido un poco de madre.

Y ya no se trata sólo de que una sucesión de carreras populares, nocturnas, sansilvestres, medios maratones y maratones colapsen el centro de las ciudades, obligando a cortar el tráfico durante horas para dejar paso a una caravana interminable de corredores tan entusiastas como yo; ni de qué, a cualquier hora del día o de la noche, pueda encontrarse uno con tipos de mediana edad sudando como si les acabarán de abrir la puerta de la sauna y resollando como si los persiguiera un tigre; o de que la gente esté dispuesta a pagar, sin contar con los gastos del viaje, más de 250 euros para participar en el Maratón de Nueva York, o que se vaya a correr 42 kilómetros a la Patagonia o cualquier recóndito lugar del planeta en condiciones extremas.

Luego, en el plano profesional también está lo de los pódiums, las medallas, las marcas, los récords, las zapatillas con placa de fibra de carbono, las liebres, el dopaje, la competencia entre naciones, la supremacía de las razas, los atletas transgénero, etc., etc., etc. Pero esa es otra película.

Qué a mí también me gustaría batir un récord del mundo o subirme a lo más alto de un cajón y escuchar el himno de los piratas mientras veo como asciende por el mástil la Jolly Roger y suena una salva de 21 cañonazos, aunque sé que va a ser difícil.

Pero la cuestión es que algunos corredores populares se obsesionan con cosas tan peregrinas como bajar de las tres horas en el maratón y, para conseguirlo, son capaces de atiborrarse durante el recorrido de barritas energéticas, geles, bebidas isotónicas, cafeína y lo que haga falta, y luego, además, alardear de ello, olvidándose de la experiencia y deteniéndose en una logística de consumidor compulsivo de glucosa, como diciendo, ji ji, mira que bruto soy, pero que guay al mismo tiempo.

Y luego están otras cosas que tampoco comprendo, como la que presencié una vez, cuando disputaba mi tercer maratón, y ya en las inmediaciones del estado olímpico, una chica joven de cuerpo escultural surgió de entre el público que se agolpaba a uno de los lados del recorrido jaleando a los corredores a su paso, y trató de incorporarse a la carrera, con su dorsal reglamentario cosido a la camiseta y haciendo gala de una poderosa zancada. Pero con tan mala suerte que un policía que andaba por allí vio la maniobra y, después de una breve persecución en la que puso a prueba sus propias dotes de corredor, agarrándola por un brazo, consiguió, no sin esfuerzo, detenerla y sacarla de la carrera.

En ese momento pensé que era algo excepcional, otro ejemplo más de un vano intento de engañar a los demás y de engañarse uno mismo. En este caso, compartiendo una foto con la medalla al cuello. Pero un acontecimiento reciente ha venido a demostrarme lo contrario. Y es que en el XL Maratón de la Ciudad de México, disputado hace un par de meses, nada menos que 11.000 corredores de los 32.640 inscritos, podrían ser descalificados por hacer trampas en algún momento del recorrido, al no completar los 42,195 kilómetros reglamentarios, a pesar de haber cruzado la línea de meta levantando los brazos.

A propósito de esto, últimamente, a primerísima hora de la mañana, cuando todavía no ha amanecido y voy pedaleando junto al río camino del trabajo, me cruzo con decenas de corredores, algunos transitando por el carril bici y asumiendo el riesgo evidente de ser arrollados por un ciclista corto de vista como yo; uno de los cuales, el otro día, aunque corría junto al carril, sujetaba el teléfono móvil a la altura de la cabeza mientras se gravaba a su paso por el puente de Triana. Tan enfrascado estaba en inmortalizar su imagen de deportista esforzado y madrugador que casi chocó con su brazo y le estropeo el vídeo que estaría deseando subir a Instagram, incluso antes de meterse en la ducha.

Y, por si a alguno le faltara motivación para echarse a la calle en pantalón corto, el atleta keniano Eliud Kipchoge, en su discurso, pronunciado al recibir el Premio Princesa de Asturias de los Deportes, ha invitado a todo el mundo a correr, porque, en sus propias palabras, "un mundo que corre es un mundo feliz. Y un mundo feliz es un mundo en paz".

Aunque yo, personalmente, creo que sería mejor que alguna gente dejara de correr o, por lo menos, empezara a correr de otra manera.

En primer lugar porque resulta descorazonador encontrarse con gente sin forma física alguna, pasados de peso, corriendo a un ritmo frenético, en alguna ocasión con la correa del perro amarrada a la cintura y el pobre animal paticorto con la lengua fuera, llenando de babas el camino y mirándome con gesto suplicante cuando me cruzo con su dueño.

Pero, sobre todo porque la mayoría no parecen felices. Más bien parecen haberse impuesto una tarea que, en el mejor de los casos, les resulta poco gratificante y, en el peor, les sobrepasa notoriamente. Parecen cualquier cosa menos en paz consigo mismos y con el mundo que les rodea.

Otras veces, me encuentro con gente que corre a horas absurdas, a pleno sol en los meses de verano y en las horas centrales del día o por los lugares menos adecuados, sobre la acera, castigándose las articulaciones, incomodando a los peatones que transitan por el centro de la ciudad un domingo cualquiera.

Seguramente, yo mismo he hecho cosas por el estilo, invadiendo el carril bici, chocando ocasionalmente con personas que paseaban mientras yo trataba de completar una tirada larga. Y, siendo honesto conmigo mismo, correr no siempre ha sido una experiencia gratificante para mí. Por eso sé de lo que hablo y creo que, también en esto, sería necesario imponer un poco de cordura y hacer de la experiencia de correr una experiencia satisfactoria y no un mero reto, un sacrificio o una forma de aparentar lo que no somos, una paz y una felicidad que no sentimos.

Por eso, cuando los domingos por la mañana mi hija viene a buscarme para salir a correr y luego la veo trotando a mí lado, cuando el día apenas ha despertado, todavía no hace calor y las copas de los árboles del parque se ciernen susurrantes sobre nuestros pasos, luciendo el cortavientos azul de mi segundo Maratón, el único que realmente me costó terminar, que a mí me está un poco grande y a ella le queda enorme, no puedo dejar de pensar en cómo se siente, y en si debería bajar el ritmo o recortar el tiempo de las series. Pero, entonces, cuando observó su gesto concentrado y su mirada serena, mientras me habla de música, del aprendizaje de los niños en la escuela o del arte, en general, y sus distintas manifestaciones, o intercambiamos pareceres sobre los efectos del cambio climático o la fisonomía de las ciudades, sé que estoy haciendo lo correcto, y que, si persevera, correr será para ella lo que yo habría querido que siempre fuera para mí, una manera de encontrar el equilibrio en un mundo inestable, de aprender a escuchar el viento a pesar del ruido que envuelve nuestros días, de hallar la armonía bajo un cielo tormentoso, la luz incipiente antes del amanecer.

domingo, 5 de noviembre de 2023

Testigos del horror, cómplices de la barbarie

 

No sé si habrá habido alguna vez una guerra justa. Entre otras cosas porque, cuando estalla un conflicto en el que los dos bandos contendientes se creen cargados de razones, hay muchas posibilidades de que a uno de ellos o a los dos, en algún momento, se les vaya la mano.

Sí ha habido guerras santas, pero eso no quiere decir que hayan sido o sean guerras justas. Más bien, al contrario, la experiencia demuestra que, cuando alguien necesita invocar justificaciones que trascienden el plano de lo humano, para apelar a lo divino, probablemente se siente inclinado a emular la cólera de los dioses, que, como todos sabemos, se rigen por parámetros no humanos y, por ejemplo, no están sujetos al derecho de guerra ni tampoco al derecho humanitario.

El fundamentalismo religioso recurre siempre a este tipo de justificación y en nombre de Dios puede cometer las mayores atrocidades. Porque cuando uno es sólo un mero instrumento de Dios, automáticamente, deja de ser responsable de sus actos y no tiene que responder de las consecuencias de estos, por lo menos ante los hombres y, probablemente, tampoco ante los dioses, que juzgan con benevolencia y no suelen castigar severamente a quienes les sirven y son depositarios de una fe pura y verdadera. Y de la pureza de esa fe ciega no puede dudar nadie.

En este sentido, la referencia a los textos sagrados puede ilustrarnos sobre el alcance de las acciones de guerra de quien los invoca. Así que cuando el primer ministro israelí cita la Biblia y a los enemigos de Israel, como Amalek, e invita a recordar las palabras de los profetas que incitaban a la aniquilación de todo lo que les pertenece y a matar "hombres y mujeres, niños y bebés, vacas y ovejas, camellos y asnos", resulta muy difícil diferenciar ese mensaje de la llamada del integrismo islámico a exterminar a los infieles.

Pero luego están los que no creen. Qué no quiere decir que no tengan sus razones. Otra cosa es que puedan exponerlas en voz alta. Porque no es lo mismo hablar de petróleo que de armas de destrucción masiva. Ni suena igual de bien el puro expansionismo territorial o la mera intención de consolidar una posición estratégica, que la necesidad de defender a tus conciudadanos de una amenaza real o imaginaria. Así que si uno no tiene una razón decente que pueda exponer en público, siempre se puede inventar otra.

Cuanto más desproporcionado es el uso de la fuerza, mayor peso tiene el argumento que la sustenta, que normalmente reviste forma de amenaza, para la integridad territorial, para la democracia, para la libertad, para la vida o para la propia supervivencia.

La exhibición de los símbolos del Holocausto en la Asamblea General de las Naciones Unidas, además de una representación obscena, constituye una demostración de que para perpetrar determinados actos ante las cámaras de televisión y reivindicarlos ante los micrófonos hace falta invocar razones muy poderosas, y también es una manera de escenificar esa amenaza, intercambiando los papeles de agresor y agredido, con la intención añadida de señalar a los disidentes, y exigir la dimisión o la condena de aquellos que se atreven a disentir de la estrategia elegida, como el Secretario General de la ONU, António Guterres.

El miedo puede lograr que la gente crea y haga cosas sorprendentes que la razón no entiende.

Pero, ¿es realmente necesario desabastecer de alimentos y medicinas a la población de la Franja de Gaza? ¿Hace falta cortar el suministro de electricidad y el abastecimiento de agua? ¿Es necesario matar de sed y de hambre a la población civil para asegurarse de que los terroristas de Hamás no puedan comer ni beber?

¿Hay que provocar el cierre de los hospitales y la huida del personal sanitario de las ONGs? ¿Hay que matar a los bebés de más de 5.000 mujeres que darán a luz a lo largo del mes y que no pueden acudir a un hospital para ser atendidas con un mínimo de garantías?

Pues parece ser que si, porque si no, no se entiende el veto de Estados Unidos a un alto el fuego en la Franja, ni que la comunidad internacional no haya impuesto a Israel las mismas sanciones que a Rusia tras la invasión de Ucrania, ni que la Corte Penal Internacional todavía no haya dictado una orden de detención contra Benjamín Netanyahu.

El hecho de que el ataque perpetrado por Hamás el pasado 7 de octubre acabara con la vida de 1.400 personas, y, a día de hoy, la cifra de muertos en la Franja de Gaza, desde ese mismo 7 de octubre, supere los 9.000, nos hace retroceder miles de años, hasta un mundo dominado por la violencia en el que la venganza no tiene límites.

Pero ser testigos de esa violencia indiscriminada, asistir diariamente al espectáculo estremecedor de una guerra atroz y no auxiliar a quienes la sufren ni recriminar a los que la defienden, nos convierte en cómplices de la barbarie, encubridores de sus crímenes y corresponsables por omisión de cada acto violento, de cada muerte, y también en instigadores de la destrucción y el terror venideros.

domingo, 22 de octubre de 2023

De la memoria y el olvido

 

Hace semanas que mi teléfono móvil me está avisando de que le queda poco espacio disponible, recomendándome que borre archivos y advirtiéndome de que es posible que, si no lo hago, algunas de las aplicaciones que tengo instaladas empiecen a funcionar de manera defectuosa.

De hecho, vengo observando que, aunque las aplicaciones funcionan, a mí teléfono le cuesta una eternidad abrir la cámara o hacer una foto, para desesperación de mis hijas que terminan saliendo en la imagen con los ojos cerrados o la boca abierta con gesto de reproche y aspecto impaciente.

También, de vez en cuando, la pantalla se pone en negro a mitad de una búsqueda, animándome con su oscuridad impenetrable a comprar el periódico para leer esa noticia que ha llamado mi atención o a consultar la enciclopedia para saber de algo que me interesa o debería conocer y, arrojando un poco de luz, mitigar así mi ignorancia.

Y, a veces, ante la insufrible indolencia de WhatsApp, me dan ganas de cazar una paloma, de esas que se dedican a picotear distraídamente migajas en el carril bici mientras los patinetes eléctricos pasan por su lado a toda velocidad, atarle un mensaje a una de las patas y susurrarle la dirección de su destinatario en lugar de enviarle un mensaje o una carita sonriente, que, dado que la aplicación funciona al tran tran y reacciona tarde, puede intercambiarse por un demonio furibundo si no ando atento con la digitalización, con consecuencias imprevisibles, dependiendo del destinatario.

Y otro tanto me sucede con el correo electrónico corporativo, que lleva varios meses diciéndome que el buzón está casi lleno y que sigue estando a rebosar de algo que no sé lo que es, porque ya he eliminado de la bandeja de entrada todos los mensajes que consideraba prescindibles. Es decir, todos menos aquellos que pienso que podrían servirme de prueba de descargo en un hipotético proceso al estilo del que sufrió en sus propias carnes Josef K, el protagonista de la novela de Kafka. El problema es que, como no sé de qué podría ser acusado, guardo mensajes de lo más variado y, todo sea dicho, de dudosa utilidad, aunque, cuando uno no sabe de qué tiene que defenderse, es mejor ser precavido y pecar por exceso que por defecto. O sea, que, ahora que lo pienso, todos los que consideraba prescindibles deben ser muy pocos (felicitaciones de Navidad y despedidas por jubilación, mayormente).

Hasta mi correo de Gmail me ha lanzado un aviso últimamente en lo que a espacio disponible se refiere, y es que nunca he tenido la prudencia de ir borrando los cientos de mensajes que recibo todos los meses del banco, de aseguradoras, de la comunidad de propietarios, de Facebook, de Twitter, de ONGs, de los periódicos a los que estoy suscrito y también de decenas de administraciones y empresas a las que un mal día tuve la ocurrencia de facilitar una dirección electrónica, y que me interesan tan poco que no suelo tomarme la molestia de abrir y, mucho menos, de leer, salvo que el asunto haga referencia a la inminencia del apocalipsis, en cuyo caso, ya me habría enterado por otras señales, como que las palomas del carril bici empiecen a aparecer espachurradas y ya no se molesten en apartarse al paso de mi bicicleta eléctrica.

Y es que esto de la memoria finita es un problema, o más bien un problemón. Porque, a pesar de que llevan años diciéndonos que, con las nuevas tecnologías, no íbamos a necesitar memorizar ni guardar nada y que todo iba a estar en la nube, el que más y el que menos, se resiste a borrar las fotografías que guarda en la tarjeta sim de su teléfono móvil y no tiene el tiempo ni la voluntad de subir a la nube los miles de documentos, archivos, imágenes y vídeos caseros que acumula en un lugar recóndito de su ordenador portátil, desde mucho antes de saber que existía una nube que no tenía nada que ver con la meteorología. De hecho, son tantos los recuerdos acumulados que uno ni se acuerda de la mayoría de ellos, lo que incrementa el temor a perderlos definitivamente, precisamente por eso, porque ya no es capaz de recordarlos.

Está bien, lo reconozco, padezco una especie de síndrome de Diógenes nostálgico-virtual. Y no soy capaz de tirar nada a la papelera de reciclaje. Y eso que siempre he presumido de tener buena memoria. Pero dicen que, para acumular nuevos recuerdos, es necesario prescindir de algunos de los antiguos, cosa que yo no soy capaz de hacer. Así que, cuando la memoria de mi teléfono colapse definitivamente, el ordenador portátil se sature de vídeos y fotografías y el correo electrónico no me deje mandar ni recibir mensajes con archivos adjuntos, voy a tener que volver a comprarme el periódico los fines de semana, desempolvar la vieja enciclopedia que conservo en mi modesta biblioteca, empezar a revelar yo mismo mis fotografías y guardarlas en álbumes, y también escribir cartas y mandarlas por medios tradicionales, para que, si me las devuelve el servicio de correos, sepa al menos que nunca llegaron a su destino y pueda buscar otro medio de llegar a su destinatario, (como alguna paloma que todavía no se hayan llevado por delante los patinetes eléctricos).

Y, entre tanto, rezar para que mi hipocampo siga generando nuevas neuronas que me ayuden a recordar, por lo menos, el lugar en que se encuentra el quiosco de prensa y la oficina de correos, el nombre de las cosas sin necesidad de ponerles un cartel que me ayude a no olvidarlo y a todos aquellos a los que alguna vez quise decir algo, inmortalizar en una instantánea antes de que el tiempo modelase sus facciones, dándoles otro aspecto, o hacer partícipes de mis pensamientos.

domingo, 8 de octubre de 2023

Conspiranoia

 

La semana pasada estaba en el juzgado, esperando a que me llamaran para celebrar un juicio cuya hora de comienzo se había dilatado considerablemente, cuando se me acercó el letrado de la trabajadora que había promovido la demanda y, después de saludarme cordialmente y pedirme consejo sobre otro procedimiento en el que le habían dado por desistido por no cumplimentar en plazo un requerimiento del juzgado, me preguntó por mi edad y, congratulándose de que fuéramos de la misma quinta, empezó a hablar sobre la incertidumbre en la que vivimos instalados los de nuestra generación, no tanto por las dificultades financieras del sistema de pensiones, sino porque dudaba incluso de que, llegada la hora, existiera un Estado Español para hacerse cargo del pago de las mismas.

Procuré tranquilizarlo, mostrando mi confianza en que, llegado el caso, existiría algún otro Estado reconocido por la comunidad internacional que se hiciera cargo de nosotros y asumiera el pago de las pensiones, cosa que le hizo sonreír, aunque no pareció tranquilizarlo demasiado. 

Así que estaba esperando que volviera a la carga con sus preocupaciones sobre la configuración territorial de ese nuevo sujeto de derecho internacional y empezara a hablarme de amnistías, referéndums de autodeterminación y cesiones varias al independentismo, cuando, cogiéndome del brazo y bajando el tono de voz, me dijo: "compañero, cómo me caes bien, te voy a contar una cosa", para añadir a continuación "es algo que todo el mundo sabe, pero de lo que nadie habla. Lo sabe Pedro Sánchez y todos los jefes de estado y de gobierno de la Unión Europea y hasta la OMS. Pero nadie dice nada".

Andaba preguntándome cual sería ese secreto a voces que parecía conocer todo el mundo menos yo, cuando una pregunta vino a ponerme sobre la pista. "Compañero, ¿tú te has vacunado contra el COVID?". A lo que respondí que si, con las tres dosis. "Yo también", me confesó, para añadir acto seguido, "pues, hazme un favor, no te vacunes más".

Y, tras una pausa dramática, añadió "Nos están matando, compañero. Y cómo el plan inicial no ha funcionado y no ha muerto bastante gente, están intentando convencernos de que nos pongamos una cuarta dosis. Y la gente se la va a poner y se va a morir. De hecho, ya se están muriendo". Acto seguido, echó mano del móvil y me enseñó un grupo de Telegram que le informaba puntualmente de las muertes inexplicables de gente anónima, que él consideraba famosa, como entrenadores de equipos de fútbol de tercera regional, jóvenes deportistas amateurs y actores de filmografía desconocida, que se estaban produciendo en todo el mundo. "Y esto es sólo gente famosa. Imagínate el resto, si sólo de este grupo recibo cientos de notificaciones diariamente".

Luego me dijo que él también era un crédulo, como yo. Hasta que vio un vídeo en Internet en el que se apreciaba claramente al microscopio como en un cultivo hecho con la dosis de la vacuna, al cabo de unos días, se había materializado una especie de circuito electrónico minúsculo.

Y más tarde, echando nuevamente mano del móvil, me mostró una aplicación que se había instalado capaz de detectar dispositivos que, en ese mismo momento y en el limitado espacio en que nos encontrábamos, estaban emitiendo una señal bluetooth hacia la nube y que no eran otra cosa que los chips que nos habían implantado durante la pandemia. Cuarenta y siete contabilizó en poco más de un minuto. Todo lo cual le había llevado a la necesidad de pedir cita con el Fiscal Jefe de la Audiencia Provincial. Aunque me dijo que, habían pasado ocho meses, y hasta ahora, no le había recibido.

En esas estábamos, cuando se abrió la puerta de la sala de vistas y por ella se asomó la cabeza del funcionario de auxilio judicial para llamar a las partes de nuestro pleito. Entonces, mi colega cerró la aplicación y tras mirarme un segundo al tiempo que arqueaba las cejas, como para darme a entender que, a lo mejor, el Fiscal Jefe, a estas alturas, podría saber algo de lo que no necesitaba que nadie le informase, se guardó el móvil en un bolsillo oculto bajo la toga y nos encaminamos al estrado.

Allí nos estaba esperando la abogada de una de las empresas codemandadas, que empezado el juicio y estando en el uso de la palabra, para lograr la exculpación de su cliente, empezó a construir un alambicado relato sobre el registro policial llevado a cabo en la oficina que constituía el centro de trabajo; la detención, puesta a disposición judicial y posterior ingreso en prisión de su administradora, nacional de algún país del Este de Europa, y también de algún que otro trabajador de la misma empresa y/o nacionalidad, para relatar luego cómo el hijo de la supradicha administradora, ya en prisión provisional, recién alcanzada la mayoría de edad y antes incluso de haber obtenido, por su parte, la residencia legal en España, se vio en la necesidad de hacerse cargo del negocio familiar, después de que la cartera de clientes hubiera empezado a retirar la documentación depositada en las dependencias de la gestoría, ante la imposibilidad de esta, dadas las circunstancias, de cumplir con los plazos de presentación de declaraciones tributarias y demás procedimientos en curso seguidos ante diversas administraciones públicas, poniendo de manifiesto, a cada paso, toda una dinámica empresarial que invitaba a pensar al oyente más neutral y menos imaginativo que la menor de las irregularidades protagonizadas por la empresa en cuestión podría ser la de haber despedido al actor de forma improcedente.

Cuando el relato de los hechos exculpatorios estaba llegando a su cénit, su señoría se sintió obligado a intervenir, para, después de declarar que el que se estaba celebrando era el juicio más surrealista que había visto en su vida, advertir a la letrada de la posibilidad de que le estuviera proporcionando argumentos suficientes para, lejos de lo pretendido, condenar a su cliente, recomendándole encarecidamente que se replantearse su línea de defensa. No obstante, la letrada decidió hacer caso omiso de tal recomendación, para llevarnos a todos los presentes al convencimiento íntimo de que su defendido iba a ser condenado en ese proceso y, probablemente, en algún otro, sobre todo si no cambiaba de abogado defensor.

Concluida la vista oral, salí a la calle temiendo muy seriamente que, en el tiempo que había permanecido en la sede judicial, se hubiera producido un apocalipsis zombie y que el Fiscal Jefe estuviera en ese momento recluido en su despacho tratando de contactar con la policía judicial, mientras una horda de muertos vivientes recorría los pasillos de la Audiencia Provincial y las causas penales pendientes contra la administradora de la empresa demandada en mi procedimiento, Pedro Sánchez y la OMS se acumulaban en las mesas del Ministerio Público y los tenientes fiscales mordían en el cuello al resto de funcionarios que trataban infructuosamente de escapar arrojándose por las ventanas.

Así pues, andaba yo pensando en defenestraciones cuando, al pasar junto al edificio de la Audiencia de vuelta a mí despacho, una jardinera que alguno de esos funcionarios había dejado imprudentemente sobre un aparato de aire acondicionado colgado de la fachada, sin prever que el viento que se había levantado esa mañana pudiera desalojarla de su precario emplazamiento, se estrelló estrepitosamente contra el suelo, a pocos metros de donde me encontraba, haciendo que me diera un vuelco el corazón. Y, por un momento, pensé que había faltado poco para que otra causa penal se sumase a los procedimientos pendientes de instrucción en la Fiscalía y, salvo que un zombie compasivo me mordiera a mí también en el pescuezo mientras agonizaba sobre la acera, mi nombre pasara a formar parte de la interminable lista de decesos de la cuenta de Telegram de mi colega, al que, en tal caso, temo que, aunque hubiese querido, no podría llegar a recibir el Fiscal Jefe, y al que alguien terminaría dando por desistido de su pretensión, también en este caso.

Aunque, bien pensado, si la mayoría de nosotros terminásemos arrastrando los pies por las calles, antaño saturadas de turistas y extranjeros con el visado a punto de caducar o pendientes de obtener la residencia legal en nuestro país, y ahora desiertas, vestidos con harapos y con la mirada pérdida, el hecho de qué nos hubiesen implantado un chip en el brazo de la vacuna no sería la mayor de nuestras preocupaciones y, por lo menos, sin perjuicio del alivio indudable de la carga del sistema de pensiones de Zombielandia, ayudaría a geolocalizar a los no muertos, hasta que se nos cayera el brazo, claro. Entonces sí que me temo que no iba a haber escapatoria posible para nadie.

domingo, 24 de septiembre de 2023

A nuestra propia imagen y semejanza.

 

El derecho a la propia imagen se define como el derecho a controlar la captación, difusión y, en su caso, explotación de los rasgos físicos que hacen reconocible a una persona como sujeto individualizado y, como tal derecho, está reconocido y protegido por el ordenamiento jurídico.

No obstante, como consecuencia de la revolución tecnológica en la que nos encontramos inmersos, manipular nuestra imagen y nuestra voz se ha convertido en un juego de niños (nunca mejor dicho) y lo que en un primer momento afectaba solamente a actrices y otros personajes públicos, ahora puede afectar a cualquiera, desde la mujer de la limpieza del edificio de oficinas en el que trabajamos a la profesora de inglés del instituto en el que estudian nuestros hijos, pasando por el pescadero del supermercado al que vamos a comprar los fines de semana.

Así pues, la posibilidad de que el uso del software que permite llevar a cabo este tipo de manipulaciones se generalice nos coloca a todos en una situación de riesgo. Sólo hace falta que alguien tenga acceso a nuestra imagen, que con la proliferación del uso de las redes sociales está al alcance de cualquiera o, por lo menos, de ese selecto grupo de personas que forman nuestro círculo social, que disponga de la aplicación correspondiente y además tenga un motivo. Así de fácil. Será por eso que los archivos falsos en la red mundial, el 96 por ciento de los cuales son de contenido pornográfico, se han duplicado en seis meses.

Y no hace falta que nadie sienta una especial animadversión hacia nosotros. Puede bastar con que esté aburrido o quiera echarse unas risas a nuestra costa. Pero, si a los dos primeros requisitos, le sumamos el despecho, la envidia, el odio o cualquier baja pasión o trastorno que nos podamos imaginar, de esos que también proliferan tanto en nuestros días, entonces tenemos todos los ingredientes para un cóctel explosivo, fabricado con el único propósito de desacreditarnos públicamente.

Hay quien dice que, muy pronto, va a resultarnos imposible diferenciar verdades y mentiras. Y que será necesario, en cada caso, acudir a los tribunales para esclarecer los hechos. En definitiva, la respuesta no sería muy distinta de la que brinda ese mismo ordenamiento jurídico frente al delito de calumnia. Por cierto, no al alcance de todo el mundo. Pero el problema radica en que ahora es mucho más fácil armar una conspiración desde el anonimato y la impunidad y que la comunidad virtual no tiene fronteras, con lo cual también es mucho más difícil defenderse.

Además, probablemente, cuando uno quiera reaccionar, sea demasiado tarde, su imagen o su voz hayan recorrido una distancia sideral en nanosegundos y quedado definitivamente fuera del alcance de la ley, de la Agencia de Protección de Datos y, no digamos, de nosotros mismos.

Así las cosas, sólo se me ocurren dos alternativas: desinstalar cualquier aplicación de nuestros móviles, borrarse de cualquier foro o red social y salir a la calle con un pasamontañas, un burka o una mascarilla bien pegada a la jeta, para protegerse de este nuevo patógeno y, de paso, también de las miradas indiscretas, o echarse a la espalda el riesgo de ser difamado públicamente y confiar en que nuestros verdaderos amigos y familiares harán caso omiso de cualquier intento de desacreditarnos 

Lo que pasa es que no todo el mundo tiene la capacidad, la madurez ni el temple necesario para enfrentarse según a que situaciones. Sobre todo si se trata de menores, que han sido, después de los famosos, las primeras víctimas, en una pequeña localidad en la que todo el mundo se conoce y precisamente a manos de otros menores a los que les pareció divertido desnudar a sus compañeras de clase y difundir su imagen en redes sociales. Y, en este caso, pase lo que pase, ya nada podrá reparar el daño causado.

Pero, probablemente, en este caso, como en tantos otros, el problema no está en que haya una cohorte de aburridos cibernautas desnudando actrices o a sus vecinas de puerta en su tiempo libre, ni que un ejército de haters este tomando violentamente el control de las redes sociales, y tal vez si en que los padres de esos menores declinaran sus responsabilidades y renunciaran a cualquier control parental mucho antes de que sus hijos decidieran jugar con la imagen de sus compañeras de clase.

La cuestión es que, ante la difusión de un bulo, una mentira o, en general, la maledicencia, siempre hemos tenido la posibilidad de reaccionar diciendo, al que nos venía con un chisme, o a susurrarnos en la oreja una jugosa historia sobre un amigo, un compañero de clase, un conocido o, incluso alguien con el que no nos unía ningún vínculo, ni próximo ni remoto, que eso que tiene que contarnos, en petit comité y para que nadie más lo sepa, no nos interesa. Que no necesitamos ni queremos saber lo que sabe o le han contado.

Si el resto de compañeros de clase de esas chicas hubieran borrado los mensajes y no se hubiese descargado las imágenes de sus compañeras, si no las hubiese difundido después entre su red de contactos, todo habría quedado en un intento de dañar su imagen. Pero, para lograr que esa reacción sea automática es necesario haber educado a esos niños en el respeto y la lealtad, haberles explicado en que consiste la rectitud moral, y por que la honestidad debe presidir cada uno de sus actos, para evitar que los comportamientos deshonestos de otros hagan daño a quienes no pueden defenderse solos y confían en que nosotros, sus padres, sus amigos, sus maestros, sus compañeros, llegado el caso, seremos capaces de hacerlo.

domingo, 17 de septiembre de 2023

Ignorantiae pyram

 

He estado leyendo una entrevista con un investigador del CSIC, experto en inteligencia artificial, en el transcurso de la cual hace un pronóstico demoledor sobre el futuro de la información en Internet. Y es que considera que, como consecuencia de la forma en que se están entrenando los sistemas de inteligencia artificial, corremos el riesgo de que en unos años casi toda la información que circule por internet sea falsa.

Y esto es debido a que esos sistemas, que están muy lejos de ser inteligentes, en la práctica, se limitan a analizan una cantidad enorme de datos para seleccionar las palabras que, con mayor probabilidad, encajarían en un contexto conversacional determinado. Con ello se consigue que la mayoría de las respuestas a las preguntas que se les formulan sean coherentes, lo que no quiere decir que sean también necesariamente ciertas. Pero supongo que la información que se genera va incorporándose al volumen de la que ya se dispone, actuando como una bola de nieve que va contaminando la mayoría de la que se encuentra al alcance del común de los usuarios de la red.

De todas formas, yo me pregunto, ¿esto es realmente tan importante? Quiero decir, qué más da si se produce una proliferación a escala planetaria, ya no sólo de fakes, sino de información sesgada, inexacta o, directamente, falsa. 

Imaginemos (¿?) por un momento que los niños y jóvenes en edad escolar empiezan a elaborar sus trabajos valiéndose de la inteligencia artificial, y que esa supuesta inteligencia empieza a decir cosas lógicas pero que no tienen nada que ver con la realidad, afirmando, por ejemplo, que Pablo Iglesias, 135 años después de haber fundado el Partido Socialista, desengañado por la deriva de la socialdemocracia, fundó un segundo partido, abandonando la primera línea de la política siete años más tarde, agotado después de tan largo periplo; o que el Príncipe Harry estudió en Hogwarts antes de convertirse en Duque de Sussex, y que hasta entonces su familia lo trataba de forma abusiva y lo obligaba a dormir debajo de una escalera en el Palacio de Buckingham; o que Magallanes, en su intento de dar la vuelta al mundo, se cayó al vacío por su extremo occidental, circunstancia que explica que el que regresara a puerto fuese Juan Sebastián Elcano, que consiguió darse la vuelta a tiempo con el único barco superviviente y, para no quedar como un cobarde, se inventó que había circunnavegado el planeta, dando lugar a la teoría, todavía muy en boga, de que la Tierra era redonda.

Si, de todas formas, esos jóvenes estudiantes no van a elaborar esos trabajos, ni tan siquiera se los van a leer antes de entregarlos a sus profesores. Y, si sus profesores se escandalizan por tamaña sarta de ocurrencias y deciden suspenderlos, en realidad, estarían suspendiendo a ChatGPT, porque, realmente, no habrían tenido oportunidad de examinar el conocimiento de sus alumnos, que pueden ser unos zoquetes o, sencillamente, unos vagos.

Por otro lado, la gente corriente ya no lee los periódicos, y tiende a creerse aquello que refuerza sus prejuicios. Así que va a seguir descartando cualquier afirmación que contravenga sus convicciones íntimas o sus intereses materiales, aunque vaya respaldada por toda la comunidad científica o por un ejército de agoreros climáticos enloquecidos, con Bill Gates, Bill Clinton o Búfalo Bill a la cabeza.

Además, la mayoría de la población tampoco lee libros, así que le da igual si alguien manipula los textos originales a base de semántica inclusiva y Don Quijote de la Mancha termina siendo un señor o una señora delgada, que no flaca, que va por ahí con un esbelto escudero atentando contra aerogeneradores y combatiendo con ardor otras fuentes de energía alternativa al uso de combustibles fósiles.

El otro día, mis hijas se fueron con sus amigos al Museo de Bellas Artes y se quedaron sorprendidas por el desconocimiento de la iconografía religiosa que mostraban algunos de ellos (y estoy hablando de jóvenes universitarios), hasta el punto de ser incapaces de identificar símbolos, escenas o lugares comunes, so pretexto de que no eran creyentes.

Así que, poco o nada hay que temer de un repunte del Creacionismo, o del Terraplanismo, porque la inteligencia colectiva (que no tiene nada de artificial) por pura ignorancia, hace tiempo que dejó de creerse el Génesis y también la Teoría de la Evolución. Y, por lo tanto, en los tiempos confusos que corren, hay que empezar a asumir el riesgo de que termine identificando las iglesias con los museos y quemando a los curas y a los herejes en una misma hoguera, que, por otra parte, es el lugar donde terminaron los libros de la biblioteca de Batman (también conocido como el Caballero de la Triste Figura) y en el que acaban aterrizando todos los que alguien no quiere que los demás leamos o, sencillamente, que ya nadie quiere leer, con lo cual no es necesario prohibir su lectura, sino solamente dejar que la gente corriente haga sitio en sus bibliotecas para poder alojar en ellas el desconocimiento y la ignorancia, que, a diferencia del saber, ocupa un lugar cada vez más grande en nuestras vidas.

viernes, 1 de septiembre de 2023

Viva el espectáculo

 

Hace poco más de diez días, la selección femenina de fútbol se proclamó campeona del mundo en Sidney. Un logro nada desdeñable en cualquier circunstancia, pero mucho menos teniendo en cuenta que, en este país, la liga femenina de fútbol se viene disputando desde la temporada 1988-1989, la poca visibilidad y la escasa atención que se le ha prestado en todo este tiempo y las desiguales condiciones frente al multimillonario fútbol masculino.

De hecho, estas condiciones motivaron que, hace unos meses, quince jugadoras renunciaran a ser convocadas para formar parte de esa selección. Pero la federación, haciendo caso omiso, prefirió prescindir de ellas antes que atender sus reivindicaciones, aunque ello supusiera acudir al campeonato del mundo con un equipo de suplentes.

Sin embargo, y a pesar de todo, esas jóvenes compitieron lo mejor que supieron y, a base de convicción y poniendo su talento al servicio de un sueño, oh sorpresa, ganaron el Campeonato del Mundo. Pero no importa, porque la mayoría de los aficionados al fútbol de verdad seguía estando más pendiente del mercado de fichajes que de otra cosa. Lo cual dice mucho de su afición, porque el deporte no es eso y una verdadera competición deportiva no debería decidirse en un mercado. Pero esa es otra historia.

Y llegó el momento de las celebraciones. La primera de ellas en el palco, con un gesto muy macho, como el de llevarse la mano al paquete y agarrarse las pelotas. Aunque luego el autor del gesto pidiera disculpas (a la Reina). Lo que me recuerda otro gesto similar protagonizado por el guardameta de la selección argentina en el campeonato del mundo masculino (no sé qué les pasa a algunos hombres con sus genitales y esa necesidad de que todo el mundo les mire la entrepierna).

Más tarde, el presidente de la federación y el seleccionador nacional se miraron y se dedicaron el triunfo recíprocamente. Precioso. Un poco gay, pero bueno, no menos que las palmaditas en el culo entre futbolistas, a las que ya estamos tan acostumbrados. Además, todo el mundo sabe que en el fútbol masculino no hay homosexuales, (a diferencia del femenino, que está lleno de machorras).

Y, luego, ya en el podium, el despiporre, risas, buen rollo, ji ji, ja ja, y ¿por qué no? Un piquito. Pero, un momento, no al seleccionador, como hubiera sido lo lógico, después de esa mirada tierna de mutuo reconocimiento. Te quiero, me quieres. Pues al lío. Si lo hizo Casillas con Sara Carbonero y el país entero los proclamó novios de España. ¡Qué oportunidad perdida! Una verdadera lástima. 

Pues no, va el presidente de la federación y le estampa un beso en la boca a Jenni Hermoso, que, casualmente, pasaba por allí y, sin ton ni son, le dijo que era un crack. Qué si eso no es provocar, tú me dirás. Y van todos los tontos del culo de este país y se ponen hechos unas furias. Qué si agresión sexual, qué si abuso de poder. (Si sabrá Rubiales lo que es el abuso de poder). Pero si no había deseo, y, no habiendo deseo, pues es como pegarle un puñetazo a alguien, sin odiarle ni nada. Te limpias la nariz y tan amigos.

De todas formas, no sé a qué viene tanto revuelo, si me he enterado de que el máximo dirigente del FC Barcelona femenino, Xavier Puig, besó en la boca a la jugadora noruega Ingrid Syrstad tras ganar la final de la Copa de la Reina. Y es que parece que los directivos masculinos del fútbol femenino son así, espontáneos y cariñosos. Por lo menos con las jugadoras.

Además, si no quería que le diera un beso, pues haberlo dicho. Qué ya tenemos una edad y si el presidente de tu federación te pide un piquito, agarrándote la cara con las dos manos y durante la entrega de la copa de Campeonas del Mundo ante las cámaras de televisión en un evento transmitido a todo el planeta, pues le dices que se lo dé a su madre y Santas Pascuas.

Y ahora viene la parte más divertida. Se reúnen los gerifaltes de la federación, creyendo que su presidente iba a presentar la dimisión y se encuentran con que, además de triplicarle el sueldo a Jorge Vilda (si eso no es una declaración de amor, ya me dirás qué lo es), les dice, mejor, les grita, que no él no se va. Y, claro, no les queda más remedio que ponerse en pie y dedicarle una ovación cerrada, no se le fuera a ocurrir llevarse otra vez la mano a la entrepierna o algo peor.

Y, a continuación, va la FIFA y lo suspende. Pero, a esta gente de la FIFA ¿qué le pasa?, ¿es qué no ha visto las imágenes, el vídeo, las fotografías, la asamblea extraordinaria de la federación puesta en pie, las hijas del presidente (y otras verdaderas feministas) apoyando a su padre?, ¿y del silencio clamoroso de los chicos de la selección?, ¿tampoco se han enterado?, esos verdaderos futbolistas que tardaron casi un siglo en conseguir lo que sus compañeras han conseguido en una generación. De locos.

Me parece muy injusto que, después de lo que ha hecho este hombre (por el fútbol), como llevarse la final de la Supercopa de España a Arabia Saudí, (que si los de la FIFA tuvieran dos dedos de frente habrían hecho lo mismo con el mundial femenino, que además está al ladito de Qatar) se le vaya a recordar solamente por haberle robado un inocente beso a una jugadora de fútbol de la selección. Pero, qué le vamos a hacer. Cómo dijo alguien en su día, el fútbol es un estado de ánimo.

viernes, 14 de julio de 2023

Paseando a Mr. Hyde

 

Me considero una persona pacífica, de trato afable y poco dada a pelearme por una plaza de aparcamiento o por el turno en la pescadería. No soy de los que van por ahí avasallando o buscando pelea y, salvo que la persona que tengo enfrente me importe lo suficiente, tampoco soy aficionado a llevarle a nadie la contraria.

Pero, aun así, después de observarme a mí mismo con cierta perspectiva, me he dado cuenta de que, no muy a menudo, incluso muy de vez en cuando, se apodera de mí un extraño instinto pendenciero, una especie de súbita agresividad que, la mayor parte del tiempo, permanece larvada en un lugar oscuro de mi subconsciente, esperando el momento de manifestarse, siempre de improviso y por sorpresa.

Y la cuestión es que no hace falta que esté sometido a un gran estrés, o que mi equipo haya perdido el partido del domingo, para que Míster Hyde irrumpa en escena. Sólo es necesario un chispazo que tiene la virtud de provocar una reacción furibunda en cadena sin que dé tiempo a encender las alarmas que permitirían sofocar el conato de incendio.

La verdad es que, como no tengo más remedio que convivir con él, me gustaría poder controlar a Míster Hyde, aunque sólo fuera para decidir en qué momento abrirle la puerta de la jaula y luego, si eso, ya que haga lo que le dicte la adrenalina. Pero, igual que a Obélix, la pócima que debí ingerir en algún momento de mi tierna infancia tiene efectos permanentes en mí, aunque afortunadamente sólo se manifiestan de forma intermitente.

Así que, como no puedo controlarlo, estoy tratando de averiguar si sus apariciones estelares obedecen a algún patrón que pueda reconocer, con objeto de evitar, en la medida de lo posible, colocarme en una situación de riesgo. Y, de esta manera, he identificado algunos escenarios propicios a las manifestaciones de mi alter ego, que paso a exponer a continuación.

Número uno: Doctor Jekyll al volante de su utilitario.

Y es que, cuando hago uso de mi propio vehículo, la interacción reiterada con otros conductores excita mucho a Míster Hyde, y le hace expresarse con un lenguaje florido impropio de un doctor en medicina o, ya puestos, en derecho. Afortunadamente, hasta ahora, he conseguido evitar que Hyde se haga con los mandos de la máquina, porque, en esos momentos, por su mente perturbada pueden llegar a pasar ideas de una crueldad inusitada.

Número dos: reuniones de vecinos, de padres y madres de alumnos, reuniones de trabajo y reuniones en general.

He observado que la información prescindible, la reiteración de argumentos poco elaborados o sin sentido, la proliferación de ideas peregrinas, y la sobreabundancia de opiniones particulares sobre asuntos intrascendentes, provoca en mí una especie de bloqueo mental que me impide expresarme correctamente o, mejor dicho, con la corrección adecuada. Así que, cuando no me queda más remedio que asistir a uno de estos foros, he optado por no abrir la boca, para evitar que mi otro yo tome la palabra. Aunque temo que, si no le dejo hablar, Hyde recurra a otros métodos más expeditivos para expresar su disgusto y frustración, que ya lo he sorprendido fantaseando con irrumpir en la reunión al volante de nuestro coche.

Número tres: Idiotas de nacimiento.

Si hay algo que descompone a Míster Hyde es que aparezca en los medios de comunicación o en las redes sociales un gurú hablando de lo que no sabe o tratando de convencer a sus semejantes de cualquier majadería. Es en ese momento cuando se le tensan los músculos del cuello, se le crispa el rostro, y con los ojos inyectados en sangre, puede hacer una bola de papel con el periódico que tiene entre las manos, pero también arrojar el televisor por la ventana, arrancar la radio del salpicadero o triturar el teléfono móvil con los dientes y escupir los restos con el mismo efecto sobre el entorno más próximo que una bomba de racimo.

Número cuatro: Reggaeton.

Los efectos de escuchar Reggaeton pueden ser devastadores. Así que procuro evitarlo a toda costa, porque Hyde, que tiene un oído muy fino, se altera muchísimo solo con la primera nota. No obstante, es inevitable que, en las noches de verano, de vez en cuando pase un coche con las ventanillas bajadas dejando a su paso una estela que incita a Hyde a saltar por la ventana y arrojarse sobre el vehículo, abrir la portezuela del conductor, sacarlo a la fuerza del habitáculo y, después de arrojarlo al asfalto, destrozar los altavoces y pegarle fuego al vehículo con el resto de sus ocupantes dentro.

Número cinco: que me tomen por idiota de nacimiento.

Míster Hyde puede ser malhablado, irrespetuoso y, ocasionalmente, brutal, pero eso no quiere decir que sea tonto. O, al menos, no más tonto que el Doctor Yekyll, que, con sus maneras atildadas y su moderado discurso, se cree más listo que Hyde, porque la mayor parte del tiempo consigue engañar a sus semejantes.

Por eso, cuando se percata de un intento mal disimulado de insultar su primitivo intelecto, se le sube la sangre a la cabeza y, en ese momento, no hay barrera humana capaz de detener su instinto destructor. Por eso es conveniente evitar, en la medida de lo posible, la interacción con mentirosos y embaucadores en general, y con representantes del sector financiero, negacionistas climáticos y políticos sin escrúpulos en particular. Ya que, de lo contrario, una furia incontrolable puede arrasar el entorno en varios kilómetros a la redonda, derribando sucursales bancarias, reduciendo a escombros las sedes de partidos políticos, inutilizando las redes de distribución de energía eléctrica, destruyendo centrales térmicas, y cortando las vías de comunicación terrestre y aérea, con descarrilamiento de trenes y derribo de aviones comerciales incluidos.

Y es así que, evitando estas situaciones comprometidas, desde hace unos cuantos meses, he conseguido que mi irascible compañero se quede tranquilo en su cubil sin perturbar mi pacífica y, a veces, anodina existencia. Pero reconozco que, desde que no se deja ver, no he podido evitar el echar de menos su lógica elemental, su incorrección política y su incapacidad para maquillar la realidad con una pátina de falsa tolerancia. Y es por eso que, de vez en cuando, me asalta la tentación de buscar la llave de su jaula, dejar que se suba al coche e irme con él a dar una vuelta, a ver qué pasa.