martes, 13 de enero de 2015

Cuando la sangre mancha el altar de las libertades


            El domingo una manifestación multitudinaria recorrió las calles de Paris en muestra de rechazo al atentado perpetrado días antes contra el diario satírico francés Charlie Hebdo. Los periódicos han calificado dicha manifestación como una muestra de la defensa de los principios de la República, en particular de la laicidad, y, por supuesto, de uno de los valores sacrosantos de cualquier sociedad democrática, la libertad de expresión, y han puesto el acento en la necesidad de un rearme ideológico frente al yihadismo.
            Sin perjuicio del valor incuestionable de estos principios, creo que los últimos acontecimientos invitan a reflexionar también sobre las implicaciones que la multiculturalidad tiene sobre la convivencia en esa misma sociedad que se proclama laica y plural.

            Por su parte, el New York Times publicaba un artículo, bajo el título ‘Yo no soy Charlie Hebdo’, en el que califica de inexacto que la mayoría afirme ‘Je suis Charile Hebdo’ o ‘Yo soy Carlie Hebdo’ porque considera que la mayoría no practica esa clase de humor deliberadamente ofensivo en el que considera que está especializado ese periódico.
            Y es que nuestra sociedad también proclama la necesidad de respetar las creencias, costumbres y el pensamiento ideológico de los demás, aunque no se compartan o incluso se rechacen abiertamente. De hecho, el pluralismo, que es también un valor esencial en democracia, consiste precisamente en eso, en tolerar que otros individuos o grupos sociales defiendan creencias, ideas o intereses que no concuerdan con los que nosotros defendemos o incluso resultan opuestos a los nuestros.

            Naturalmente, cuando esos grupos proclaman ideas que suponen una amenaza para esa sociedad plural o atentan contra sus valores esenciales, es necesario combatirlos, pues de lo contrario es posible encontrarse con una proliferación de movimientos radicales o sectas de diversa orientación que amenacen abiertamente la supervivencia del sistema.
            La cuestión está en decidir qué supone una amenaza real para el valor democrático y qué resulta inocuo para la convivencia en esa sociedad plural. En este sentido, nadie se cuestiona que la ablación es una práctica intolerable que atenta contra el derecho a la integridad física de las mujeres; sin embargo, el uso del velo en las escuelas es una cuestión mucho más controvertida y sobre la que probablemente no se dé el mismo consenso.

Pero volviendo sobre el tema inicial, si bien la sátira no es, en sí misma, nociva ni peligrosa, y, probablemente, cumple una función social al ridiculizar y retratar de manera grotesca una realidad, a veces, demasiado seria, triste o lacerante, también hay que tener en cuenta que en sociedades desarrolladas como la francesa convive una pluralidad de grupos étnicos, religiosos y raciales, de distinta procedencia y sensibilidad, para los que pueden resultar ofensivas determinadas manifestaciones de nuestra libertad de expresión; y, por otra parte, no se puede pretender que los individuos que los conforman, recién aterrizados en el primer mundo, comulguen desde el minuto uno con el credo occidental.
Por último, la integración solo es posible cuando existe una verdadera igualdad de oportunidades, porque de lo contrario, una, dos o hasta tres generaciones después, la marginalidad y la pobreza conducen inevitablemente a la violencia y cuando la violencia encuentra un cauce a través del que canalizar la ira y el odio, llámese terrorismo, fascismo o fanatismo religioso, la sangre termina derramándose sobre el altar de las libertades.

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