El
jueves de la semana pasada, mi hija pequeña participó en su primer combo en la escuela de música en la que,
este curso, está aprendiendo a tocar la guitarra eléctrica. Un combo es un grupo musical integrado en
una escuela y sirve para poner en práctica las destrezas y conocimientos
adquiridos durante el proceso de aprendizaje. En esta ocasión, participaron
tres guitarras, dos baterías y un bajo eléctrico y mi hija interpretó dos
canciones: ‘Let her go’ de Passenger y ‘Smoke on the water’ de Deep
Pulple.
Ese día fui yo el que
la llevó a clase, así que tuve la suerte de asistir a la sesión en el aula de
música, con mi cámara de video en ristre, y, además, pude disfrutar en primera
fila de la experiencia de escuchar a cinco chavales tocar esas canciones con un
desparpajo que me produce asombro y despierta en mí una sana envidia al mismo
tiempo. Y es que me habría encantado tener esa oportunidad cuando yo también
era un chaval y andaba descubriendo músicas y ritmos en el viejo transistor que
teníamos en casa, escudriñando el dial en busca de canciones y grupos,
familiarizándome con géneros y melodías, antes incluso de que los videoclips
irrumpieran en la televisión y pudiera ponerles cara a los cantantes y a los
músicos del vasto panorama musical de los ochenta.
En la grabación, aparece seria, concentrada en la ejecución de los temas, casi sin
intercambiar una mirada con su profesor, que la acompaña al bajo, y
desentendida de sus compañeros, el batería y una segunda guitarra en ‘Smoke on the water’; pero es fascinante
ver como sus dedos recorren el mástil de la guitarra y los acordes van
componiendo la melodía, de una forma fluida y, aparentemente, sin esfuerzo.
Me ha gustado tanto
la experiencia, que, por un momento, he pensado en apuntarme yo mismo a las
clases de música, algo que a mi hija pequeña le ha parecido estupendo; aunque,
ya saliendo de casa, me sugirió que, cuando la acompañe a la escuela, debería
cambiar de indumentaria, dejar de lado las camisas y los pantalones de pana,
pasarme a los vaqueros y renovar mis camisetas. Así que, dicho y hecho, el
sábado me compré una camiseta con un dibujo de Batman en blanco y negro, la capa negra ondeando al viento,
mientras una lluvia torrencial empapa su poderosa silueta recortada contra un
cielo poblado de murciélagos, al más puro estilo de los cómics de Marvel. La verdad es que me queda un
poco estrecha y se me pega al torso, con lo cual estuve por desecharla, pero mis
dos hijas me disuadieron de hacerlo y dicen que con ella estoy ‘petao’.
Y, en junio, participará en su primer concierto, esta vez sobre el escenario y con
un público más nutrido, entre los que estará su padre, tal vez con una camiseta
de Batman y, sin duda, en pantalones
vaqueros.
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