Desde
el lunes de esta semana, y coincidiendo con la implantación de la jornada de
verano, he aparcado el coche y llevo cinco días yendo y viniendo, de casa al
trabajo y del trabajo a casa, en mi vieja bicicleta, que me compre antes de que
nacieran las niñas y de que el carril bici me permitiera desplazarme, sin gran
riesgo para un ciclista inexperto como yo, desde mi barrio hasta la Plaza de
España.
Y,
aunque invierto más tiempo en el recorrido del que necesitaría si me desplazase
en automóvil, la experiencia resulta mucho más satisfactoria desde cualquier
punto de vista que se mire. Para empezar, he cambiado el rutinario trayecto en coche,
con sus problemas de aparcamiento, horas punta, semáforos, conductores
desconsiderados y carga de agresividad correspondiente, por un agradable paseo
que me permite respirar el aire de la mañana, cuando el sol apenas empieza a
asomarse sobre los edificios y mi sombra se alarga delante de mí mostrándome el
camino sinuoso que me conduce por las aceras apenas transitadas a primera hora
del día. Naturalmente, a la vuelta es otro cantar, y el calor me hace
transpirar mientras pedaleo por calles llenas de estudiantes (al pasar por la
facultad de Derecho y la de Económicas), amas de casa y demás viandantes,
algunos de los cuales tienen la extraña afición de transitar o pararse en medio
del carril bici a hacer cualquier cosa, aunque la acera que queda libre del
tránsito de los ciclistas sea mucho más ancha y ofrezca mejores posibilidades
de charlar, atender a un bebe en su cochecito o esperar el autobús sin riesgo
de ser arrollado.
Además,
durante el trayecto, he descubierto varias cosas en las que no había reparado
anteriormente. Por ejemplo, la variedad de personas que hace uso del mismo
medio de transporte que yo, jóvenes, mayores, hombres, mujeres, trabajadores y
oficinistas, gorditos, flacuchos, con bicicletas de carreras o de paseo,
despaciosos y con prisa, deportistas y urbanitas; que todas, absolutamente
todas, las tapas de las alcantarillas y del acceso a las distintas redes de
abastecimiento municipal están situadas en el carril bici, así que, si no andas
atento, te arriesgas a sufrir en la entrepierna una sucesión de sacudidas y
golpes provocados por los desniveles que pueden arruinarte la experiencia; que,
regulando la velocidad, es posible enfilar los semáforos en verde sin verse
obligado a detener la bicicleta; y, por último, que invierto prácticamente el
mismo tiempo en completar el trayecto en bicicleta que corriendo, lo cual no
dice mucho de mí como ciclista, pero quiero pensar que sí puede decir algo del
corredor que llevo dentro.
Pero,
con todo, la razón principal por la que he permutado las cuatro ruedas de mi
utilitario por las dos de mi bicicleta es contribuir modestamente a hacer más
transparente el aire que se respira poco después del amanecer, y para no tener
la sensación de navegar a la deriva entre la niebla de los tubos de escape
hacia un lugar que no logro vislumbrar todavía, pero que se me antoja seco,
caluroso y yermo. Un lugar pensado para morir pero en el que otros tendrán que
vivir cuando yo ya me haya ido.
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