viernes, 19 de junio de 2015

Las bicicletas son para el verano





Desde el lunes de esta semana, y coincidiendo con la implantación de la jornada de verano, he aparcado el coche y llevo cinco días yendo y viniendo, de casa al trabajo y del trabajo a casa, en mi vieja bicicleta, que me compre antes de que nacieran las niñas y de que el carril bici me permitiera desplazarme, sin gran riesgo para un ciclista inexperto como yo, desde mi barrio hasta la Plaza de España.

Y, aunque invierto más tiempo en el recorrido del que necesitaría si me desplazase en automóvil, la experiencia resulta mucho más satisfactoria desde cualquier punto de vista que se mire. Para empezar, he cambiado el rutinario trayecto en coche, con sus problemas de aparcamiento, horas punta, semáforos, conductores desconsiderados y carga de agresividad correspondiente, por un agradable paseo que me permite respirar el aire de la mañana, cuando el sol apenas empieza a asomarse sobre los edificios y mi sombra se alarga delante de mí mostrándome el camino sinuoso que me conduce por las aceras apenas transitadas a primera hora del día. Naturalmente, a la vuelta es otro cantar, y el calor me hace transpirar mientras pedaleo por calles llenas de estudiantes (al pasar por la facultad de Derecho y la de Económicas), amas de casa y demás viandantes, algunos de los cuales tienen la extraña afición de transitar o pararse en medio del carril bici a hacer cualquier cosa, aunque la acera que queda libre del tránsito de los ciclistas sea mucho más ancha y ofrezca mejores posibilidades de charlar, atender a un bebe en su cochecito o esperar el autobús sin riesgo de ser arrollado.

Además, durante el trayecto, he descubierto varias cosas en las que no había reparado anteriormente. Por ejemplo, la variedad de personas que hace uso del mismo medio de transporte que yo, jóvenes, mayores, hombres, mujeres, trabajadores y oficinistas, gorditos, flacuchos, con bicicletas de carreras o de paseo, despaciosos y con prisa, deportistas y urbanitas; que todas, absolutamente todas, las tapas de las alcantarillas y del acceso a las distintas redes de abastecimiento municipal están situadas en el carril bici, así que, si no andas atento, te arriesgas a sufrir en la entrepierna una sucesión de sacudidas y golpes provocados por los desniveles que pueden arruinarte la experiencia; que, regulando la velocidad, es posible enfilar los semáforos en verde sin verse obligado a detener la bicicleta; y, por último, que invierto prácticamente el mismo tiempo en completar el trayecto en bicicleta que corriendo, lo cual no dice mucho de mí como ciclista, pero quiero pensar que sí puede decir algo del corredor que llevo dentro.

Pero, con todo, la razón principal por la que he permutado las cuatro ruedas de mi utilitario por las dos de mi bicicleta es contribuir modestamente a hacer más transparente el aire que se respira poco después del amanecer, y para no tener la sensación de navegar a la deriva entre la niebla de los tubos de escape hacia un lugar que no logro vislumbrar todavía, pero que se me antoja seco, caluroso y yermo. Un lugar pensado para morir pero en el que otros tendrán que vivir cuando yo ya me haya ido.
 
 

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