La
semana pasada, tuve que proponer los nombres de un héroe y una heroína
extraídos de mi limitado universo literario. Y de las historias que he leído y
que era capaz de recordar, surgieron varios nombres, aunque, al final, terminé
decantándome por Beren y Lúthien, los protagonistas de un cuento
incluido en el Silmarillion por Christopher Tolkien.
No
obstante, entre los héroes masculinos, estuve pensando también en Atreyu, el personaje de La Historia Interminable que, cabalgando
a lomos del dragón Fújur, recorría Fantasia en busca de aquel que habría de
dar un nuevo nombre a la Emperatriz
Infantil. Y la verdad es que podría perfectamente haberme decantado por Atreyu y por Momo, la niña protagonista de otra novela de Michael Ende.
La
cuestión es que, mientras andaba enfrascado en la tarea, me di cuenta de un
paralelismo sorprendente entre los dos héroes masculinos que andaban rondándome
por la cabeza. Y es que, en un momento crucial de sus aventuras, ambos tienen
un encuentro con una criatura abominable y, más concretamente, con un lobo.
Beren,
tras arrancar de la corona de Morgoth
un Silmaril, se enfrenta a Carcharoth, un hombre lobo gigante que
le arranca la mano que sostenía el Silmaril
y, quemándose por dentro, huye enloquecido.
Por
su parte, Atreyu se encuentra con Gmork durante la Gran Búsqueda. Gmork
también es un lobo espeluznante de gran tamaño que estaba siguiendo el rastro
de Atreyu con la misión de
encontrarlo y matarlo para frustrar su propósito. Cuando Atreyu encuentra a Gmork,
este está encadenado y cree que su misión ha fracasado, aunque, tras descubrir
su identidad, y estando ya muerto, cierra sus fauces sobre una pierna de Atreyu, dejándolo así a merced de la Nada, que está asolando el País de la Gentuza y amenaza con
destruir Fantasia.
Creo
que ambas historias están influidas por la mitología germana, en la que el lobo
aparece como una criatura maléfica. De hecho, Carcharoth y Gmork
personifican el mal sin matices. Son dos monstruos sin conciencia, incapaces de
sentir piedad o remordimiento, que actúan impulsados por un instinto ciego, aún
a costa de sí mismos, en el caso de Carcharoth,
que causa estragos a su paso mientras se consume por dentro hasta que Huan lo mata, o cuando saben que van a
morir o, incluso, después de muertos, como en el caso de Gmork.
En
estos casos, el héroe, por tanto, no solo demuestra valor o generosidad, o
actúa guiado por un sentimiento noble, sino que, para convertirse en tal héroe,
ha de descender al infierno y enfrentarse cara a cara con el mal. En ambos
casos, no es un encuentro buscado. Beren
quiere recuperar los Silmarils para
conseguir que Thingol le permita
casarse con su hija. Y, de hecho, Atreyu
no sabe de la existencia de Gmork, ni
que este anda buscándolo para matarlo.
Por
otra parte, pienso que, en otro tipo de historias, y también en la vida real,
la honestidad es una forma de valor, porque actuar honestamente nos enfrenta
con frecuencia a quienes defienden intereses bastardos y obrar con rectitud nos
obliga a tomar partido y a oponernos a la injusticia. Un buen ejemplo de lo que
digo, extraído también de la literatura, es el caso de Atticus Finch, el protagonista de Matar a un ruiseñor.
Al
hilo de lo anterior, también pienso que el verdadero héroe no es, la mayor
parte de las veces, un soldado o un guerrero nato, sino más frecuentemente un
individuo anónimo, puesto a prueba por las circunstancias y obligado a decidir ante
una tesitura o un dilema moral. El héroe no está entrenado para ese momento, y
su éxito no depende de su formación militar, sino de su rectitud y de su
capacidad para hacer lo correcto, aunque esto pueda acarrearle un perjuicio o
sea en detrimento propio.
Y,
a veces, no es necesario descender hasta el abismo, sino que esa criatura sale
al encuentro del héroe. Y, a la hora de la verdad, para cualquiera, siempre es
más fácil elegir otro camino con tal de evitar toparse de frente con ese dilema.
Así pues, transitar por un determinado camino es algo que distingue a los
héroes, aún antes de ser puestos a prueba.
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