Este
fin de semana fuimos la playa de la Barrosa. Tanto el sábado como el domingo
estuvo nublado y soplaba viento de Levante, así que no apetecía mucho meterse
en el agua, pero si pasear por la orilla del mar con los pies descalzos y las
gaviotas sobre nuestras cabezas, planeando contra el viento y posándose en la
arena a nuestro lado.
Caminando
en dirección a Sancti Petri, llegamos hasta el extremo en que la arena deja
paso a unas formaciones rocosas en las que, cuando baja la marea y con un poco
de paciencia, se pueden pescar camarones. Todos los años, vamos hasta allí
algún día, armados con camaroneras de colores y llevando un cubito de plástico
para probar suerte intentando capturar a los inquilinos de este pequeño hábitat
natural que siempre nos sorprende con algún hallazgo interesante.
Recuerdo
la primera vez que, como los camarones andaban un poco escurridizos, estuvimos
cogiendo caracolas y, al cabo de un rato de tenerlas en el cubo lleno de agua
salada, descubrimos que la mayoría albergaba en su interior pequeños cangrejos
ermitaños, que no tardaban en asomar sus patitas cuando la quietud les daba
suficiente confianza.
Otras
veces, además de camarones, hemos capturado pequeños peces de roca, más
escurridizos y difíciles de encontrar, pero todo un logro para el que consigue
hacerse con uno de ellos, después de un rato de observar en perfecta quietud el
agua remansada en las oquedades rocosas. También es fácil descubrir pequeños
cangrejos, más grandes que los ermitaños, pero poco amigos de dejarse atrapar
por un bañista en busca de emociones.
El
domingo, conseguí coger uno con la mano. Hasta ahora, siempre me había
resistido a hacerlo porque pensaba que sus pequeñas pinzas debían pinchar como
alfileres. Pero el otro día, quizá inspirado por la audacia del pequeño Gerald Durrell y sus peripecias en la
isla de Corfú, que mi hija mayor ha elegido como lectura para este curso, me
decidí a probar suerte. La sensación fue tal como la imaginaba, y mi presa, al
sentirse atrapada, me clavo con saña las tenazas en un dedo hasta hacerme
sangrar. No obstante, no consiguió su propósito y mi hija pudo hacerle algunas
fotografías, antes de liberarlo para que volviera a esconderse entre las rocas
cubiertas de algas, no sin amenazarnos antes de desaparecer, levantando las pinzas
con gesto desafiante.
También
vimos un pepino de mar, de los que suelen quedarse atrapados en las charcas
cuando baja la marea, arrastrando su húmedo corpachón sobre la arena para no
quedar expuesto al sol y a la brisa marina. Y recuerdo que un verano, vadeando
las rocas y con el agua casi a la altura de la cintura nos encontramos flotando
en el agua una morena moribunda, con una herida profunda en el costado, que
todavía abría y cerraba la boca a nuestro paso, enseñando su formidable
dentadura.
Ya
de vuelta de nuestro paseo, vimos otro cangrejo en la orilla. Este era de los
grandes, pero más fáciles de atrapar. Cuando las niñas eran pequeñas, cogimos
uno de color verde anaranjado, también en la misma orilla del mar, y nos lo
llevamos al apartamento metido en un cubo. A mis hijas les hizo mucha ilusión
quedárselo como mascota, decidieron que era una chica cangrejo y la llamaron
Güila. Pero, a la mañana siguiente, Güila había desparecido y no volvimos a
verla, así que supusimos que había vuelto a la playa, aunque la travesía no
dejaba de ser peligrosa y, para conseguir su objetivo, tuvo que atravesar el
paseo marítimo, con el riesgo que ello entraña para alguien que camina de lado
y no puede mirar en ambas direcciones antes de quedar expuesto al tráfico
rodado. Desde entonces y salvo un intento fallido de tortilla de camarones,
seguimos practicando la pesca deportiva, pero al final de la jornada, dejamos
libres a los prisioneros antes de marcharnos de la playa con el cubo vacío y
las camaroneras al hombro, antes de que vuelva a subir la marea.
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