Hace
una semana que volvimos de la playa y nos reintegramos a la escuela de calor en
que se convierte Sevilla en cuanto llega el mes de julio y las temperaturas
empiezan a poner a prueba los termómetros urbanos, plantados estoicamente a
pleno sol, y nuestra capacidad para pasar las largas tardes estivales sin salir
de casa, una vez que, en mi caso, termina la jornada laboral.
Y,
como no se nos ocurría otra cosa, el domingo empezamos a pintar la habitación
de mi hija mayor (de color lila), el lunes seguimos con la de mi hija menor (de
azul, como el helado de nube que tanto le gusta) y ayer terminamos dándole una
segunda capa de pintura a nuestro dormitorio (de color ‘estomago’ según mi
mujer, que no está muy contenta con el tono que elegimos en la tienda de
pinturas), víctimas de una especie de síndrome de la madriguera que nos ha
sumido en un ajetreo inusual en esta época del año, como si tratáramos de
adecentar cada rincón de la casa antes de que llegue el otoño y terminen las
vacaciones escolares, empiece a menguar el día y a hacerse de noche cada vez
más temprano.
Y
en cada caso, se repite el mismo ritual: vaciar el cuarto elegido; inundar otra
habitación con libros, cuadros, pósters, juguetes, trabajos manuales, guitarras,
lámparas, colchones, cojines y almohadas; cubrir con sábanas los muebles y
desplazarlos de un lugar a otro de la habitación a medida que las paredes van
tomando color; buscarle acomodo al inquilino en otra estancia para pasar la
noche, mientras se seca la pintura; y, por último, devolverlo todo a su sitio y,
de camino, reubicar el mobiliario, colocando, provisionalmente, la cama debajo
de la ventana para ayudarle a conciliar el sueño hasta que el calor remita
definitivamente.
Por
otra parte, no sé si también por efecto del calor, las persianas han empezado a
romperse, una tras otra; así que este fin de semana me tocará arremangarme para
tratar de que cumplan de nuevo su cometido, que consiste, básicamente, en no
dejar pasar el calor durante las horas de insolación y recogerse durante la
noche para permitir que la casa se refresque, en la medida de lo posible, y que
el aire circule libremente por pasillo y habitaciones para hacer más llevadera
la calurosa noche estival; aunque ello suponga que el ruido de la calle, los corrillos
de vecinos que pasean hasta tarde, los ladridos de los perros, la música de los
coches que pasan con las ventanillas bajadas o el inmisericorde servicio de
limpieza municipal invadan nuestro descanso y nos hagan maldecir el hecho de
vivir en un primer piso.
Por
lo demás, las tardes transcurren plácidamente; aunque, a veces, cuesta ponerse
de acuerdo sobre las actividades en las que invertir el tiempo compartido. Para
remediarlo, y ante a la actitud poco constructiva de algunos miembros de la
familia, hemos instaurado una regla según la cual cuando alguien no se adhiere
a la propuesta de otro, tiene que proponer, a su vez, una actividad
alternativa, que sea viable, que es sometida a votación con las demás que se
hayan formulado. Como resultado, el viernes se organizó un concurso de karaoke
improvisado que demostró varias cosas: la primera, nuestro limitado
conocimiento de la lengua inglesa; segundo, que es mucho más difícil cantar que
hablar en inglés; tercera: que, cuando no sabes cantar, sueles hacerlo en un
tono bajo que impide reconocer las canciones; y cuarto, que se puede ganar aún desafinando
de manera estrepitosa.
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