Resulta
difícil permanecer impasible después de contemplar las fotografías que estos
días nos muestran el drama de familias enteras tratando de huir de un conflicto
armado, de la guerra, el hambre, la pobreza, la desolación y el terror.
Decenas
de miles de personas abandonan sus países, dejando atrás sus ciudades, sus
colegios, sus casas, y una parte sustancial de sus vidas, al encuentro de lo
desconocido, sin más esperanza que la de que esa desolación quede definitivamente
atrás y, en una tierra extraña, se les ofrezca la oportunidad de sobrevivir.
Y
es que, cuando el miedo y la oscuridad vienen a buscarnos a nuestra casa, para
despertarnos en plena noche y obligarnos a salir de ella sin más equipaje que
la desesperación, solo el instinto de supervivencia guía nuestros pasos, aunque
sea por caminos inexplorados, atravesando fronteras y enfrentándonos a lo
desconocido; porque, cuando la realidad que conocemos se vuelve insoportable,
el miedo a lo que pueda aguardarnos en otro lugar remoto se mitiga a la
velocidad que son capaces de correr nuestros pies.
Y
aquí, en Europa, sabemos, o deberíamos saber lo que es eso. No en vano, en
tiempos no muy remotos, las guerras han asolado nuestras ciudades y nos han
obligado a marchar lejos para preservar nuestras vidas y las de nuestros hijos.
Pero los gobiernos se muestran cautelosos y tratan lo que es una crisis de
refugiados y un drama humanitario como si se tratara de una oleada migratoria
que hay que resolver estableciendo cuotas y poniéndose de acuerdo sobre el
reparto de los damnificados por un conflicto que todavía percibimos como ajeno.
La
aldea global no existe. Occidente se conmueve mucho más fácilmente con un
atentado en suelo patrio que con una guerra lejana en la que, cada día, mueran
más personas de las que el terrorismo internacional pueda matar en un año en
todo el primer mundo. Y solo cuando las víctimas de esos conflictos llaman
masivamente a sus puertas, se hace eco de un drama que hasta ese momento sentía
como extraño.
Con
todo, esta es nuestra responsabilidad, y lo que estamos viendo estos días, el
resultado de haber colonizado el mundo y diseñado un equilibrio precario a la
medida de nuestros intereses comerciales, económicos, políticos y estratégicos.
Asumir esa responsabilidad y dar los pasos que sea necesario para restablecer
un equilibrio duradero, basado en la solidaridad, en los valores democráticos y
la defensa de los derechos humanos es un imperativo moral para cualquier
gobierno y, más allá de los gobiernos, para las naciones desarrolladas y los
ciudadanos del primer mundo.
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