jueves, 1 de diciembre de 2016

Si no lo hace el paté, más vale que no encuentre tus muletas

            Ya estamos en diciembre, y, con la proximidad de las fiestas y del fin de año, empiezan las comidas de Navidad; eventos en los que jefes y compañeros de trabajo suelen reunirse, aunque sea solo esa vez en todo el año (debe ser que, a veces, hace falta todo un año para atreverse a repetir la experiencia), ir a un restaurante, tomar una copa o varias (que siempre hay gente sedienta y, además, este año el Gobierno nos amenaza con una inminente subida de impuestos sobre las bebidas azucaradas y, digo yo, que con algo habrá que mezclar el ron o la ginebra) y, ocasionalmente, saltar a la pista, antes de desaparecer de la oficina, y también de la pista de baile, hasta el año próximo, mientras carecer de coordinación o moverse como sí alguien te hubiera robado las muletas no esté prohibido por alguna ordenanza municipal.

             Soy de los que suele acudir a estas celebraciones, aunque, en ocasiones, me haya saltado alguna. Por ejemplo, cuando el comportamiento de algunos de esos compañeros en el trabajo a lo largo del año, no me animaba, precisamente, a compartir mesa y mantel, ni me apetecía pasar con ellos más tiempo del estrictamente necesario para cumplir con la jornada laboral, como no fuera para pegarles con las muletas mientras bailaban despreocupadamente (sí pudiera llegar a encontrarlas, claro).

            De todas maneras, aunque ese no sea el caso, a medida que la gente va cumpliendo años, suele ir perdiendo interés por este tipo de convenciones sociales. Y, en general, con el tiempo, algunos nos volvemos menos sociables, pero, sobre todo, estamos menos dispuestos a condescender con lo que nos parece anodino o intrascendente, carente de estética o de gracia (hablo de la danza) y, en ocasiones, poco edificante (saciar la sed a base de cubalibres entraña sus riesgos), a la par que, también a veces, directamente aburrido, cansino o repetitivo hasta la extenuación.

            He tenido compañeros de trabajo que, año tras año, contaban las mismas anécdotas y se reían de los mismos chistes, como si los escucharan por primera vez. Y así, en cada ocasión, se repetían las mismas bromas y las conversaciones terminaban llevando por los mismos derroteros. Entonces, alguien recordaba en voz alta lo que había sucedido en la comida de Navidad de hacía cuatro, cinco o más años, que también se había rememorado el año anterior y el anterior y se rememoraría, con toda probabilidad, el año siguiente. De manera que uno terminaba teniendo la sensación de vivir en una especie de día de la marmota, en que la comida de Navidad se repetía una y otra vez, siempre con los mismos comensales, sentados alrededor de una mesa engalanada para la ocasión.

            Además, está la gente que, pase lo que pase, aunque no tenga empatía con la mayoría de los asistentes y aun estando enemistado con algunos de ellos, no falla nunca. Los demás pueden acudir o no, en función de sus circunstancias, pero puedes tener la certeza de que ese colega acudirá puntualmente, a la hora convenida, y, además, será el último en marcharse; condicionando con su presencia temas de conversación, haciéndose el simpático y no dándose por aludido, sí, al calor de una copa de vino, alguien le insinúa las razones de su falta de sintonía con el grupo.

            En todo caso, en este tipo de celebraciones, hay un momento crucial, que suele condicionar el resto de la velada, y es el de sentarse a la mesa. Si uno no anda atento, puede fácilmente terminar relegado a una esquina y sentado al lado de los compañeros menos habladores o más propensos a la melancolía o, por el contrario, más pesados a la par que extrovertidos; y, en el peor de los casos, compartiendo los entremeses con el innombrable, mientras alguien recuerda que, tomando ese mismo paté de anchoas, fulano casi se ahoga aquellas Navidades (hace catorce años), cuando mengano contó ese chiste tan gracioso que hay que contarlo todos los años y que, algún día, a alguien, definitivamente, terminará costándole la vida.

            Luego están esos locales poco iluminados, en los que la música está siempre demasiado alta como para hacer algo que no sea moverse compulsivamente, o ver como otros lo hacen, tratando de no derramar la bebida, asintiendo por educación a lo que algún compañero nos grita al oído, aunque no hayamos entendido ni una palabra. Normalmente, frases cortas y asertivas, del tipo, ‘pero mira que está bien hecha esa tía’.

Y, muchas veces, en el mismo restaurante, ya no digo en el bar de copas, terminan coincidiendo varios grupos de trabajo, e, inevitablemente, uno acaba fijándose en los otros grupos, y le parece que son distintos del propio, que se divierten más, o que hay más conexión entre ellos. Pero, probablemente, ellos nos miran a nosotros pensando lo mismo: que parecemos más interesantes o que, entre nosotros, no hay ningún pelma. Pero el pelma está allí mismo, ha perdido las muletas en el restaurante, y no se ha vuelto a atragantar con el paté de anchoas a pesar de que siempre le entra la risa floja cuando alguien cuenta el chiste abocado a terminar, algún día, con alguno de los comensales exhalando su último aliento sobre el mantel del próximo restaurante.

jueves, 24 de noviembre de 2016

Los muertos

            Hace algunas semanas, escribía sobre la fugacidad de la fama y la facilidad con que algunos personajes públicos transitan del encumbramiento al ostracismo. A veces, sin pasar por la casilla de salida y sin cobrar los veinte mil. Y ayer, nos enterábamos de la muerte de la exalcaldesa de Valencia, después de haber sido imputada (o estar siendo investigada) por determinados hechos acaecidos durante su mandato al frente del ayuntamiento de esa ciudad.

            Después del suceso, la opinión pública y los políticos se han dividido entre los que, tal vez movidos por el remordimiento, sienten la necesidad de hacerle algún tipo de reconocimiento, aunque sea en forma de minuto de silencio, y quienes entienden que la ignominia que recaería sobre su persona como consecuencia de sus manejos y los de su partido en la Comunidad Valenciana, impide cualquier reconocimiento y obliga a tomar distancia con el personaje aún después de muerto y enterrado.

            Hay personajes que nunca se recuperan del juicio de la historia. Hace poco me enteré de que las autoridades austriacas habrían decidido derribar la casa de Hitler para evitar que se convierta en un santuario nazi. Por parecidas razones, el cadáver de Osama Bin Laden reposa en algún lugar de la inmensidad del océano, donde no se pueden plantar cruces ni identificar tumbas de ninguna otra manera.

            Pero, en otras ocasiones, los biógrafos nos han enterado, a veces mucho tiempo después de su muerte, de aspectos de la vida y obra de algunos personajes célebres que, de haberse conocido antes, habrían llevado a que su figura fuese cuestionada mucho antes y, en algunos casos, a revisar manuales y libros de historia para hacer una semblanza distinta y, quizás, muchos menos favorecedora. No obstante, sus tumbas, o mausoleos, siguen siendo lugares de peregrinación turística y a nadie se le ha ocurrido desmantelarlos.

            Probablemente, el curso de batallas y guerras, el éxito o el fracaso de revoluciones, han condicionado, o determinado, no solo el devenir de los acontecimientos posteriores, sino también la forma en que se nos han explicado las causas y las consecuencias de esos acontecimientos históricos que, desde la perspectiva de los vencidos o de los que fracasaron, se explicaría, probablemente, de otra manera.

            Por poner solo dos ejemplos, en un libro que me regalaron mis hermanos hace tiempo sobre la batalla de Maratón, se analiza como aquella batalla fue crucial en el desenvolvimiento posterior de la historia europea, y como una victoria persa habría cambiado radicalmente el curso de Occidente, que no se parecería en nada al Occidente que conocemos, no solo desde el punto de vista político, sino también, artístico, intelectual, social y cultural, y, desde nuestro punto de vista, para peor. Pero, sí los persas hubieran ganado, con toda seguridad, nuestra perspectiva sería completamente distinta. Y, hace algún tiempo, se publicó un libro que revisaba el motín del Bounty, reivindicando la figura de su capitán, traicionado por su tripulación y abandonado a su suerte en un bote sin apenas provisiones, tan denostada por las diversas versiones cinematográficas de este hecho que han llegado hasta nosotros.

            Afortunadamente, a pesar de la manipulación de los medios, hoy en día disponemos de información suficiente como para sacar nuestras propias conclusiones y juzgar con criterio los acontecimientos recientes y a quienes los protagonizaron.

            Pero, volviendo sobre mi reflexión inicial, es ciertamente sorprendente lo fácil que resulta marcar distancias respecto del adversario político o el propio correligionario y, en este último caso, acto seguido, reivindicar su figura o, incluso, su legado. Tristemente, al final, en un caso o en otro, me temo que, muchas veces, de lo que se trata es de ganar sufragios; bien, en el segundo supuesto, denostando la figura del camarada para evitar que la sombra de la corrupción alcance a sus compañeros de partido o, en el primero, rasgándose las vestiduras ante cualquier presunto reconocimiento de una figura que se dice que encarna las peores lacras del sistema.

            Los más correctos políticamente, hablarán de luces y sombras del personaje, pero la realidad es que, al margen del juicio de la historia, que ya hemos visto que puede decantarse, en un sentido o en otro, según quien nos la cuente, lo que se percibe ahora mismo, por encima de cualquier otra cosa, es un hipócrita sentido del deber que más bien es un sentido de la oportunidad, que sobredimensiona los gestos y obliga a hacer aspavientos, para no parecer un corrupto, o para convertirse en adalid de la lucha contra la corrupción y en azote de los corruptos, aunque se encuentren de cuerpo presente.

            El cuerpo de Mussolini fue ultrajado y el coronel Gadafi fue capturado vivo y despedazado por sus perseguidores. La turba, enfurecida, no siente conmiseración ante el enemigo muerto y se ensaña con el cadáver, pero los muertos están muertos y (como decía Rosa Montero en su columna de El País a propósito de la captura de Gadafi) antes de morir, en su fragilidad ante sus verdugos, son terriblemente humanos, singularmente parecidos a nosotros mismos, precisamente porque, además de no poder hacernos daño, están a nuestra merced. Apiadarse de ellos, sentir compasión, no es lo mismo que hacerles un homenaje ni cuestiona nuestra integridad o nuestro firme rechazo a lo que representan o han podido representar en el pasado. Su aniquilación no nos hace mejores ni más rectos en nuestro proceder y, probablemente, compromete nuestras intenciones y cuestiona nuestros gestos.

jueves, 17 de noviembre de 2016

La triple corona

            Este lunes he empezado la preparación para mi tercer maratón. Por ser el primer día, me lo tomé con calma. Después de una semana de inactividad por motivos laborales, salí a trotar cuarenta minutos, sin forzar la máquina y pensando que el descanso me permitiría correr sin esfuerzo. Me equivocaba. Al cuerpo, a veces, no le sientan bien esos descansos y reacciona despacio y de mala gana al primer toque de corneta. Así que las sensaciones no fueron las que cabía esperar y me alegré de poder irme a la ducha sin tener que exigirme demasiado.

            Ayer la cosa se puso más seria, y tuve que afrontar mis primeras series, a las que todo el mundo teme, porque te sacan de la zona de confort y te obligan a activarte para cumplir con los tiempos de paso. Pero, en contra de lo que esperaba, esta vez las sensaciones fueron buenas desde el calentamiento. Encontré enseguida una cadencia cómoda y, luego, cuando tuve que afrontar las series de ochocientos metros, pude progresar sin notar síntomas de fatiga, yendo de menos a más a medida que avanzaba la sesión de entrenamiento. Ya veremos que tal el viernes y, sobre todo, el domingo, cuando tenga que hacer mi primera tirada larga.

            Si consigo terminar el próximo maratón, habré logrado mi particular triple corona y, si la planificación ha sido la adecuada y ese día me encuentro bien, tal vez rebajar el tiempo de las dos ediciones anteriores.

            Y vosotros diréis: ya está aquí este otra vez con sus entrenamientos y sus carreritas, como si no hubiera nada más en la vida, y tuviera que correr un maratón todos los años. Y la verdad es que no tendría por qué hacerlo, podría prescindir de ello y centrarme en otras actividades, como tocar el bajo o escribir una novela. Pero, cuando llega esta época, empieza a hacer frío y los árboles de mi calle comienzan a mudar lentamente del verde al amarillo, siempre me entran las ganas de prepararme, como si tuviera una cita importante antes de que termine el invierno a la que no pudiera dejar de acudir cada año; aunque, en realidad, esa cita sea conmigo mismo y no dure más de cuatro horas, después de las cuales ni siquiera sé si llegaré a conocerme mejor de lo que me conozco ahora.

            Pero, también es verdad que la mejor manera de conocerse es poniéndose a prueba. En el lugar en que nos sentimos a salvo, no perdemos la templanza ni nos amenaza el miedo. Tampoco tenemos que elegir sacrificando algo a cambio. Todo está en su sitio y al alcance de la mano. Pero esa comodidad también nos resta posibilidades, las que nos ofrece renunciar a ella, de vez en cuanto, aunque la incertidumbre sea el precio a pagar por atreverse a dar el primer paso fuera de los límites de nuestra habitación, más allá del umbral de nuestra casa, aunque nada nos obligue a hacerlo.

            El aire frío del invierno es incómodo, pero sentirlo en la cara cuando apenas ha empezado a clarear y la ciudad se despereza a medida que van cayendo los primeros kilómetros de una tirada larga un domingo cualquiera por la mañana temprano, te ayuda a sentirte vivo y despierto, expectante y audaz al mismo tiempo; y correr a última hora de la tarde por un parque semidesierto, a riesgo de ser arrollado por un ciclista o de que un perro te dé un buen susto en algún recodo del camino, obliga a estar alerta y a escudriñar las sombras para no pisar una piedra o tropezar con una rama caída. Pero, a cambio, descubrir tu propia sombra avanzando a tu lado a la luz de la luna, proyectándose sobre una senda angosta, flanqueada por la presencia silenciosa de los árboles, escuchando tan solo tu respiración acompasada al ritmo monótono de las pisadas sobre la grava, te hace consciente de tu propia y vulnerable existencia y, al mismo tiempo, te reconcilia con la naturaleza porque te permite volver a sentirte parte de ella.

jueves, 3 de noviembre de 2016

El bricolaje me hace rejuvenecer

         Hace dos fines de semana, estuve vistiendo el armario empotrado de la habitación de mi hija pequeña; aprovechando una de las cajoneras, los tableros y algunos listones del antiguo armario de nuestro dormitorio. Y, al principio, pensé que la tarea sería asequible, aunque siempre me tomo con cierta cautela los trabajos de bricolaje que, de vez en cuando, emprendo en casa cuando hay que acometer alguna obra de escasa envergadura; porque, a veces, tareas tan nimias como cambiar una persiana o arreglar la cisterna del wáter, se vuelven empresas arriesgadas y ponen a prueba la templanza del más pintado.

         Y, tal como me temía, la obra se fue complicando y desafiando mis dotes de carpintero, haciéndome perder la paciencia a medida que los clavos se iban torciendo en cuanto topaban con los ladrillos de la pared y mis mediciones se daban de bruces con la caprichosa y poco uniforme superficie del fondo del armario.

         Reconozco que, cuando me veo en estas lides, no soy un ejemplo de equilibrio, y, sí la cosa se complica más de lo esperado, frecuentemente, me sorprendo a mí mismo lanzando imprecaciones y maldiciendo en arameo. Y, para recuperar la calma, necesito dejar pasar un buen rato y, además, paralizar la obra en el estado en que se encuentre, hasta sosegarme y ser capaz de retomar los trabajos en el punto en que los había dejado.

         Recuerdo que, cuando era más joven, me obcecaba con frecuencia y que las cuestiones más insignificantes podían hacerme enfurecer sin que para ello fuera preciso que hubiese nada verdaderamente relevante en juego. Con los años, creo que mi carácter se ha ido templando y ya no es tan fácil que me soliviante, aunque, de vez en cuando, haya tenido que enfrentarme a situaciones bastante más peliagudas de las que me atosigaban durante mi juventud; pero, el bricolaje…

         Así que hace dos fines de semana, durante algunas horas, me sentí rejuvenecer y más comprensivo con las muestras del temperamento explosivo de mis dos jóvenes adolescentes, cuando llegan del instituto bramando contra el calendario de exámenes, sus profesores de secundaria, el sistema educativo, el Ministro de Educación y las instituciones de la Unión Europea, en general.

         Hace tiempo, vi en la televisión un documental sobre las costumbres de las manadas de elefantes africanos, en el que un equipo de etólogos había hecho un seguimiento de un grupo de paquidermos y analizaba como, desparecido el líder del grupo, un macho adulto pasaba a ocupar su puesto, de manera natural, pero no por su fortaleza o por su potencial reproductor como macho dominante, sino por haber alcanzado un grado de madurez suficiente para liderar el grupo, haciéndose acreedor del respeto de los otros adultos y siendo capaz de dominar los arrebatos de los más jóvenes, no desde la fuerza sino desde la templanza, una vez superado, por su parte, el frenesí de la juventud y dominados los instintos más primitivos.

         Supongo que, de alguna manera, la madurez es el resultado de un proceso a lo largo del cual aprendemos a convivir con la frustración sin dejarnos arrastrar por arrebatos de ira, a tomar distancia y relativizar los problemas, y a racionalizar la toma de decisiones sin permitir que el instinto nos conduzca por sendas azarosas en las que el valor se confunde frecuentemente con la temeridad y esos arrebatos de ira con la resolución a la hora de actuar.


         Espero que, algún día, también llegue a ser capaz de dedicarme al bricolaje sin sucumbir a ese juvenil instinto destructor que todavía hoy dormita en algún rincón de mi persona, esperando la oportunidad de manifestarse con toda su virulencia en cuanto hay que arreglar una persiana.

jueves, 13 de octubre de 2016

Bajo un techo protector

            La necesidad de disponer de más espacio en casa para guardar ropa, zapatos, juguetes, maletas, alfombras y otros enseres domésticos, nos ha decidido a encargar el diseño e instalación de un armario empotrado más grande para nuestro cuarto, y este fin de semana está previsto que, después de desmantelar el viejo, vengan a instalarlo definitivamente.


            Todo este ajetreo nos ha obligado a desalojar altillos, estantes, cajoneras y percheros, y depositar todo su contenido entre el salón y el comedor de nuestra casa, que, de esta suerte, se ha convertido en una especie de rastrillo, en el que se acumulan pantalones, camisas, vestidos y cajones llenos de camisetas, jerséis y calcetines, junto con lámparas, radiadores de aceite, mochilas, bolsos de viaje, ventiladores y cajas de cartón con adornos navideños, cortineros, alfombras, toallas y juegos de cama, entre otras pertenencias.

            De manera que cualquiera que visite nuestro domicilio en estos días, podría tener la sensación de que súbitamente hemos sido víctimas del síndrome de Diógenes o, de no ser así, que hemos decidido completar nuestros ingresos, dedicándonos al comercio ambulante o a la compraventa de artículos de segunda mano, y que guardamos en casa la mercancía restante que ofrecemos al público en el mercadillo que se instala cerca de casa todos los domingos.

            Y, en medio de este desorden, más propio del almacén de un buhonero que del hogar de una familia de clase media, todavía tenemos que hacer sitio para un colchón de matrimonio que, durante el día, permanece apoyado en la pared, y, por la noche, extendemos en el suelo, entre el televisor y el sofá, para ver alguna serie de televisión, sin dejar de admirar, al mismo tiempo, esta especie de campamento gitano en el que se ha convertido nuestra casa.

            Así que, cuando llego de la oficina o del juzgado, me desvisto en el comedor y dejo camisa y corbata colgados de la manilla de la puerta, los zapatos al lado de una butaca y el pantalón sobre el respaldo de una silla que esté desocupado, y me dedico durante un rato a buscar entre los montones de ropa de estar por casa, una bermuda y una camiseta; en algún otro sitio dejo el cinturón y el reloj en un rincón en el que no me cueste mucho trabajo localizarlo al día siguiente. Luego, antes de ir a dormir (bueno, en realidad, no vamos a ninguna parte, ya que dormimos en el salón), deambulo entre los cajones llenos de ropa y las perchas colgadas de las puertas y los tiradores de los muebles, buscando una chaqueta y otra corbata, o inspecciono los cajones en busca de unos calcetines; hago equilibrios, entre las cajas para bajar las persianas y subo el volumen del radio-despertador, que ahora queda un poco retirado de mi almohada y siempre temo no escuchar por la mañana.
         
           Y la verdad es que supongo que uno podría acostumbrarse a vivir de esta manera, con todas sus pertenencias al alcance de la mano, sin obsesionarse con el orden y la pulcritud, y, también, encendiendo una hoguera para calentarse por la noche y rebuscando entre sus cosas sólo cuando fuera estrictamente necesario, durmiendo en un carromato y levantando el campamento por la mañana para ponerse en marcha rumbo a otro lugar, en el que ganarse buenamente la vida.

            Aunque, también estoy convencido de que yo ya no soy capaz de hacerlo. Necesito saber que mi casa está en orden, que por la noche no me despertara una gotera, que no necesitaré encender una hoguera para calentarme el próximo invierno y que mi familia está a salvo de las alimañas y de los ladrones (al menos, de algunos de ellos). Pero, estos días, bajo un techo protector, me siento un poco como un zíngaro y disfruto extrañamente de este desorden cotidiano y de la posibilidad de despreocuparme durante unos días de la disciplina que requiere un hogar ordenado en el que sentirse a salvo del caos, de la intemperie y del desorden del mundo que está ahí afuera.

jueves, 6 de octubre de 2016

Golpes en la cabeza

            Hoy he leído en la prensa el caso de un hombre (Derek Amato) que, tras sufrir una fuerte contusión en la cabeza, se convirtió en un virtuoso de la música, a pesar de que no sabía leer una partitura y jamás había tocado un instrumento musical. Ahora toca ocho instrumentos diferentes y, en 2007, la Asociación de Artistas Independientes de Estados Unidos le concedió el premio al ‘Artista Revelación del Año’.

            Este fenómeno se denomina ‘Síndrome de Savant’ o ‘Síndrome del Sabio’, y consiste en la adquisición de una serie de habilidades relacionadas con el arte, el cálculo matemático, los idiomas y, en algunos casos, la agudización de los sentidos, que se desencadena a partir de una lesión cerebral previa.

            También, hace tiempo, leí en la prensa una entrevista a Gerard Piqué, el defensa central del Barcelona, en la que este contaba que su familia siempre había dicho que, después de caerse por un balcón, siendo un niño, se volvió más listo.

Y todos hemos visto alguna película, normalmente en tono de comedia, en la que el protagonista, tras recibir un fuerte golpe en la cabeza, cambia radicalmente sus pautas de conducta. Por ejemplo, deja de ser un marido aburrido y se convierte en un tipo divertido e ingenioso, capaz de enamorar de nuevo a su esposa y recuperar su vida, después de una trayectoria anodina, en la que casi sucumbe a su propio estado de ánimo.

            A propósito de esto, me resulta curioso que un traumatismo, a veces grave, pueda tener una incidencia relevante en el desarrollo intelectual o en la creatividad de un individuo, aunque en la mayor parte de los casos no sea así o, también en estos casos, pueda tener otras contrapartidas, como frecuentes dolores de cabeza, o pérdidas de audición o de memoria.

            Por otra parte, la antropología ha explicado que nuestro desarrollo evolutivo, hasta convertirnos en la especie dominante, tiene su origen en un entorno hostil, que obliga a nuestros antepasados homínidos a desarrollar nuevas pautas de comportamiento y explorar otras posibilidades para tratar de sobrevivir; de forma que la necesidad de superar esas dificultades extraordinarias, que amenazaban la supervivencia de la propia especie, hizo posible un salto cualitativo que nos ha llevado mucho más lejos de lo que cabía esperar de unas criaturas amilanadas por formidables depredadores y sometidas a unas condiciones climatológicas y medioambientales sin compasión.

            Naturalmente, la historia de la evolución está llena de supuestos en los que muchas otras especies no sobrevivieron, sino que terminaron sucumbiendo ante fenómenos naturales que desbordaban ampliamente su capacidad de adaptación al medio; pero, aun así, no deja de ser fascinante que, aunque sea en una secuencia temporal cósmica o en supuestos excepcionales, especies o individuos aislados, consigan no solo superar las dificultades o traumas que amenazan su existencia, sino conquistar un planeta o elevarse por encima de sus congéneres y llevar a cabo acciones u obras, como mínimo, dignas de consideración.


            Por mi parte, pienso que, sin necesidad de abrirse la cabeza, batallar día a día para no claudicar ante el desánimo o el aburrimiento, explorar alternativas donde otros solo ven agujeros negros o empresas sin futuro ni posibilidades de éxito, incluso asumir algún riesgo aunque todo nos invite a guardarnos de la intemperie y esperar que amaine la tormenta, nos ofrece la oportunidad de sobrevivir a los reveses de la fortuna y, además de tener éxito en esta empresa esencial que es la vida, triunfar sobre nuestras limitaciones y, tal vez, conquistar un espacio único que nos estaría vedado, de no haber tenido que asomarnos, a veces a pesar nuestro, al abismo de la propia existencia.

viernes, 23 de septiembre de 2016

Con la venia, o sin ella

Esta semana me ha llegado la habilitación de la Abogacía del Estado para volver a ejercer como letrado. Así que pronto volveré a vestir con la toga y a subirme al estrado para oponerme a las pretensiones de los ciudadanos contra la Administración y a solicitar de los jueces de lo social una sentencia absolutoria o que condene a particulares o empresas a resarcir a esa administración a la que voy a representar en juicio de los perjuicios ocasionados al erario público.

Siempre me ha atraído el ejercicio de la abogacía y, de los trabajos que he desempeñado para la Administración, el de letrado ha sido, probablemente, el que más satisfacciones me ha reportado. Así que estoy contento de asumir nuevamente el papel de litigador, además en defensa de lo público y, por extensión, de los intereses generales, aunque sea en un ámbito tan específico como el de las prestaciones por desempleo.

Recuerdo que, siendo todavía un niño, vi una película en nuestra vieja televisión que despertó en mí el gusanillo de participar en la Administración de Justicia, hasta el punto de embarcarme años más tarde en la ardua aventura de preparar oposiciones a judicatura, aunque también me examiné una vez para el acceso a la carrera fiscal; como ya sabéis, sin éxito, pero con gran empeño y también una buena dosis de ilusión.

Esa película era Testigo de cargo, en la que un brillante Charles Laughton ponía en evidencia al Ministerio Público, despertaba la simpatía del juez con su sarcasmo y hacía las delicias del jurado con sus objeciones a las preguntas del fiscal durante un interrogatorio que, en algunos cursos que he dado también en mi organismo, sigo poniendo como ejemplo de la manera correcta de practicar la prueba de testigos.

Naturalmente, el ejercicio profesional también tuvo sus contrapartidas, como la actitud despótica de algunos juzgadores, con los que, ocasionalmente tuve roces y algún encontronazo; y también me permitió conocer de primera mano la conducta poco conforme al código deontológico de la abogacía de algunos de mis colegas, así como la capacidad de otros magistrados para plasmar en sentencias formalmente ajustadas a derecho, prejuicios y subjetividades, o encontrar la manera de ejercer sus funciones sin dejar que sus togas tocaran el suelo y permaneciendo en un limbo jurídico que les mantenía a salvo de contaminarse tomando contacto con la realidad sobre la que tenían que emitir su veredicto.

Así que aquí estoy otra vez, dispuesto a tomar la palabra, con la venía de su señoría, o sin ella, porque, a pesar de lo que acabo de decir, cuando se abre el juicio oral, y con independencia de lo que suceda después y del sentido del fallo contenido en la sentencia, estando en el uso de la palabra, nadie puede impedir que tu voz se escuche en la sala y que expongas tus argumentos y las razones de la causa que te ha tocado defender de manera convincente para solicitar un pronunciamiento que, a la vista de esa realidad y en ese caso concreto, haga Justicia.

jueves, 15 de septiembre de 2016

Algunos hombres malos

         Este verano he leído dos novelas de Andrea Camilleri en la que, entre el desenvolvimiento de una trama absurda y la proliferación de situaciones delirantes, se asoman algunos servidores públicos cabales, justos en su proceder, sensatos y consecuentes con sus obligaciones que, no obstante, de forma invariable terminan postergados en el escalafón del que forman parte, y, en el peor de los casos, abatidos por un disparo, del que fueron blanco mientras cumplían con su deber y como consecuencia indirecta de la falta de rectitud moral de otros o de su incompetencia, que, paradójicamente, no les ha impedido ascender en ese mismo escalafón, al tiempo que les ha mantenido a cubierto de las balas.
         Cuando uno se topa en los libros con personajes nobles como estos de los que hablo, dispuestos a cumplir con su deber moral sin demandar contrapartidas, no puede por menos que simpatizar con su causa y también empatizar con aquellos en los que se ceba la desdicha o el trato injustificado de que el destino parece querer hacerles objeto, mientras criminales, incompetentes, cínicos, arribistas o demagogos consiguen prosperar pese a su currículum y a su miserable forma de actuar.
         Y es que, a veces, para lo bueno y para lo malo, la trayectoria vital de las personas no se justifica por sus logros, ni por su recto proceder o su solvencia profesional. No obstante, las circunstancias que nos rodean nos ponen a prueba a todos cada día y miden nuestra capacidad de respuesta ante lo que es justo o no lo es, empujándonos a actuar o impidiéndonos hacerlo.
         Otras veces, en la vida y salvando las distancias, uno se encuentra con acontecimientos similares y, ocasionalmente, puede ser víctima de ellos; porque el proceder desviado de algunos nunca se salda de forma gratuita y, aunque no lo parezca, siempre tiene un precio, una contrapartida, que pagaran otros o que sufrirán muchos, aunque ni siquiera sean conscientes de ello.
         Y, alrededor de esa trama, con sus héroes y sus villanos, muchas veces, el público en general e incluso los testigos presuntamente imparciales, observan en silencio, pero no atónitos, perplejos o sobrecogidos; sino con una mezcla de indolencia y pasiva complicidad, sin atreverse a actuar, desde luego, pero sin abrir tampoco la boca ni siquiera para describir con objetividad lo acaecido, aunque alguien les pregunte por haberlo presenciado o conocerlo de primera mano.
         Estos días, las noticias dan cuenta del caso de unos menores tutelados por la Generalitat de Cataluña que habrían sido captados por una red de pedofilia. Y, ante la enorme gravedad del suceso y la cuestionable actuación de la Administración Pública que tenía encomendada la custodia de dichos menores, esa misma administración esgrime en su defensa argumentos tan peregrinos como que se trataba de ‘adolescentes vulnerables’, procedentes de familias desestructuradas, o que nos encontraríamos ante una red criminal muy especializada y con más de catorce años de trayectoria, o que ‘los niños del sistema de protección no viven todo el día encerrados’ y ‘hacen las mismas actividades que cualquier otro niño’ o, por último, que dos de los menores ya habían tenido relaciones con los pederastas antes de entrar en el sistema público de protección a la infancia y la adolescencia; como si tales circunstancias, que son las que obligan a intervenir a la administración, precisamente cuando no existe una estructura familiar que pueda proteger a esos niños o a esos adolescentes que, en el peor de los casos, puede ya haber sido víctimas de redes de explotación infantil, pudieran justificar tamaño escándalo y permitir que los gestores del sistema eludan su clamorosa responsabilidad ante un fallo tan estrepitoso del sistema de cuyo correcto funcionamiento eran garantes; o como si el hecho de que dicha organización criminal viniera actuando impunemente desde hace catorce años aliviara la grave responsabilidad de la administración, primeramente en cuanto a su detección y luego en su neutralización posterior.

         Cada vez que, en el trabajo, en la escuela o en nuestro vecindario actuamos de una determinada manera o dejamos de hacerlo, y siempre que, con esa manera de conducirnos, dejamos el destino de la colectividad de la que formamos parte en manos de individuos carentes de ética o, sencillamente, ineptos, no solo nos arriesgamos a vernos desbordados por los acontecimientos posteriores, de los que nuestra actitud poco reflexiva y dada a la pasividad puede ser causa próxima o remota, sino que corremos el riesgo de convertirnos en parte de esa conjura en la que otros pueden actuar impulsados por móviles abyectos y, con más frecuencia de la que imaginamos, merodean individuos sin escrúpulos.

jueves, 11 de agosto de 2016

Espíritu Olímpico

            Desde que comenzaron las Olimpiadas de Río, resulta prácticamente imposible poner la televisión o abrir un periódico, sin que las noticias sobre los logros deportivos de las delegaciones de los distintos países participantes nos inunden con records del mundo, marcas estratosféricas o el esperado debut del equipo de alguna superpotencia llamado a hacer historia apabullando a sus modestos rivales.
            
           Televisión Española está haciendo además un seguimiento exhaustivo de la participación de nuestros deportistas, aún en disciplinas en las que no descollamos precisamente por nuestro potencial. Con lo cual, en un día malo, es posible encontrarse con una sucesión de debacles en otras tantas pruebas de clasificación, que nos dejan al borde de la depresión y a la espera de que algún tirador anónimo nos saque del foso más profundo del medallero.
           
          Aun así, esa saturación olímpica es preferible mil veces a las anodinas noticias estivales a que nos tienen acostumbrados las televisiones sobre pretemporadas y torneos de verano de los equipos de fútbol nacionales y los insoportables culebrones a propósito de los fichajes multimillonarios de jugadores que, cuando ya se han asentado en nuestro país, no tardan en volver a la primera plana, aunque esta vez por fraudes fiscales y otros comportamientos poco deportivos en relación con sus obligaciones tributarias o las de los clubes que los ficharon pagando unos precios inmorales por su traspaso.

            A propósito de los deportistas acomodados, llama la atención la prematura eliminación de algunos de ellos, en cuanto les toca salir a la pista a competir con otros, debutantes o no, pero seguramente mucho más imbuidos del espíritu olímpico que, se supone, debería presidir cualquier competición deportiva; o, al menos, con suficiente pundonor como para dejarse la piel en el intento de superar a sus rivales y representar dignamente a los países bajo cuya bandera desfilaron el día de la ceremonia inaugural de los Juegos.

            Aunque hay que reconocer que, hasta para eso, somos especiales. Así, en cualquier retransmisión, a poco que las cámaras se detengan en la grada, es posible identificar a los seguidores de cualquier país exhibiendo banderas y que, con frecuencia, aparecen ataviados o, en el peor de los casos, pintarrajeados con los colores nacionales. Sin embargo, cuando está en competición un deportista español, resulta habitual ver enseñas autonómicas que alguien agita compulsivamente, o incluso camisetas de uno de esos equipos de fútbol cuyas gestas veraniegas tratan de colarse, también estos días, en el tiempo dedicado al deporte de los noticiarios televisivos.

            A pesar de todo, me gustan los Juegos Olímpicos, y disfruto con la competición casi en cualquier disciplina. Me gusta ver a los nadadores rompiendo la superficie del agua de la piscina en cada brazada o impulsándose con la energía de leones marinos, mientras el pabellón estalla en gritos de ánimo, vítores y aclamaciones. Me fascina la belleza escultural de la gimnasia deportiva, el equilibrio y la armonía del cuerpo humano de los gimnastas en movimiento, asumiendo el riesgo que entraña desafiar osadamente a la gravedad y las leyes de la física en busca de esa perfección estética. La tensión competitiva de los deportes de equipo me impide, estos días, dormir la siesta y me hace incorporarme en la butaca cuando el esfuerzo colectivo culmina con éxito, quebrando la confianza del rival y haciendo aflorar las emociones. Y me admira la capacidad de sacrificio de los atletas para afrontar el dolor en busca de los límites de su resistencia física y mental.

            Me imagino que, naturalmente, es fácil hacer una lectura distinta de todo ese espectáculo mediático, y pensar que, algunas veces, detrás de esos logros se esconden prácticas abusivas, el recurso a sustancias dopantes, hombres y mujeres sometidos a una disciplina que los privó de su infancia o de su juventud, y que la competición siempre es desigual, porque no todos parten de la misma línea de salida ni tienen, realmente, las mismas oportunidades de conquistar la gloria. Pero aun así, pienso que el espectáculo merece la pena y la competición, también a veces, da una oportunidad a los valientes, a los que creyeron y lucharon por ganar. Y, cuando eso sucede, cuando alguien compitiendo limpiamente, conquista esa corona y se asoma a ese escenario para mostrarnos su entrega, su capacidad de sacrificio y su determinación para lograr esa meta, es imposible no emocionarse y reconocer el valor de su gesta.

jueves, 16 de junio de 2016

Brexit

La semana que viene se celebra en el Reino Unido el referéndum sobre la salida de este país de la Unión Europea, con un pronóstico favorable a esta última, a pesar de las advertencias, de expertos y políticos de uno y otro signo, sobre las consecuencias que una decisión de ese calibre tendría sobre la economía británica. Y, unos días más tarde, tendrán lugar en España las segundas elecciones generales en el plazo de seis meses, después de fracasar estrepitosamente el intento de formar gobierno durante la breve legislatura anterior.
          A propósito de esto, ayer escuchaba en la radio la opinión de un politólogo sobre la repercusión que un resultado favorable a la salida de la Unión Europea en el referéndum inglés pudiera tener sobre las elecciones en España, aventurando que algún tipo de repercusión podría darse, bien favoreciendo al partido del gobierno en funciones (entiendo que ante el vértigo de una deriva semejante en nuestro país, dado el creciente auge del euroexcepticismo en la sociedad española) o insuflando un nuevo empuje a aquellos partidos que, en los últimos meses, han venido cuestionando las políticas de austeridad auspiciadas desde Bruselas (supongo que al grito de ‘sí ellos pueden, nosotros también’).
La verdad es que, al igual que ese experto, me siento incapaz de aventurar cual podría ser la influencia sobre el voto nacional de una decisión que, al fin y al cabo, concierne a los ciudadanos de un país cuya circunstancia histórica y política me parece que tiene poco o muy poco que ver con la nuestra. Y pienso que probablemente no tenga ninguna repercusión apreciable, porque aquellos que han decidido no apoyar al partido gubernamental no van a acudir a votar, ni mucho menos cambiar el sentido de su voto, porque un país de la Unión decida salirse de ella; y, si acaso, lo harían una vez constatados los resultados de tan presuntamente funesta decisión y ante una amenaza inminente de convocatoria, en España, de un referéndum equivalente por parte de los partidos opositores, una vez alcanzado el poder. Y otro tanto puede decirse de los potenciales votantes de estos partidos, pero que todavía no tienen decidido su voto, a la mayoría de los cuales (aunque de todo hay) no creo que les regocije especialmente ver como los principios inspiradores del europeísmo se tambalean ante el empuje de xenófobos y populistas.
          Pero, todo esto me hace reflexionar sobre lo voluble, propensa al desencanto y poco reflexiva que es una buena parte la opinión pública a la hora de tomar partido o decantarse por una u otra opción política.
          Así, recuerdo que en el 92 había una especie de fervor europeísta, la gente quería ser europea y la Unión Europea era lo más; de forma que todo eran parabienes y alabanzas, aunque, realmente, la mayor parte de la ciudadanía tenía (y todavía hoy tiene) una idea bastante difusa del funcionamiento de la Unión Europea, de su entramado institucional y de los mecanismos de toma de decisiones a nivel europeo. Aún así, molaba ser europeo.
          Transcurridos treinta años de nuestra integración, la Unión Europea es, ahora mismo, lo peor, una especie de cortijo en el que los gerifaltes de las potencias dominantes imponen el contenido de la agenda política y económica, ninguneando a los países periféricos e imponiéndoles rescates bajo unas condiciones draconianas, pisoteando la soberanía nacional y el orgullo patrio; obligando, al mismo tiempo, a reasentar en su territorio a una cuota de refugiados inaceptable. Así las cosas, nadie quiere ser europeo y prefiere ser solo griego, inglés o español (o catalán).
          Ya pocos se acuerdan de que gracias, entre otras cosas, a la construcción europea, hace setenta años que no sufrimos una guerra en suelo europeo, después de haber pasado por dos conflagraciones bélicas que arrasaron el continente en menos de treinta años. Ni tampoco recuerda principios como el de libre circulación de personas o el de igualdad de trato y no discriminación entre ciudadanos europeos, las ventajas de una Política de Seguridad Común (ahora que se habla tanto de la amenaza yihadista) o los beneficios derivados de la creación del Fondo Social Europeo o del Fondo Europeo de Desarrollo Regional y de las enormes sumas de dinero que determinados países, entre ellos el nuestro y al margen del uso que se haya hecho de ellas, han recibido, con cargo a estos y otros fondos comunitarios, para impulsar el desarrollo de regiones desfavorecidas o fomentar, en general, la integración y cohesión social. Convendría recordar, por otro lado, que sí las negociaciones entre la Unión Europea y Estados Unidos en relación al Tratado Transatlántico de Libre Comercio e Inversión (TTPI) han encallado hace meses se debe, probablemente entre otros motivos, a que Estados Unidos no acepta algunos de los estándares de calidad alimentaria que la Unión Europea exige para la entrada de sus productos en el territorio de la Unión.

          Pero, el descontento es lo que tiene. Cuando nuestras expectativas se ven frustradas, cuando el panorama se vuelve sombrío y las funestas consecuencias de las decisiones tomadas en el pasado, a veces de las propias, se vuelven en nuestra contra, el tiempo para la reflexión se agota rápidamente y se exigen soluciones inmediatas, golpes de timón y puñetazos encima de la mesa. Y no importa que durante legislaturas se hayan propiciado, por activa o por pasiva, determinadas políticas gubernamentales; que se haya asistido de forma impasible a la corrupción de las instituciones o favorecido mayorías absolutas de partidos que funcionaban, de facto, como una asociación de malhechores y, últimamente, prórrogas de gobiernos en funciones que se niegan incluso a someterse al control parlamentario. El hastío y la desconfianza no se detienen a sopesar las consecuencias de esas otras decisiones que se toman en caliente, cuando la embarcación empieza a zozobrar, y lo que nos dicta el instinto es saltar por la borda.

jueves, 9 de junio de 2016

Desdoro

Esta semana, mi hija menor anda a vueltas con un trabajo en grupo en el que, como suele ser habitual, la mitad de sus integrantes no solo no han hecho la parte de la tarea que tenían encomendada, sino que se niegan a realizarla, pese a los reiterados requerimientos, de quien sí ha cumplido con su cometido, para que la ultimen antes de que venza el plazo de entrega. De la misma manera, compañeros de clase de mi hija mayor se excusan ante los profesores por no haber hecho los deberes esgrimiendo argumentos tan peregrinos como que les daba pereza. Y ayer, sin ir más lejos, mi mujer me mostraba el nulo contenido de alguno de los trabajos de fin de grado que tiene que evaluar como miembro de un tribunal académico en la Universidad; pero que, sorprendentemente, ha merecido una alta calificación por parte del profesor que, se supone, habría de dirigir su elaboración, y que, a juzgar por las apariencias, ni siquiera se ha leído o, lo que es peor, muestra un olímpico desprecio hacia la responsabilidad que le corresponde como profesor universitario y una mayor despreocupación por el desdoro que el hecho de avalar tales trabajos supone para el prestigio de la universidad en la que trabaja.

          Yo, por mi parte, cuando daba clases en esa misma Universidad, me enfrentaba cada curso a las pretensiones de alumnos que, no habiendo acreditado un mínimo conocimiento de la materia y obteniendo en el examen final de la asignatura pésimas calificaciones, reclamaban ante el departamento de Derecho Privado, para que se revisara su nota, no dudando en apurar todos los resortes que el reglamento de régimen académico ponía a su alcance. Y, más de una vez, tuve que atender requerimientos en los que se me pedía que justificara pormenorizadamente dichas calificaciones, incluso en supuestos en los que la reclamación se había formalizado fuera de plazo o el alumno en cuestión ni siquiera se había molestado en acudir a la revisión de su examen ante el profesor de la asignatura, en estos casos, yo mismo.

          Así las cosas, no resulta sorprendente que, una vez superado el periodo de enseñanza obligatorio, o no obligatorio, prolifere en nuestro país una caterva de pseudoprofesionales, en manos de los cuales pueden recaer en el futuro tareas o cometidos para los que se les supone preparados, pero que, al margen de que hayan encontrado la motivación para trabajar que no hallaron durante su precedente etapa de formación, podrían no tener la menor posibilidad de afrontar con éxito.

          Por desgracia, a veces, la cosa no termina ahí, sino que, observando un poco a nuestro alrededor, podemos ver como personajes carentes de la más mínima cualificación y absolutamente faltos de aptitud para ello, copan puestos de responsabilidad, muchas veces sin tener que recurrir ni siquiera al nepotismo, sino perseverando en sus aspiraciones, hasta encontrar un lugar lo suficientemente cómodo y bien remunerado como para colmar su ambición, que muchas veces no les falta, aunque sea inversamente proporcional a sus merecimientos; que, como si de una cadena de favores perversa se tratara, podrán encumbrar en el futuro a otros tan carentes de cualificación y aptitudes como ellos mismos.

          Por si fuera poco, esa laxitud moral en el trabajo, que no valora el esfuerzo y ningunea la capacidad de sacrificio, con sus logros, contribuye a generar un estado de ánimo proclive al escaqueo, en el que la responsabilidad de cada uno se diluye en el anonimato de un grupo informe, difícil de motivar; de forma que la implicación en la tarea y la asunción de responsabilidades se convierten en una rara avis a la que algunos desaprensivos no dudarían en dar caza en cuanto tomaran conciencia de que hace peligrar ese estatus acomodaticio o pone en evidencia sus incapacidades.

viernes, 27 de mayo de 2016

Toda una mujer

            Llevo tres semanas sin escribir y hoy me he propuesto hacerlo sin más demora. Más que nada porque, si no lo hago tampoco esta semana, corro el riesgo de perder el hábito de hacerlo, pues ya sabemos que los humanos somos animales de costumbres y todo lo que no conseguimos integrar de una u otra manera en nuestra rutina, tendemos a desatenderlo. Y también porque, supongo que como a cualquiera, me apetece, de vez en cuando, dejar de lado mis ocupaciones y sentarme a pasar la tarde leyendo un rato o viendo la televisión, sin obligarme a reflexionar en voz alta sobre un tema concreto.

            De hecho, a veces, esto es lo más difícil. Encontrar algo de qué hablar, que, además de interesarnos a nosotros mismos, pueda captar, aunque sea momentáneamente, la atención de aquellos a quienes queremos hacer partícipes de nuestra reflexión.

            El otro día, compartía un artículo sobre Mary Beard, la ganadora del premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales. Una brillante historiadora a la que algunos se atrevieron a criticar e insultar por su aspecto físico, precisamente cuando empezaba a adquirir notoriedad con motivo de su participación en un programa televisivo.

            Y pensaba que es curioso cómo, en nuestra sociedad, se tiende a denostar a las mujeres, en ocasiones por ser guapas o arreglarse demasiado, presuponiendo, por ejemplo, que a la vez de rubias deben de ser tontas; pero también cuando alguien o el gran público las juzga feas o faltas de gusto estético; tratando de hacerlas de menos tanto sí descuellan por su aspecto físico como cuando lo hacen por su brillantez intelectual.

            La desconsideración surge así de improviso cuando se trata de juzgar a alguien, particularmente sí se trata de una mujer. Cosa que no se suele hacer desde parámetros objetivos, sino recurriendo a comentarios jocosos, poco respetuosos o al lenguaje directamente injurioso. Todo ello amplificado por el uso de las redes sociales.

            Lo peor de todo es, no obstante, que a este tipo de actitudes están expuestas también las mujeres anónimas que, a lo mejor, no destacan por poseer un físico impactante ni tampoco necesariamente por su erudición. Pueden ser personas corrientes, pero igualmente expuestas al juicio de tipos desaprensivos o de sus propias compañeras de trabajo, e, incluso, de sus compañeros y compañeras de colegio. Y creo que esto es lo peor de todo, porque puede hacer que muchas de esas mujeres que podrían ser brillantes, aunque no llegasen a adquirir notoriedad o convertirse celebridades, se convenzan a sí mismas de que la mejor manera de evitar ese tipo de afrentas sea pasar desapercibidas, no explotar su potencial o renunciar a decir libremente y en voz alta no solo lo que saben, sino también lo que piensan.

            Por eso, necesitamos ejemplos como los de esa historiadora, capaz de elevarse por encima del común de sus congéneres, no solo destacando en el campo de la investigación o de la ciencia, sino también a la hora de defender su dignidad como mujer y como ser humano frente a la actitud de los mediocres que se atrevieron a juzgarla por su aspecto, pero que, seguramente, antes de hacerlo, se sintieron intimidados por su personalidad y su elocuencia.

jueves, 28 de abril de 2016

Dueños de nuestras palabras, esclavos de nuestros silencios

          Alguien dijo una vez que prefería ser dueño de su silencio antes que esclavo de sus palabras. Y es verdad que hablar nos condiciona porque hace a los demás testigos de lo que pensamos y partícipes de nuestras ideas, prejuicios o sentimientos. Además, al expresarnos nos retratamos también de forma inconsciente porque, muchas veces, al decir en voz alta lo que pensamos mostramos más de lo que pretendíamos y, para bien y para mal, dejamos ver parte de nuestra alma.
         Y, a propósito de esto, me viene a la memoria aquella recomendación que un profesor hacía a sus alumnos para el verano, una vez terminado el curso escolar, en cuanto a quesi encontraban una persona que les gustaba mucho, se lo dijeran con toda la sinceridad y la gracia de la que fueran capaces, y, en caso de no ser correspondidos, pensaran que no estaba previsto que él o ella formase parte de su destino y practicaran mucho deporte.
          Pero en realidad, no hablar en absoluto, dejar de pronunciarse sobre hechos o cuestiones que nos conciernen o que, aunque no nos afecten personalmente, suceden a nuestro alrededor y condicionan, en mayor o menor medida, el devenir de los acontecimientos que afectan a una colectividad de la que formamos parte, ya sea la familia, la tribu o al mundo en general, es, como mínimo, una mala alternativa a la posibilidad de hablar más de la cuenta.
          Es verdad que, en ocasiones, escuchamos a gente que dice cosas sobre las que no ha reflexionado lo suficiente o, sencillamente, habla desde la ignorancia. Pero, de todas maneras, sí esas personas, por su juventud o falta de experiencia, opinan sobre algo que desconocen o lo hacen de forma poco meditada, no me parece que haya que ser excesivamente severos a la hora de valorar sus opiniones. A fin de cuentas, todos hemos pronunciado palabras que, pasado el tiempo, si alguien nos las recordase, tendríamos que matizar o de las que, incluso, nos arrepentimos sinceramente y querríamos retractarnos.
          Otra cosa, sin embargo, son los comentarios a la ligera de gente con sobrada experiencia, que no denotan ingenuidad o falta de madurez, sino que son fruto de una ignorancia atrevida, a veces inexcusable según el estatus de quien las pronuncia o, como he dicho antes, ponen de manifiesto, conscientemente o no, la mentalidad obtusa de su autor.
         En todo caso, lo que parece claro es que tomar la palabra entraña un riesgo, aunque solo sea el de equivocarse al hacer un juicio de valor, aventurar un pronóstico o dar nuestra opinión y, en ocasiones, nos coloca en una situación vulnerable, porque nos hace visibles y puede poner sobre nosotros el foco de atención.
         Y, en este sentido, creo que sólo somos esclavos de nuestras palabras cuando, aún con la perspectiva del tiempo o ante la evidencia de lo errado de nuestro parecer o la falta de delicadeza u oportunidad de lo dicho o de la forma en que se dijo, no somos capaces de rectificar y reconocer que nos equivocamos, que ya no pensamos eso, o que, aun pensándolo, podríamos haberlo expresado de otra manera.

         Por el contrario, ser dueño del silencio es atesorar un patrimonio baldío que no nos enriquece sino que vuelve estéril cualquier intento de mantener la compostura a base de no decir nada, de dar por sobreentendido lo que nadie más que nosotros, en nuestro fuero interno, puede ver o entender de una determinada manera. Es más, romper el silencio a destiempo deja inerme a nuestro interlocutor porque puede sorprenderlo al hacerle bruscamente consciente de algo que podría no haber sospechado siquiera.

jueves, 14 de abril de 2016

Mis villanos favoritos


            Esta semana me ha sorprendido una reseña publicada en el periódico sobre el premio que la MTV habría concedido al actor que interpreta en la ficción a Kylo Ren, en la última entrega de Star Wars, como mejor villano del año. Y he de confesar que para mí el personaje en cuestión supuso una de las varias decepciones que me deparó El Despertar de la Fuerza, aunque no la única, desde luego.
            En mi opinión, este supervillano no solo no merecería tal galardón, sino que ni siquiera llega a la categoría de malo de opereta. Porque los malos de opereta, a veces, tienen su gracia y, por lo menos, no engañan a nadie. Son lo que son. Malos sin remedio cuya iniquidad apenas consigue superar su estulticia, hasta resultar cómicos en sus planteamientos y grotescos en su manera de fracasar, después de tratar denodadamente de convencer a la audiencia de que son malos porque sí, aunque carezcan de motivos para serlo o sus motivaciones resulten inconsistentes.

            En este sentido, el Doctor Heinz Doofenshmirtz, el villano de la serie de dibujos animados Phineas y Ferb, además de tener sus motivaciones últimas en una infancia desgraciada, a diferencia de Kylo (alguien me puede explicar que le paso a ese niño para haberse convertido en un adultescente propenso a las rabietas), es un malo entrañable, torpe y desaliñado a partes iguales y, con frecuencia, víctima de sus propias invenciones para dominar el mundo. Incapaz de redimirse pero si de despertar la empatía de su archienemigo Perry el Onitorrinco, que, más de una vez, lo ha salvado de sucumbir a las consecuencias imprevistas de sus maquinaciones.
            Y es que, en la categoría de villanos, todos guardamos el recuerdo de personajes memorables que han conseguido seducirnos, sin renunciar a sus instintos perversos ni desprenderse de su aura negra.

            Aún sin ánimo de ser exhaustivo y en el ámbito de la ciencia ficción, se me vienen a la cabeza ejemplos como el del propio abuelo de Kylo Ren y padre de Luke Skywalker, capaz de dejar paralizados a los espectadores en sus butacas sin pronunciar una palabra, solo con su porte, su capa negra y una máscara que, lejos de ser un mero truco de atrezzo, oculta al monstruo deforme y tullido que, cual fantasma de la ópera, sobrevive a su destino cruel y, al final, es redimido, como tantos otros, por el amor, en este caso, hacía su hijo.
            O, Roy, el replicante de Blade Runner, un asesino despiadado propenso a la violencia e inclinado a matar cruelmente a cualquiera que se interponga en su búsqueda desesperada de respuestas a la razón de ser de su existencia, pero también capaz de apiadarse de su implacable perseguidor.

            Fuera del ámbito de la ciencia ficción, los ejemplos son también numerosos, desde Lex Luthor hasta Hannibal Lecter, pasando por, también uno de mis favoritos, Lestat el vampiro.
            Desde mi punto de vista, lo que distingue a un villano memorable es, precisamente, su humanidad, el hecho de que pueda ser reconocible como ser humano, aún en su propia iniquidad. Ni siquiera es necesario que esconda en su interior a alguien que pueda redimirse, con un gesto y en el último momento, de una trayectoria criminal intachable. Puede no sentir remordimientos, pero no carecer de conciencia; ser valiente, o cobarde pero capaz de reconocer, a su pesar, el valor que anida en el corazón de otros (como Cómodo, el emperador romano interpretado por Joaquin Phoenix en Gladiator); cruel con sus enemigos, pero en algún momento compasivo; desdeñoso con aquellos a quienes desprecia, pero al mismo tiempo respetuoso con aquellos a los que respeta (como el personaje de John Malkovich en la película En la Línea de Fuego), hacer gala de su sentido del humor, simpatizar con una buena causa o traicionar a sus correligionarios, pero ser leal a sí mismo y actuar en consecuencia.

jueves, 31 de marzo de 2016

Incipiente primavera


            Terminó la Semana Santa y, desde el lunes, hemos vuelto a la rutina de los madrugones, a levantarnos antes de que salga el sol y quedarnos dormidos en la butaca a partir de las once de la noche, porque, a base de intermedios cuya duración aumenta progresivamente a medida que se acerca el desenlace, la televisión nos impide terminar de ver las películas programadas entre semana e irnos a la cama a una hora decente. Y, como consecuencia de ello, hay una serie de largometrajes cuyo argumento me suena bastante, que, cuando empiezan, tengo la sensación de haber visto antes, pero cuyo final no recuerdo en absoluto. Así que, cuando he recobrado el hilo argumental, al tercer intermedio me vuelvo a quedar adormilado y suelo perderme nuevamente el final. Con lo cual, la próxima vez que las programen, aumentara en mi esa sensación de haberlas visto, recordare con precisión el argumento y volveré a preguntarme que pasó durante los últimos cinco minutos de metraje.
            También he vuelto a salir a correr de forma regular, ahora que no tengo excusas para justificar mi inactividad, que se ha prolongado prácticamente durante cinco semanas, y que el tiempo invita a hacer ejercicio al aire libre; y antes de que la alergia primaveral me seque la nariz e irrite mis ojos, o el calor empiece a hacer estragos entre los runners que no tenemos más remedio que salir a correr por la tarde. Cuando eso sucede, me gustaría practicar el triatlón, para poder zambullirme a mitad del recorrido y meter la cabeza bajo el agua durante un buen rato, hasta que el polen que se acumula en mis vías respiratorias, enrojece mis párpados y hace que un picor de lo más incómodo se instale en mi garganta y en mis cuencas oculares, se haya disuelto y la congestión desaparezca por completo.

            Y nadie diría que, hace apenas un mes, completé mi segundo maratón, porque me siento pesado y en baja forma, como si hubiera estado seis meses tirado en el sofá comiendo hamburguesas y bebiendo refrescos de cola; lo que me hace pensar que no hacer ejercicio de manera regular sea, probablemente, la mejor forma de dejar de hacerlo en absoluto. Afortunadamente, cuando pienso en lo que me gusta una buena carne asada acompañada de patatas fritas y en lo reconfortante que resulta combatir el calor con una cerveza fría, me alegro de ser capaz de vencer esa inercia que me empuja hacia el sofá, susurrándome que hace demasiado calor o demasiado frío o que hay demasiado polen en suspensión y que, cerca de casa, no conozco ningún curso de agua cristalina lo bastante profundo como para darse un baño cuando aprieta el calor a primera hora de la tarde.
            No obstante, muy cerca de casa hay un solar en el que se levanta la estructura de un edificio cuya construcción quedó interrumpida cuando la crisis inmobiliaria irrumpió de golpe en el sector. Desde entonces, la lluvia ha inundado el socavón que estaba destinado a convertirse en garaje y que se prolonga más allá de esa estructura, creando una especie de poza profunda que mi imaginación, durante meses, cada vez que pasaba corriendo por su lado al anochecer, ha ido poblando secretamente de reptiles.

            Sin embargo, la semana pasada, en una mañana radiante de esta recién estrenada primavera, pude comprobar que el nivel del agua había descendido bastante, de forma que los pilares de ese aparcamiento subacuático, que hasta ahora estaban casi completamente sumergidos, asoman verticalmente sobre la superficie, como los pilares de un puente destruido, y, a su alrededor, las paredes de tierra removida se han llenado de vegetación silvestre, de arbustos y de juncos. Ese día, las ranas croaban rítmicamente y podía verse algunos peces nadando muy cerca de la superficie, lo que tal vez se deba a la derivación de un arroyo que transcurre por allí cerca. Y, si no fuera por la alambrada metálica que rodea el solar, todo invitaría a mojarse los pies y lanzar piedras para romper la quietud verde del agua remansada.