Alguien dijo una vez que prefería ser dueño de su silencio antes que esclavo de
sus palabras. Y es verdad que hablar nos condiciona porque hace a los demás
testigos de lo que pensamos y partícipes de nuestras ideas, prejuicios o
sentimientos. Además, al expresarnos nos retratamos también de forma
inconsciente porque, muchas veces, al decir en voz alta lo que pensamos
mostramos más de lo que pretendíamos y, para bien y para mal, dejamos ver parte
de nuestra alma.
Y,
a propósito de esto, me viene a la memoria aquella recomendación que un
profesor hacía a sus alumnos para el verano, una vez terminado el curso
escolar, en cuanto a quesi encontraban una persona que les gustaba mucho, se lo
dijeran con toda la sinceridad y la gracia de la que fueran capaces, y, en caso
de no ser correspondidos, pensaran que no estaba previsto que él o ella formase
parte de su destino y practicaran mucho deporte.
Pero en realidad, no hablar en absoluto, dejar de pronunciarse sobre hechos o
cuestiones que nos conciernen o que, aunque no nos afecten personalmente,
suceden a nuestro alrededor y condicionan, en mayor o menor medida, el devenir
de los acontecimientos que afectan a una colectividad de la que formamos parte,
ya sea la familia, la tribu o al mundo en general, es, como mínimo, una mala
alternativa a la posibilidad de hablar más de la cuenta.
Es verdad que, en ocasiones, escuchamos a gente que dice cosas sobre las que no
ha reflexionado lo suficiente o, sencillamente, habla desde la ignorancia.
Pero, de todas maneras, sí esas personas, por su juventud o falta de
experiencia, opinan sobre algo que desconocen o lo hacen de forma poco
meditada, no me parece que haya que ser excesivamente severos a la hora de valorar
sus opiniones. A fin de cuentas, todos hemos pronunciado palabras que, pasado
el tiempo, si alguien nos las recordase, tendríamos que matizar o de las que,
incluso, nos arrepentimos sinceramente y querríamos retractarnos.
Otra cosa, sin embargo, son los comentarios a la ligera de gente con sobrada
experiencia, que no denotan ingenuidad o falta de madurez, sino que son fruto
de una ignorancia atrevida, a veces inexcusable según el estatus de quien las
pronuncia o, como he dicho antes, ponen de manifiesto, conscientemente o no, la
mentalidad obtusa de su autor.
En
todo caso, lo que parece claro es que tomar la palabra entraña un riesgo,
aunque solo sea el de equivocarse al hacer un juicio de valor, aventurar un
pronóstico o dar nuestra opinión y, en ocasiones, nos coloca en una situación
vulnerable, porque nos hace visibles y puede poner sobre nosotros el foco de
atención.
Y,
en este sentido, creo que sólo somos esclavos de nuestras palabras cuando, aún
con la perspectiva del tiempo o ante la evidencia de lo errado de nuestro
parecer o la falta de delicadeza u oportunidad de lo dicho o de la forma en que
se dijo, no somos capaces de rectificar y reconocer que nos equivocamos, que ya
no pensamos eso, o que, aun pensándolo, podríamos haberlo expresado de otra
manera.
Por
el contrario, ser dueño del silencio es atesorar un patrimonio baldío que no
nos enriquece sino que vuelve estéril cualquier intento de mantener la
compostura a base de no decir nada, de dar por sobreentendido lo que nadie más
que nosotros, en nuestro fuero interno, puede ver o entender de una determinada
manera. Es más, romper el silencio a destiempo deja inerme a nuestro
interlocutor porque puede sorprenderlo al hacerle bruscamente consciente de
algo que podría no haber sospechado siquiera.
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